Lección 11 – Cuarto trimestre 2016
CUANDO DIOS ROMPE EL SILENCIO
Por fin llegó lo que Job esperaba y lo que todos esperamos, frente al dolor: que Dios rompa el silencio; que deje de ser –desde nuestra percepción subjetiva de sufrientes– un Dios silencioso y ausente. Que podamos encontrarnos con él. Que podamos escuchar su voz, llena de amor, de sabiduría y de poder. Esa voz que nos imparte seguridad. Que nos hace sentir que si él existe y está con nosotros no hay nada que temer; que todo finalmente saldrá bien. Esa voz que nos da la seguridad de que, aunque no entendamos sus caminos, en él están todas las respuestas y las razones. Porque, quizá lo que todos necesitamos cuando sufrimos es que los hombres hablen menos y nos escuchen más, pero que Dios sí sea el que nos hable.
Y es sugestivo el hecho de que Dios le haya hablado a Job “desde un torbellino” (Job 38:1). Es decir, su respuesta vino desde la naturaleza (la Creación) y apela a la naturaleza. Justamente porque lo notable es que Dios, en realidad, no le responde a Job en forma directa ninguna de sus dudas, ni le da explicación de por qué permitió que sufriera tanto, ni le reveló el concepto del Conflicto Cósmico, que era la causa última de su dolor. Y quizá la lección que podamos sacar de esto es que de este lado de la eternidad no hay explicación que sea suficientemente satisfactoria para nosotros, mortales finitos y falibles, que estamos demasiado inmersos en el dolor como para comprenderla y aceptarla; que esa explicación está reservada para cuando vivamos en el cielo (durante el Milenio), una vez que haya pasado la tempestad y podamos ver las cosas desde la perspectiva de Dios y de la eternidad, libres del sufrimiento, que tanto obnubila nuestro entendimiento.
Simplemente –pero en forma majestuosa y sublime–, la respuesta de Dios consistió en hacerlo reflexionar sobre tres cosas que la naturaleza (la Creación) revela sobre Dios:
* Su poder infinito.
* Su sabiduría infinita.
* Su bondad infinita.
Y es que si Job tomaba conciencia de esto, o lo recordaba o lo ponía en el foco de su percepción de la realidad y de su propia realidad sufriente, podría tener la absoluta confianza de que, a pesar de todo, su vida estaba en buenas manos: las manos del Creador y Sustentador del universo, de este mundo “creado y conservado por el amor del Creador” (Constitución Gaudium et Spes, del Concilio Vaticano II, “Proemio”).
Para eso, Dios apela a distintos niveles de su obra creadora y sustentadora: el macrocosmos, la naturaleza visible (el mundo en que vivimos, la Tierra) y el microcosmos.
1) El macrocosmos: en su respuesta a Job, Dios se revela como el Creador y Sustentador del abrumador mundo planetario, estelar y galático:
“¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? Házmelo saber, si tienes inteligencia. ¿Quién ordenó sus medidas, si lo sabes? ¿O quién extendió sobre ella cordel? ¿Sobre qué están fundadas sus bases? ¿O quién puso su piedra angular…?” (Job 38:4-6).
“¿Podrás tú atar los lazos de las Pléyades, o desatarás las ligaduras de Orión? ¿Sacarás tú a su tiempo las constelaciones de los cielos, o guiarás a la Osa Mayor con sus hijos? ¿Supiste tú las ordenanzas de los cielos? ¿Dispondrás tú de su potestad en la tierra?” (Job 38:31-33).
¿Qué poder y sabiduría se requieren para –en primer lugar– crear nuestro planeta Tierra, al igual que tantos otros planetas de nuestro sistema solar; luego nuestro astro mayor, el Sol (que es una estrella); constelaciones (“pequeños” conjuntos de estrellas que “pasean” juntas por el nuestra galaxia); nuestra galaxia, la Vía Láctea, con sus cientos de miles de millones de estrellas tanto o más grandes que nuestro Sol; y finalmente los cientos de miles de millones de galaxias que pueblan el Universo, según nos dicen los científicos modernos? Y ¿qué poder se necesita para sustentar, conservar, mantener, toda esta casi infinitud en el Universo?
