Comentario lección 6 – Segundo trimestre 2016
El gran psiquiatra vienés Viktor Frankl (1905-1997), fundador de la Logoterapia, corriente de psicología inscripta dentro del Análisis Existencial, ha sido por excelencia quien ha analizado la experiencia del vacío existencial; es decir, el no saber para qué vivir, con qué propósito, sentido o valor hacerlo, aun cuando muchos de quienes lo padecen tienen de sobra con qué vivir (bienes materiales, condiciones ideales de vida como salud, éxito profesional, dinero, familia; todas las cosas que, se supone, nos podrían hacer felices). Y, dentro de este fenómeno, que él denomina neurosis noogénica, una de las experiencias más paradójicas es la de la neurosis dominguera (pensemos que para la mayor parte de la gente el domingo es el día de recreación por excelencia). Frankl y otros investigadores han notado que para muchísima gente el domingo es un día que se les hace insoportablemente largo, aburrido, porque si bien durante la semana de corridas y estrés por el trabajo anhelan tener el tiempo libre brindado por el domingo, una vez que lo tienen no saben qué hacer con él. No soportan el silencio, la quietud, el estar a solas consigo mismos. Sienten que su vida está vacía, a pesar de todos los logros aplaudidos por la sociedad. Durante la semana llenan su tiempo y su espacio mental con todos los desafíos de la vida laboral o estudiantil, y si bien la prosecución de estas metas tiene su valor, en muchos casos no es otra cosa que un mecanismo de evasión para tapar el vacío interior. Hoy es famosa la figura psicológica del workaholic, el adicto al trabajo, fenómeno que en gran medida está relacionado con este vacío existencial.
Algo similar parecía sucederle a Marta, la hermana de María y Lázaro. Cuando Jesús llega a su casa, Marta se desvive por cumplir con los quehaceres domésticos, con mantener su nivel de competencia como ama de casa. Ve que su hermana adopta la actitud “irresponsable” de sentarse a los pies de Jesús, pasivamente, para escuchar su palabra, y entonces lanza una reprensión indirecta sobre María y no tan indirecta sobre Cristo: “Señor, ¿no te da cuidado que mi hermana me deje servir sola? Dile, pues, que me ayude” (Luc. 10:40).
La respuesta de Jesús es la que nos quiere dar a todos los que hoy, presionados por los falsos imperativos de nuestra sociedad materialista y consumista, creemos que el valor máximo que tenemos que cumplir ante sus exigencias es que, ante todo, seamos personas competentes, productivas: “Marta, Marta, afanada y turbada estás con muchas cosas. Pero sólo una cosa es necesaria; y María ha escogido la buena parte, la cual no le será quitada” (10:41, 42).
Jesús propicia, así, una sana “mística” necesaria para no perder el sentido y el propósito de la vida, y para asegurarnos de estar en el camino de la salvación: sentarnos todo lo que podamos a los pies de Jesús, para gozar de su presencia, para encontrarnos con él; y para escuchar su clara voz, llena de paz, de esperanza, de consuelo, de orientación, de sentido para nuestras vidas.
Esto es muy similar a la conmovedora y siempre entrañable invitación y promesa de Jesús que aparece en la lección de esta semana:
“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mat. 11:28-30).
Jesús nos puede dar descanso porque es el Ser omnipotente, que puede solucionar todo problema de salud, laboral, económico, psicológico, espiritual, si acudimos a él en respuesta a su invitación.
Puede hacernos descansar porque él pasó por nuestro terreno, fue hombre como nosotros y, aunque nos conoce íntimamente, en lo más profundo de nuestras luces y nuestras miserias interiores, puede comprendernos.
Nos puede dar descanso porque ha logrado la expiación de nuestros pecados en la Cruz, y con ella el perdón total de nuestras faltas, nuestra reconciliación con Dios y su aceptación plena a pesar de nuestra condición de pecadores, nuestros defectos y nuestras caídas, nuestra justificación.
Puede darnos descanso porque su Espíritu puede traer luz, calor y paz a nuestra mente, y la purificación interior que tanto necesitamos.
