Cuando el agua nos enseña lecciones espirituales.
El agua es un elemento vital para mantenernos vivos, pero también es una gran fuente de metáforas para nuestra vida cristiana. En la Biblia, el agua es símbolo de fuerzas destructivas (Sal. 69:1, 2) o de poderío militar (Jer. 47:2). En el Santuario, el agua purificaba del pecado (Éxo. 29:4; Núm. 8:6, 7). Para la conversión individual, es necesario nacer de “agua y del Espíritu” (Juan 3:5). Y luego, en la iglesia, “habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra” (Efe. 5:26), produce santificación. Por otra parte, en el tiempo del fin se muestra que Babilonia aparece sentada “sombre muchas aguas” (Apoc 17:1). Además, el mensaje de Dios es como una “fuente de agua viva” (Jer 2:13), que revela a Jesús (Juan 4:10) y hace que de sus hijos fluyan “ríos de agua viva” (7:38) para compartir con otros la salvación.
Me gusta la forma en que Richard Guerra, en su libro Desconforme-se, usa el agua como ilustración de nuestra postura espiritual en estos días comprometedores. Él observa que así como un charco de agua y un cubo de hielo son químicamente iguales, tienen la misma molécula y, prácticamente, la misma densidad, en la práctica son diferentes. El agua en estado líquido tiene “forma variable”, que se moldea de acuerdo con el recipiente donde se coloca: ya sea un vaso, un balde, un bol o cualquier otro objeto que la contenga. En todos, se adapta de inmediato. El agua en estado sólido, sin embargo, tiene una “forma constante”. No importa en qué tipo de recipiente se encuentre, el cubo de hielo tendrá exactamente la misma forma de cubo. Debido a que es sólido, no variará, sin importar en qué contenedor se halle.
Esto nos ayuda a comprender mejor la recomendación del apóstol Pablo en Romanos 12:2 (NVI): “No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente. Así podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta”. Si hubiese sido químico, habría escrito: “No seas líquido”; es decir, “no asumas la forma del recipiente en el que estás”. Su invitación es que nos convirtamos en “cubitos de hielo”, que no se derritan ante lo que el teólogo y escritor estadounidense Eugene Peterson denominó la “nueva trinidad contemporánea”. Este aparente sustituto de la divina Trinidad moldea la religión a los deseos egoístas del corazón, buscando satisfacer mis santos sentimientos, mis santos deseos y mis santas necesidades.
La seducción por ajustarse a estos conceptos es muy grande. Aparecen en la pantalla del celular, de la computadora o de la televisión. Están en libros, revistas y videos. Se manifiestan en casas, calles, e incluso en algunas de nuestras iglesias, atraídas por una visión secular. Tal como escribió Vinícius Mendes en su artículo “Do calvario ao Santuario” (publicado en la Revista Adventista en portugués, en abril de 2019): “La Biblia es mayoritariamente interpretada por la cultura, y predomina la religión existencialista del aquí y ahora. La misión se limita a la asistencia social, el pentecostalismo secuestra la alabanza y el culto, los métodos son más importantes que el contenido, la santidad se torna legalismo y la fe se confunde con el sentimentalismo.”
Es imprescindible volver al estado sólido que marcó al cristianismo en sus inicios, ya que nació desafiando el orden social. Lo hizo, según Ben Franks, al menos en tres áreas amplias: era una religión diferente, que tenía una ética diferente y que constituyó una cultura diferente”. Por muy atractiva que pueda parecer una “religión líquida”, Elena de White advierte contra la tentación de bajar al nivel del mundo en nombre de aceptar o cumplir la misión, pensando que así será posible elevarla. Ella nos insta a hacer “clara la distinción que hay entre el cristiano y el mundo”, y nuestras “palabras, indumentaria y acciones deben hablar en favor de Dios” (Joyas de los testimonios, t. 1, p. 652).
Tenemos el desafío de seguir el ejemplo equilibrado de Jesús, que estaba en el mundo pero no pertenecía al mundo (Juan 17:15, 16). Debemos ser como agua que se amolda a las necesidades de los demás, que lleva esperanza y comparte el amor de Dios; pero a su vez, como el hielo, que mantiene su identidad y no negocia principios.
Para eso, necesitamos sumergir nuestra mente en las aguas transformadoras de la Palabra de Dios. Solo él es capaz de depurar nuestras fuentes y hacernos más sólidos y coherentes.
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