Nada menos que la omnipotencia: un poder infinito, sin límites.
Algunos datos sencillos, elementales, pero interesantes e ilustrativos de lo que queremos resaltar:
a. La Tierra: nuestro planeta posee un diámetro de 12.742 km; una superficie de 510 millones de km2; un volumen de 1.083,21×1012 km³; una masa de 5.973,6×1024 kg; y un volumen de sus océanos de aproximadamente 1.332,4×109 km³.
b. El Sol: el astro alrededor del cual giramos continuamente tiene un diámetro de 1.392.000 km; un volumen equivalente a 1.300.000 veces el volumen de la Tierra (dentro del Sol cabrían 1.300.000 planetas tan grandes como la Tierra); y una masa de 333.000 veces la masa de la Tierra.
c. La Vía Láctea: la galaxia a la cual pertenecemos (una de las cientos de miles de millones que hay en el Universo) tiene un diámetro de entre 100.000 y 120.000 años luz. Si tenemos en cuenta que la luz tiene una velocidad de 300.000 kilómetros por segundo, eso significa que para poder recorrer nuestra galaxia de una punta a otra (por así decirlo) tendríamos que pasarnos más de 100.000 años viajando a la velocidad de la luz. Además, contiene entre 100.000 y 200.000 millones de estrellas (soles).
Por otra parte, ninguno de estos astros (planetas, estrellas, constelaciones y galaxias) están quietos, inmóviles: no hay nada que no esté en movimiento en el universo. Pero ¿qué sucedería si sus movimientos fuesen desordenados, si no hubiese una Mano todopoderosa que les hubiera asignado su lugar específico en el Universo, sus órbitas, y que estuviese asegurando que cada uno de ellos realizara su recorrido específico de tal forma que no se choquen el uno con el otro, a pesar de que en sus constantes recorridos pasan muy “cerca” el uno del otro? (Alguien ha comparado los movimientos de los astros con un enjambre de abejas.)
Estos datos son absolutamente abrumadores. ¿Quién sino un Ser todopoderoso podría haber creado semejante pasmoso Universo y sustentarlo?
Y, si Dios es capaz de crear, conservar y gobernar esta inmensidad, ¿cómo no va a ser capaz de saber y poder cuidarnos a nosotros, que no somos nada ante semejante casi infinitud, y dirigir el recorrido de nuestra vida para que llegue a su destino eterno de felicidad, así como lo hace con los astros que pueblan el Universo? ¿Podemos pensar que nuestra vida, nuestro dolor, se escapa de sus manos, de su absoluta soberanía? En ninguna manera. Eso es lo que Dios seguramente le quiso decir a Job con estas preguntas.
2) La naturaleza visible (el mundo en que vivimos): sin ir tan lejos y tener que recurrir a esos poderosísimos telescopios modernos, basta con mirar alrededor de nosotros, al mundo en que vivimos, para ver las evidencias de la maravillosa obra creadora de Dios, de su sabiduría infinita, de su cuidado sustentador sobre todas las criaturas que habitan en nuestro planeta y de su soberanía (gobierno) sobre su creación terrestre. Por falta de espacio, solo seleccionaremos algunos de los pasajes sublimes de las preguntas de Dios que invitan a Job (y a nosotros) a reflexionar sobre esto:
“¿Quién encerró con puertas el mar, cuando se derramaba saliéndose de su seno, cuando puse yo nubes por vestidura suya, y por su faja oscuridad, y establecí sobre él mi decreto, le puse puertas y cerrojo, y dije: Hasta aquí llegarás, y no pasarás adelante, y ahí parará el orgullo de tus olas? ¿Has mandado tú a la mañana en tus días? ¿Has mostrado al alba su lugar…?” (Job 38:8-12).