Pero, para que este descanso sea efectivo, es necesario que tomemos su yugo, y aprendamos de él su mansedumbre y humildad. Este yugo es el AMOR ABNEGADO, que se prodiga en servicio, en ayuda a nuestro prójimo necesitado. Que nos saca de nuestro natural egoísmo, que es en gran medida la causa última de nuestras inquietudes y frustraciones, y nos abre al amor, el verdadero sentido de la vida. Si aprendemos de Jesús su mansedumbre y humildad, habrá paz y sosiego en nuestra alma, porque ya no estaremos pendientes de que los clamores caprichosos de nuestro yo manejen nuestra vida. No nos importará estar pendientes de la aprobación ajena o su aplauso, o su reconocimiento. No viviremos para nosotros mismos, sino que habrá tranquilidad en nuestra alma; la tranquilidad de saber que nuestra vida está en manos de Dios y que él tiene un plan para nosotros, y que nada le es ajeno de lo que nos pasa.
Pero, a fin de sentarse verdaderamente a los pies de Jesús, para escuchar su palabra, para ir a Jesús en respuesta a su invitación, para aprender a llevar su yugo y aprender de él su mansedumbre y humildad, y hallar así descanso para nuestras almas, es necesario dedicar TIEMPO de calidad (y también cantidad).
Es cierto, es imprescindible que durante la semana dediquemos tiempo a la comunión con Jesús, preferentemente los primeros momentos del día. Pero es innegable que la vorágine de las responsabilidades o los proyectos personales hace que mayormente nuestra relación con él la vivamos “mientras” hacemos todas aquellas cosas. Pero, así como sucede en la relación con la pareja conyugal, en que es importantísimo cada tanto tener un espacio “a solas”, sin tener que lidiar con las cuentas, las cosas de la casa y los hijos, para dedicar tiempo exclusivo a la relación con el ser amado, Dios ha pensado en que tengamos un día entero en el que podamos intensificar nuestro encuentro con él: el sábado. Un día en el que, lejos de aburrirnos y de sentirnos vacíos porque no sabemos qué hacer durante él (como sucede con la neurosis dominguera de la que habla Frankl), LLENEMOS NUESTRA VIDA DE SENTIDO, del sentido que solo Dios le puede dar. Un día en el que podamos sentarnos a los pies de Jesús, escuchar su voz, aceptar su invitación, tomar su yugo, aprender de él su mansedumbre y humildad, y entonces sí, hallar descanso para nuestras almas. Porque encontrarnos con Jesús es encontrarnos con el verdadero sentido de la vida, con el propósito por el cual estamos en este mundo y con los verdaderos valores por los cuales merece la pena luchar:
“Si retrajeres del día de reposo tu pie, de hacer tu voluntad en mi día santo, y lo llamares delicia, santo, glorioso de Jehová; y lo venerares, no andando en tus propios caminos, ni buscando tu voluntad, ni hablando tus propias palabras, entonces te deleitarás en Jehová; y yo te haré subir sobre las alturas de la tierra, y te daré a comer la heredad de Jacob tu padre; porque la boca de Jehová lo ha hablado” (Isaías 58:13, 14).
Notemos que la bendición prometida en estos versículos no es una cuestión arbitraria de parte de Dios, una recompensa APARTE por observar el sábado (esa sería la mentalidad del legalista), sino una bendición INHERENTE a la observancia del sábado (como todas las bendiciones inherentes a la voluntad de Dios).
El sábado no consiste en una serie de leyes o normas que CUMPLIR para asegurarse de no estar transgrediendo el mandamiento (como legalistamente pensaba el judaísmo de los días de Jesús a través de las innumerables y muchas veces ridículas leyes talmúdicas sobre la observancia del sábado, algunas de las cuales vimos en la lección de esta semana), sino en DELEITARSE EN DIOS, en sentir que por eso el sábado es una “delicia”, lo que nos llevará a no desear, en él, andar en nuestros propios caminos, ni buscar nuestra voluntad, ni hablar nuestras propias palabras.
