CUMPLIR CON EL DEBER

La gran tarea cristiana de ayudar a quienes lo necesitan.

Cristo estaba rodeado de una gran multitud. Entre la multitud había fariseos y saduceos, sacerdotes y maestros de la Ley, que estaban allí con la esperanza de captar algo en las palabras de Cristo que pudieran denunciar a las autoridades y así hacer que cesara su obra. Fue por sugerencia de estos enemigos que el doctor de la Ley hizo al Salvador la pregunta “¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna?” (Luc. 10:25)

Cristo leyó el corazón de los conspiradores como si fuera un libro abierto y, mirando al maestro de la Ley, le preguntó: “¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees?” (vers. 26). El maestro de la Ley le respondió: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu fuerza y todo tu entendimiento; y a tu prójimo como a ti mismo” (vers. 27). Como él mismo no obedecía este precepto y deseaba justificarse, preguntó: “¿Quién es mi prójimo?” (vers. 29). En respuesta, Cristo relató un incidente con el que muchos de los presentes estaban familiarizados.

En la escena que el Salvador describe, se dibuja un agudo contraste. Un hombre es atacado por ladrones, robado, herido y luego abandonado al borde del camino para que muera. Un sacerdote y un levita pasaron por allí, pero no le prestaron ayuda. Pero, es el samaritano el que siente compasión por el hombre, venda sus heridas, lo monta en su propia cabalgadura y lo conduce a la posada más cercana. Allí cuida del enfermo durante toda la noche y, por la mañana, lo pone al cuidado del posadero, a quien le paga por sus servicios.

El samaritano cumplió con su deber hacia el prójimo. El sacerdote y el levita, en cuyos corazones reinaba el egoísmo, se mostraron crueles y desconsiderados. El yo es un duro tirano, y mientras este poder reine en la vida no podemos hacer a los demás lo que quisiéramos que nos hicieran a nosotros. Para cumplir la Regla de Oro, la vida debe transformarse, la naturaleza humana debe llegar a ser partícipe de la divina.

El pueblo había escuchado el relato con intenso interés, y cuando el Salvador preguntó “¿Cuál de estos consideró que el herido era su prójimo?” (vers. 36), muchos se unieron al maestro de la Ley para responder: “El que tuvo misericordia de él” (vers. 37). La parábola del buen samaritano esboza la verdadera obra misionera, y en ella debe participar todo el pueblo de Dios. No se excusa a nadie que descuide el deber que tiene para con sus semejantes. Al realizar esta obra, cumplimos la Ley de Dios. El Señor se ha comprometido a bendecir a los que cumplen su mandamiento de amarlo a él por encima de todo y a sus prójimos como a sí mismos. No es la palabrería, no es la profesión, ni las pretensiones de piedad y devoción lo que tiene valor para Dios, sino la obra de justicia que revela un carácter semejante al de Cristo.

El Señor toma cuidadosa nota de los actos de compasión y misericordia mostrados por las personas hacia sus semejantes. El Salvador dedicó más tiempo y trabajo a curar a los afligidos de sus males que a predicar. Su mandato a sus apóstoles, sus representantes en la Tierra, fue que impusieran las manos sobre los enfermos para que se recuperaran.

Y, cuando el Maestro vuelva, elogiará a los que hayan visitado a los enfermos y aliviado las necesidades de los afligidos. “Porque tuve hambre, y me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; fui forastero, y me recibieron; estuve desnudo, y me cubrieron; enfermo, y me visitaron; estuve en la cárcel, y vinieron a mí. […] Les aseguro, cuanto hicieron a uno de estos mis hermanos pequeños, a mí me lo hicieron” (Mat. 25:35-40).


Extraído y adaptado de “Unto One of the Least”, Review and Herald, 9 de abril de 1908, p. 8.

  • Mensajera del Señor, escritora y predicadora, Elena de White (1827-1915) fue una de las organizadoras de la Iglesia Adventista. Entre sus muchos escritos se encuentran cientos de valiosas cartas.

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