“¿Has entrado tú hasta las fuentes del mar, y has andado escudriñando el abismo? ¿Te han sido descubiertas las puertas de la muerte, y has visto las puertas de la sombra de muerte? ¿Has considerado tú hasta las anchuras de la tierra? Declara si sabes todo esto. ¿Por dónde va el camino a la habitación de la luz, y dónde está el lugar de las tinieblas, para que las lleves a sus límites, y entiendas las sendas de su casa?” (Job 38:16-20).
“¿Cazarás tú la presa para el león? ¿Saciarás el hambre de los leoncillos, cuando están echados en las cuevas, o se están en sus guaridas para acechar? ¿Quién prepara al cuervo su alimento, cuando sus polluelos claman a Dios, y andan errantes por falta de comida?” (Job 38:39-41).
“¿Sabes tú el tiempo en que paren las cabras monteses? ¿O miraste tú las ciervas cuando están pariendo? ¿Contaste tú los meses de su preñez, y sabes el tiempo cuando han de parir? Se encorvan, hacen salir sus hijos, pasan sus dolores. Sus hijos se fortalecen, crecen con el pasto; salen, y no vuelven a ellas” (Job 39:1-4).
“¿Diste tú hermosas alas al pavo real, o alas y plumas al avestruz?” (Job 39:13).
“¿Diste tú al caballo la fuerza? ¿Vestiste tú su cuello de crines ondulantes? ¿Le intimidarás tú como a langosta? El resoplido de su nariz es formidable” (Job 39:19, 20).
“¿Vuela el gavilán por tu sabiduría, y extiende hacia el sur sus alas? ¿Se remonta el águila por tu mandamiento, y pone en alto su nido?” (Job 39:26, 27).
3) El microcosmos: si bien en estos pasajes del libro de Job Dios no abunda en detalles sobre esta dimensión de la Creación (obviamente, en aquella época no había los instrumentos de observación que se requerirían, como sí los tenemos hoy por medio de los microscopios), hay algunas insinuaciones:
“¿Has entrado tú en los tesoros de la nieve, has visto los tesoros del granizo…?” (Job 38:22).
Hoy los microscopios nos revelan las maravillosas formas geométricas que tienen los copos de nieve, de una variedad casi infinita y de una belleza sorprendente. No hay un copo de nieve igual al otro.
“¿Por dónde va el camino a la habitación de la luz, y dónde está el lugar de las tinieblas, para que las lleves a sus límites, y entiendas las sendas de su casa?” (Job 38:19, 20).
Hoy la ciencia nos explica la complejidad física que está detrás de aquello visible que llamamos luz, que no es otra cosa que una radiación electromagnética compuesta por fotones (partículas elementales desprovistas de masa) y, de acuerdo con la dualidad onda-partícula, se constituye en una onda esférica, que viaja a 300.000 kilómetros por segundo, como señalamos anteriormente.
Otro pasaje sublime de las Sagradas Escrituras que hace referencia a este mundo microscópico es el del Salmo 139:13 al 16:
“Porque tú formaste mis entrañas; tú me hiciste en el vientre de mi madre. Te alabaré; porque formidables, maravillosas son tus obras; estoy maravillado, y mi alma lo sabe muy bien. No fue encubierto de ti mi cuerpo, bien que en oculto fui formado, y entretejido en lo más profundo de la tierra. Mi embrión vieron tus ojos, y en tu libro estaban escritas todas aquellas cosas que fueron luego formadas, sin faltar una de ellas”.