Toda discusión acerca de qué está bien hacer o no en sábado queda diluida cuando entendemos cuál es su verdadero sentido. No un día para cumplir con una norma, sino un día para intensificar nuestro encuentro con nuestro mejor Amigo, para buscar percibir su presencia en nuestra vida, para escuchar su voz y recibir su bendición.
¿Contribuye a este encuentro ver un partido de fútbol (aunque sea el de nuestra selección nacional jugando la final de un campeonato mundial), o ver aquella novela de la televisión o aquella película premiada con el Oscar, o escuchar aquel concierto de música secular, o practicar aquel deporte favorito? ¿O, por el contrario, son actividades que, aunque sean buenas en sí mismas, nos distraerán de esta búsqueda intensa por encontrarnos con nuestro Salvador y recibir su bendición especial?
Lamentablemente, en su afán por asegurarse de estar CUMPLIENDO con el sábado, a fin de no caer en la desaprobación y el desamparo de Dios, el judaísmo de los días de Jesús había hecho del sábado, más que un día de delicia, santo y glorioso, un día insoportable (cualquier semejanza con nuestra realidad NO es mera coincidencia, ya que es muy fácil, para cualquier persona o grupo religioso, transformar una norma divina en una cuestión de cumplimiento, en una condición para sentirse aceptado por Dios y, en definitiva, salvo, en vez de tomarla como una bendición que Dios nos da para que seamos felices). De allí que los pasajes en los que encontramos a Jesús hablando sobre el sábado no parezcan ser una apología en su favor (como a veces erróneamente pretendemos hacer aparecer en nuestro afán de defender su observancia), sino más bien un intento por liberar a la gente del pesado yugo que para ella representaba la observancia de ese día por culpa del sentido erróneo que le habían imprimido los fariseos.
En los pasajes de Mateo que aparecen en la lección de esta semana (Mat. 12:1-14), en los que Jesús legitima el “trabajo” que hicieron sus discípulos al arrancar las espigas y restregarlas para satisfacer su necesidad de alimento, y sana a un hombre enfermo en plena sinagoga, Jesús nos muestra que, ante la vista y los valores de Dios, LA NECESIDAD HUMANA ESTÁ POR ENCIMA DE LAS NORMAS, porque las normas están al servicio del ser humano, y no viceversa. Jesús, al legitimar el ejemplo de David, de comer del pan sagrado que, por orden divina, estaba reservado exclusivamente para los sacerdotes que servían en el Templo, nos muestra que ante determinadas circunstancias algunas cosas ilícitas se vuelven lícitas cuando hay una persona, con sus necesidades apremiantes, de por medio. Porque para Jesús, ante todo, están las personas, estamos nosotros.
La aplicación de este principio a nuestra realidad actual queda en la conciencia de cada uno, pero ciertamente debería guiarnos a la hora de juzgar a algún hermano que por cuestiones apremiantes no parece estar cumpliendo con la observancia del sábado como quizás a algunos de nosotros nos parece que debería hacerlo. Gracias a Dios, las normas divinas son un ideario al que aspirar y tratar de alcanzar (aunque nunca lo hagamos perfectamente), pero en ninguna manera nos dan la prerrogativa de juzgar y apalear a nuestros hermanos en la fe: “Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, os será medido” (Mat. 7:2). Como reza la frase popular (con sus distintas versiones y procedencias), no tenemos derecho a juzgar a nadie hasta que hayamos caminado por varios días en sus zapatos.
Que Dios nos bendiga para que cada día y cada sábado podamos tener nuestro tan imprescindible encuentro con Jesús. Que podamos descansar en él de todos nuestros afanes legítimos, fruto de nuestras múltiples responsabilidades, pero también de nuestros afanes artificiales, impuestos por los paradigmas sociales soberbios inspirados por el enemigo de Dios, como también de nuestras cargas espirituales y psicológicas, fruto de nuestra lucha con el pecado, con la culpa, con la angustia, con el dolor. En Jesús hay descanso para toda carga, y anhela encontrarse con nosotros especialmente en su día sagrado. ¡No faltemos a la cita!
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