Tengo el hábito de coleccionar frases especiales, que usan pocas palabras para presentar grandes verdades. Algunas de las más memorables hablan de la manera en que lidiamos con las crisis.
Me gustan aquellas que tienen una visión positiva, como la de Elena de White, cuando dice que “las experiencias más angustiosas en la vida del cristiano pueden ser las más benditas” (Nuestra elevada vocación, p. 326). O la del poeta y filósofo romano Horacio, cuando recuerda que “la adversidad tiene el efecto de dejar al descubierto talentos que en circunstancias favorables hubieran permanecido ocultos”. El historiador Eugen Weber también recuerda que “los tiempos malos para vivir son buenos para aprender”. Charles Colson, elemento clave en el caso de Watergate, quien terminó preso y luego se convirtió al cristianismo, aprendió que “lo que el mundo ve como adversidad, Dios lo ve como una oportunidad para bendecir”. Por su parte, Aiden W. Tozer, autor cristiano, recuerda que “Dios nunca usa a alguien en gran manera antes de haberlo probado profundamente”. Para el pastor y evangelista Mark Finley, “nuestros grandes desafíos preceden a nuestros más grandes milagros”.
La vida de Daniel y sus amigos es una gran confirmación de todos estos conceptos. Para ellos, cada crisis fue una oportunidad de alcanzar victorias mayores y, al mismo tiempo, “una demostración de lo que él hará en favor de quienes se entreguen a él y procuren con todo el corazón realizar su propósito” (Elena de White, Profetas y reyes, p. 360).
Cuando fueron llevados al exilio, eran tan solo un grupo de condenados a la esclavitud. Terminaron en el palacio real, asumieron su fidelidad y decidieron “en su corazón no contaminarse con la porción de la comida del rey” (Dan. 1:8). Fue una decisión arriesgada y con alto potencial de crisis. Pero, finalmente, “no fueron hallados entre todos ellos otros como Daniel, Ananías, Misael y Azarías; así, pues, estuvieron delante del rey” (Dan. 1:19). “En fuerza y belleza física, en vigor mental y realizaciones literarias, no tenían rivales” (ibíd., p. 356). Dios aprovechó la oportunidad para ponerlos “en relación con los grandes de Babilonia, con el fin de que en medio de una nación idólatra representasen su carácter” (ibíd., pp. 357, 358).
En la llanura de Dura, cuando se los quiso obligar a adorar la estatua de Nabucodonosor, ellos decidieron nuevamente permanecer fieles. Fueron amenazados, ridiculizados, y terminaron dentro de un horno calentado al extremo. Fue una crisis sin precedentes, pero “el Salvador se les reveló en persona, y juntos anduvieron en medio del fuego. En la presencia del Señor del calor y del frío, las llamas perdieron su poder de consumirlos” (ibíd., p. 373). Lo que parecía una derrota para el pequeño grupo de fieles terminó con un reconocimiento del rey, que “engrandeció a Sadrac, Mesac y Abed-nego en la provincia de Babilonia” (Dan. 3:30).
Más tarde, Belsasar ocupó el trono de su abuelo. Al final de sus días, realizó el famoso banquete que se celebraba con orgía e idolatría. En aquel momento, “el Huésped no invitado hizo sentir su presencia” (ibíd., p. 385) y escribió en la pared el decreto de condenación del rey y de su reino. En medio de una crisis desesperante, la reina madre se acordó de Daniel, que cincuenta años antes había interpretado el sueño de Nabucodonosor. Una vez más, la crisis se transformó en oportunidad. Daniel dio la explicación correcta, fue exaltado por el rey y pasó a ser “el tercer señor del reino” (Dan. 5:29). Instantes después, el reino y el rey cayeron, pero Daniel permaneció en pie.
La última y más impactante de las historias sucedió en los días de Darío, en el foso de los leones. La envidia de los colegas, el engaño al rey y una vida de oración llevaron a que Daniel fuera condenado. Ahora sí, el anciano profeta parecía estar en medio de una crisis que lo llevaría a la destrucción. “Dios no impidió a los enemigos de Daniel que lo echasen al foso de los leones. Permitió que hasta allí cumpliesen su propósito los malos ángeles y los hombres impíos; pero lo hizo para recalcar tanto más la liberación de su siervo, y para que la derrota de los enemigos de la verdad y de la justicia fuese más completa” (ibíd., p. 399). Una vez más, Dios transformó una crisis en una oportunidad, y Daniel “prosperó durante el reinado de Darío y durante el reinado de Ciro el persa” (Dan. 6:28).
Dios sigue transformando las crisis en oportunidades. Para eso, necesitamos aprender, junto con Daniel, a huir de la lamentación y ver “en toda dificultad […] una invitación a orar” (Elena de White, El Deseado de todas las gentes, p. 621). RA
Buenas tardes Pastor, le agradezco por su artículo. Dios le bendiga.
Soy directora del departamento de jóvenes en una iglesia aquí en Cuba, provincia Las Tunas, municipio Amancio. Me gustaría saber si puedo utilizar su artículo en una mini revista digital que quiero crear para los chicos..
Puede escribirme a
Gracias