Pensemos por un instante en la maravilla de complejidad, organización, adecuación y funcionalidad que hay en los distintos niveles de organización de nuestro propio cuerpo humano: tan solo el comportamiento de una célula; de nuestro ADN (encargado de conservar y transmitir toda la información genética y de darle “órdenes” al cuerpo en formación de un embrión, para que más tarde llegue a ser un bebé y finalmente un individuo adulto); de nuestros diversos órganos (cerebro, corazón, pulmones, estómago, hígado, riñones, etc.), que dan lugar a nuestros distintos sistemas funcionales del organismo (aparato nervioso, respiratorio, cardiovascular, digestivo, inmunológico, etc.). Somos una maravilla viviente. Y solo un ser infinito en sabiduría pudo haber “craneado” semejante casi infinita complejidad que nos permite cumplir tantas funciones voluntarias e involuntarias (respirar, pensar, sentir, correr, imaginar, crear, etc.).
Frente a tanta maravilla de la sabiduría de Dios, la pregunta es, ante nuestras dudas de por qué o para qué permite tanto dolor en el mundo: el Dios que fue capaz de idear y crear semejante intrincadísimo y extraordinario mundo en que vivimos ¿no tendrá sus razones absolutamente sabias para permitir lo que permite? ¿No estarán en él todas las respuestas a nuestras preguntas más acuciantes? Sus decisiones en este Gran Conflicto ¿no serán las mejores que podría haber tomado, aunque con nuestra limitada visión no las entendamos?
Por otra parte, encontramos una extraordinaria belleza desplegada de manera tan generosa en la superficie terrestre (la belleza sublime de los paisajes: de los ríos, los lagos, las montañas, los árboles, las plantas, las flores), así como en el mundo animal (pensemos en los delfines y en tantos peces maravillosos que habitan en los océanos; en la innumerable variedad de aves hermosísimas; en los felinos de gran porte como el león, el tigre, la pantera, así como los más pequeños, los gatos domésticos; y especialmente la hermosa y simpática variedad de perros domésticos, que tanto nos alegran con su belleza, simpatía, ternura y afecto), y especialmente en el ser humano (a tal punto que hemos hecho un culto a la belleza masculina y la femenina representadas en tantos modelos y actores/actrices que nos deslumbran con su hermosura). Todo esto nos habla a los gritos de que Dios no solamente creó el mundo de una manera meramente funcional, para que podamos subsistir físicamente, sino también con un alto sentido de la estética y el placer, porque desea profundamente que seamos felices.
EL CAMBIO EN JOB
Ante esta revelación de Dios, Job reacciona de la única manera en que puede reaccionar un hombre “perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal” (Job 1:8): rendirse ante la grandeza de Dios en contraste con su propia pequeñez, sentirse absolutamente indigno ante la bondad y la justicia infinitas de Dios, y reconocer la sabiduría infinita de Dios en la forma en que estaba manejando su vida y su dolor:
“Yo conozco que todo lo puedes, y que no hay pensamiento que se esconda de ti. ¿Quién es el que oscurece el consejo sin entendimiento? Por tanto, yo hablaba lo que no entendía; cosas demasiado maravillosas para mí, que yo no comprendía. Oye, te ruego, y hablaré; te preguntaré, y tú me enseñarás. De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza” (Job 42:2-6).
Qué maravillosa experiencia: de conocer a Dios “de oídas”, poder decir que “ahora mis ojos te ven”. Y después de ver a Dios, ya no hace falta más nada. Se ha llegado a la experiencia más sublime a la que un ser humano pueda aspirar: ver, oír, haber gozado de la presencia directa de Dios. Cuántos de nosotros quisiéramos esto, aunque sea una vez en la vida antes de que Jesús regrese, y entonces lo veamos cara a cara para siempre. Porque sabemos que si eso sucediera ya no dudaríamos, ya no nos afligiríamos; podríamos saber y sentir que finalmente todo estará bien, que todo tiene un sentido, que todo es para bien (Rom. 8:28).
¡Y que pase lo que pase!
Mientras tanto, que las evidencias del poder infinito de Dios, de su sabiduría infinita y de su bondad infinita tal como las podemos ver nítidamente en la naturaleza nos sostengan en medio de este mundo de dolor, hasta aquel día en que se cumpla la maravillosa promesa:
“Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (Apoc. 21:3, 4).
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