Claves para contemplar por fe la perspectiva divina.
Dios tenía un plan. Era un plan preciso, paciente y minuciosamente pensado. Un plan maestro para bendecir y beneficiar a la raza humana. Y cuando Dios tiene un plan así, no hay nada ni nadie que pueda restringir su campo de acción. Sus propósitos son soberanos.
Era con Abraham que Dios iba a comenzar su plan. Y lo haría empezando con lo humanamente imposible; hasta pareciera que a Dios le gusta empezar sus planes especiales con lo imposible: “Necesito un profeta como Samuel o como Juan el Bautista: busquemos, entonces, una pareja que no pueda tener hijos para concebirlo…”
Dios iba a empezar una parte fundamental del plan de redención de la humanidad con la imposibilidad de Abraham y de Sara para concebir hijos. Pero aquello no era un obstáculo; al contrario, era una inmensa oportunidad para mostrar, desde el principio, que para él no hay nada imposible.
Y cuando Dios decide empezar con lo imposible, pone a sus promesas en primer plano –como sucede en los capítulos 12 al 18 de Génesis–, mientras forja su pacto con Abraham y con su descendencia. Sin embargo, Dios sabe también que hay un desalineamiento entre lo que él ve y lo que el hombre ve. Por un lado, Dios tenía puestos sus ojos en el futuro: “Haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición” (Gen. 12:2). Dios sabía adónde iba.
Por otro lado, Abraham se concentraba en el presente: “Y Abram dijo: Oh, Señor Dios, ¿qué me darás, puesto que yo estoy sin hijos, y el heredero de mi casa es Eliezer de Damasco? Dijo además Abram: He aquí, no me has dado descendencia, y uno nacido en mi casa es mi heredero” (Gen. 15:2, 3, LBLA). Abraham solo veía trabas.
Las perspectivas eran diferentes. Pero Dios conoce a sus hijos. Con amor y paciencia, iba a hacer todo lo necesario para que Abraham pudiera salir de su pequeño mundo de circunstancias cotidianas y de frustraciones acumuladas, para que llegara a ver su futuro con los ojos de Dios.
Salir era algo que Abraham ya había practicado. “Por la fe Abraham, al ser llamado, obedeció, saliendo para un lugar que había de recibir como herencia; y salió sin saber adónde iba” (Heb. 11:8, LBLA).
Allá, en Ur, Abraham había tomado la decisión de creer la Palabra de Dios. En aquel momento, había dado su primer paso de fe y se había puesto en marcha hacia una tierra desconocida pero prometida.
Ahora, nuevamente el Señor lo estaba invitando a salir. No a otra tierra, sino al patio de su casa. Y le dijo: “Tu heredero no será este, sino uno que saldrá de tus entrañas, él será tu heredero. Lo llevó fuera, y le dijo: Ahora mira al cielo y cuenta las estrellas, si te es posible contarlas. Y le dijo: Así será tu descendencia” (Gen. 15:4, 5, LBLA). Me imagino que las estrellas debieron haber brillado especialmente en ese momento, para honrar a su Creador y ayudarlo a convencer a Abraham. En aquella noche se hizo la luz. “Y Abram creyó en el Señor, y él se lo reconoció por justicia” (Gén. 15:6).
“Salir al patio” puede cambiar perspectivas. Ya no vemos solamente las paredes que nos rodean, con sus limitaciones y sus frustraciones. Nuestros pensamientos se refrescan y nuestras ideas se recrean. Pero hay una manera de “salir al patio” que revoluciona nuestra perspectiva. Y es, sencillamente, abrir la Palabra de Dios y leerla con humildad y oración.
El Señor tiene siempre un plan especial para la vida de cada uno de sus hijos. Puede ser algo pequeño a los ojos humanos, pero gigante según la perspectiva divina. También puede ser algo grande humanamente hablando. Y es allí que necesitamos hacernos pequeños y actuar con humildad.
Todo, aun lo imposible, puede comenzar cuando, como Abraham, “salimos al patio”, observamos la perspectiva divina para nuestra vida y decidimos confiar en la Palabra de Dios.
Imagino a Abraham volviendo a su tienda y hablando con Sara, su esposa. Iban a tener un hijo: Dios lo había prometido. Igualmente se iban a equivocar antes de que el hijo de la promesa llegara.
Así es también nuestra historia, hecha de aciertos y de errores. Pero mientras sigamos caminando –o tambaleando– al lado de nuestro Dios, sus planes para nuestra vida avanzarán. Dios es paciente. Y sus propósitos son soberanos.
«Somos hijos de la promesa»