Lecciones prácticas para una vida de oración eficaz.
Se ofrecen muchas oraciones sin fe. Se usa un conjunto ordenado de palabras, pero carecen de una verdadera insistencia. Estas oraciones son dudosas y vacilantes. No proporcionan alivio a aquellos que las ofrecen, ni tampoco consuelo y esperanza a los demás. Se ofrece la forma de la oración, pero se carece del espíritu, lo cual demuestra que el peticionante no siente su necesidad, y no tiene hambre ni sed de justicia. Estas oraciones largas y frías son inoportunas y fatigosas; se asemejan demasiado a predicarle un sermón al Señor.
Aprendan a hacer oraciones cortas y al punto, pidiendo justamente lo que necesitan. Aprendan a orar en voz alta cuando únicamente Dios puede oírlos. No ofrezcan simulacros de oración, sino peticiones fervientes y sentidas que expresen el hambre del alma por el Pan de vida. Si oráramos más en secreto, seríamos capaces de orar con más inteligencia en público. Se terminarían esas oraciones dudosas y vacilantes. Y, cuando nos uniéramos con nuestros hermanos en el culto público, podríamos añadir interés a la reunión, porque llevaríamos con nosotros algo de la atmósfera del Cielo, y nuestro culto sería una realidad y no una mera fórmula. Pronto, quienes nos rodean pueden saber si tenemos el hábito de orar o no. Si el alma no se derrama en oración en el lugar secreto y mientras está empeñada en los negocios del día, lo pondrá de manifiesto en el culto de oración. Las oraciones públicas serán secas y formales, y consistirán en repeticiones y frases hechas, y traerán oscuridad en lugar de luz a la reunión.
La vida del alma depende de la comunión habitual con Dios. Sus necesidades se manifiestan y el corazón se abre para recibir nuevas bendiciones. La gratitud fluye de los labios sinceros, y el alivio que se recibe de Jesús se manifiesta en las palabras, en las obras de bondad activa y en la devoción pública. Hay amor a Jesús en el corazón; y donde existe el amor, no será reprimido, sino que se expresará a sí mismo. La oración secreta sustenta esta vida interior. El corazón que ama a Dios deseará tener comunión con él, y confiará en él con una santa confianza.
Aprendamos a orar con inteligencia, expresando nuestros pedidos con claridad y precisión. Desechemos el hábito apático y perezoso en el que hemos caído, y oremos como sintiendo lo que pedimos. “La oración del justo es poderosa y eficaz” (Sant. 5:16). La fe se aferra firmemente de las promesas de Dios y urge sus peticiones con fervor; pero cuando la vida del alma se estanca, las devociones externas se vuelven formales e impotentes.
Los asientos vacíos en nuestras reuniones de oración testifican que los cristianos no se dan cuenta de los reclamos de Dios sobre ellos; no se dan cuenta de su deber de hacer que estas reuniones sean interesantes y exitosas. Realizan una ronda monótona y fatigosa, y regresan a su hogar sin haber sido refrescados, sin haber sido bendecidos.
Si queremos refrescar a otros, debemos beber nosotros mismos del Manantial que nunca se seca. Es nuestro privilegio familiarizarnos con la Fuente de nuestra fortaleza, tomarnos del brazo de Dios. Si queremos tener vida espiritual y energía, debemos estar en comunión con Dios. Podemos hablarle de nuestras verdaderas necesidades; y nuestras peticiones fervientes mostrarán que nos damos cuenta de nuestras necesidades, y haremos lo que podamos para responder nuestras propias oraciones. Debemos obedecer el mandato de Pablo: “Levántate de los muertos, y te alumbrará Cristo” (Efe. 5:14).
El Espíritu de Dios coopera con el trabajador humilde que permanece en Cristo y tiene comunión con él. Oren cuando tengan un corazón débil. Cuando estén abatidos, cierren los labios firmemente a los hombres; guarden toda la oscuridad dentro, para que no sombree el camino de otro. Pero díganlo a Jesús. Pidan humildad, sabiduría, valor, aumento de fe, para que puedan ver luz en la luz de Jesús, y regocijarse en su amor. Crean solamente, y ciertamente verán la salvación de Dios.
Texto extraído de la Review and Herald, 22 de abril de 1884; publicado parcialmente en español en Nuestra elevada vocación, p. 132.
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