Descubre por qué las interacciones felices y armónicas del niño son una necesidad tan básica como alimentarse.
Desde los años setenta, John Bowlby estudió detenidamente el vínculo emocional que une al bebé con sus padres, y encontró diferentes estilos de relación que tenían una fuerte influencia durante la vida adulta. Descubrió que el apego sano durante la primera infancia es un componente esencial para el bienestar en la vida posterior. La empatía y el afecto de los padres hacia el hijo contribuyen a dar una sensación básica de seguridad, mientras que la ausencia de afecto (o si este es inestable) en las primeras etapas del desarrollo se evidencia en el futuro, frecuentemente en depresión y tendencias suicidas –entre otras alteraciones clínicas y de personalidad.
Así, se encontraron tres estilos de apego: el apego seguro, el apego inseguro y el apego ambivalente. El primero se relaciona con confianza propia, baja ansiedad, buen concepto de sí mismo y de los demás. En el apego inseguro (o temeroso) se da lo contrario: miedo al contacto con los demás y mucha desconfianza. En las formas intermedias, predomina una actitud evitativa o preocupada.
Las madres de hijos seguros son más atentas y más sensibles al llanto de su bebé, son más afectuosas y tiernas con él y también se sienten más a gusto cuando mantienen con él un contacto estrecho como el abrazo. Por otra parte, las madres desconectadas brindan a sus hijos dos modalidades diferentes de inseguridad. Cuando la madre se entromete más de la cuenta, su hijo responde desconectándose y eludiendo activamente la interacción; y cuando la madre no se implica lo suficiente, el niño reacciona con una pasividad e impotencia que compromete su capacidad posterior de establecer contacto con los demás. Se descubrió que aquellos que han recibido este tipo de trato de desinterés y falta de amor en la infancia suelen ser proclives a deprimirse y presentar tendencias suicidas en la adultez.
Los hijos de madres que hablan poco con sus hijos y se mantienen emocionalmente distantes de ellos suelen asumir, durante la vida adulta, la actitud de que nada les importa y revelan signos de intensa ansiedad. Son niños que esperan que los demás se mantengan distantes, razón por la cual se reprimen emocionalmente; y a su vez –en la edad adulta– ellos mismos se mantienen distantes, y evitan la intimidad emocional.
Las interacciones felices y armónicas son, para el niño, una necesidad tan básica como alimentarse; y, en su ausencia, el niño corre el riesgo de desarrollar pautas distorsionadas. Los padres empáticos, ansiosos y distantes tienden a criar, respectivamente, niños seguros, ansiosos o evasivos; tres estilos diferentes de apego que, al llegar a la edad adulta, se manifiestan como estilos de relación interpersonal correlativamente firmes y confiados, inquietos y preocupados o esquivos y confusos.
Hace unos años, se popularizó la fotografía de una niña iraquí que se encuentra acurrucada durmiendo dentro del contorno de una mujer adulta. Es impactante ver esa captura gráfica tan expresiva de la búsqueda de cariño.
Ojalá todas las madres y los padres puedan proporcionar amor sin retaceos para asegurar el bienestar presente y futuro de sus hijos. Cómo dijo Severo, obispo de Milevum, en una carta a Agustín de Hipona: “La medida [del amor] es amar sin medida”. Es una condición indispensable para experimentar la dicha de una vida plena y feliz.
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