Recuerdo el día en que me diagnosticaron una enfermedad crónica. Estaba allí sentada, frente a la doctora, sosteniendo en las manos un sobre lleno de análisis médicos, con informes de los varios especialistas que había visitado. No lograba comprender el alcance que tendría esto en mi vida. Desde ese mismo momento, comencé a pedir a Dios fuerzas para sobrellevar el dolor físico. ¡Deseaba entender tantas cosas!
Allí comenzó una batalla mental por tratar de entender la razón de esto, cómo serían las cosas en los diferentes aspectos de mi vida: como esposa, madre, profesional e hija de Dios. Aunque han pasado ya algunos años desde que comencé a vivir todo esto, mis pensamientos han pasado por muchos estados: sumisión, enojo, desesperación, volver a asumir, rogar por un milagro, agradecer, mejorar, empeorar.
Cuando se tiene salud, no se la valora del todo, por lo que se la descuida de muchas maneras: falta de ejercicios, alimentación no tan saludable, descuido en los buenos hábitos. En cambio, cuando llega la enfermedad, la perspectiva de la vida cambia por completo.
El dolor es algo que normalmente se lo diferencia entre dolor psicológico/emocional y dolor físico. Ambos son diferentes, pero llegan a afectar desde el pensamiento hasta la conducta, las relaciones con los que nos rodean, los planes, la forma de vivir, etc. Dependiendo de la intensidad del dolor, estos se acrecientan e interactúan uno con el otro. Por ejemplo, de tener una depresión o dolor por una pérdida o separación de un ser amado, se puede pasar a somatizar y sentir dolores físicos reales. Y, por el contrario, al sufrir constantes dolores corporales, estos pueden derivar en profundo dolor del alma.
El dolor físico
Me enfocaré especialmente en el dolor físico y cómo lograr que la fe no se quebrante, así como del proceso espiritual que se vive al experimentar dolor crónico, un cáncer, un accidente que deja secuelas invalidantes, una enfermedad degenerativa o semejante en la que no hay una mejoría notable o permanente.
Como seres humanos, no estamos preparados para enfrentar enfermedades que cambien la vida en un antes y un después. No es fácil ver cómo pierdes la capacidad de hacer cosas que antes hacías de manera natural, y hasta mecánicamente. Tampoco es fácil enfrentar los cambios que la enfermedad genera en la familia, en la relación con los amigos y en el servicio al Señor. Otro aspecto duro es enfrentar la incapacidad de no poder ser el profesional que eras, y más aún cuando esto afecta económicamente.
Al aprender a mantener una relación estrecha con el Señor y a depender totalmente de él en medio de la enfermedad, es vital dialogar íntima e intensamente con él para pedir fortaleza y, más que nada, paz en medio del dolor. Cuando uno lee versículos tales como: “Regocijaos en el Señor siempre. Otra vez digo: ¡Regocijaos!” (Fil. 4:4), se provoca un shock en la mente al pensar: ¿Cómo puedo sentir gozo si me siento mal y tengo dolor? ¿Cómo puedo sentir gozo siempre, y más aún con esta enfermedad? Algo parece no estar bien aquí. ¿Habrá un error en este consejo bíblico?
Obviamente, no hay un error; menos aún conociendo la historia de quien escribe estos versículos. El apóstol Pablo aparentemente sufría algún tipo de padecimiento físico y pedía sanidad, porque seguramente esto era agotador y doloroso. Veamos lo que escribe: “Para que la grandeza de las revelaciones no me exaltase desmedidamente, me fue dado un aguijón en mi carne, un mensajero de Satanás que me abofetee, para que no me enaltezca sobremanera; respecto a lo cual tres veces he rogado al Señor, que lo quite de mí. Y me ha dicho: Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo” (2 Cor. 12:7-9).
Este pasaje nos muestra que sentir paz y gozo en el sufrimiento va más allá de la situación en sí misma. Esto requiere un aprendizaje intencional, al tener una actitud de paz, calma, esperanza e incluso gozo, aun sintiendo dolor. Imagino que conoces todo tipo de maneras en que las personas enfrentan las enfermedades y los dolores. Personalmente, he comprendido que la mejor manera es enfrentarlo muy cerca de Dios; algo que en el momento no es fácil, pero está cargado de bendiciones del Cielo.
En este proceso, se podría mencionar lo terapéutico y beneficioso que es leer las Escrituras, y no de manera superficial, sino en un estudio profundo, donde el alma encuentre reposo y el consejo amoroso del Padre celestial. Debemos dedicar tiempo a la oración. A veces esto no es sencillo, debido a la misma enfermedad, ya que no es fácil concentrarse y reflexionar de manera fluida. Si esa es tu realidad, puede serte muy beneficioso escribirle a Dios, desahogando el corazón, pidiendo, agradeciendo su intervención, intercediendo por otros que también sufren de diversas maneras. Otro medio de fortalecer la fe es la lectura de libros inspiradores, que llenen la mente de fe y nos den crecimiento espiritual.
En medio de la enfermedad, hasta la forma de trabajar para Cristo puede cambiar. Dios es tan misericordioso que comprende esto e ilumina la mente, para que logremos testificar y cumplir una misión aun en estas circunstancias. Esto requiere que nos replanteemos nuestro amor por Jesús y por las almas que él vino a salvar. La enfermedad no debe ser una excusa para no servir al Señor y vivir en la autocompasión. Por el contrario, tu testimonio de fe puede ser usado por Cristo para tocar el corazón de otros.
¿Por qué no me sana?
La posibilidad de un milagro es un tema que da vueltas y vueltas en la cabeza. En la Biblia, está el registro de muchos milagros de sanidad. Al leer los evangelios, vemos los milagros que Jesús realizó al estar en este mundo. Sanó a personas con gran fe; a otros los sanó por la fe de sus amigos; a otros, para evangelizar a pueblos enteros; y a todos, para glorificar el nombre de Dios. Jesús sanó a amigos, sanó a personas que acababa de conocer, a personas que lloraban sin comprender la grandeza de Dios ni su poder.
Y quizá tú también te hayas preguntado: “¡Pero yo lo conozco! ¡He trabajado para él en la iglesia! ¡Lo amo! ¡Él me conoce! ¿Por qué no me sana? ¿Por qué tengo que sufrir esto? Si estuviera sano, ¡podría servirlo aún más!” Puedo decirte que estas preguntas no siempre son respondidas con total claridad, pero sí sé que, sea cual sea la situación, podrás preguntarle a Dios personalmente en el cielo. Él responderá las preguntas que han perturbado tu mente. Y allí se podrá ver lo que no vemos ahora. Aprender a confiar y descansar plenamente en él es algo digno de valientes. Hay promesas en la Biblia que no necesariamente traerán sanidad física, o alivio del dolor; sin embargo, siempre se cumplirán las promesas de experimentar paz y sanidad emocional.
Al leer en la Biblia lo que Jesús tuvo que pasar en la crucifixión, el dolor físico que tuvo que soportar, podemos saber que él nos entiende y consuela con su infinito amor. Lo que impacta al estudiar profundamente esto es la actitud de Jesús, su humildad, su prudencia y su sabiduría para hablar o guardar silencio a pesar de sentir intenso dolor, estar sangrando y ser maltratado. Impresiona su dependencia de su Padre incluso en medio de la tentación, cuando sabía que podía mover un dedo, pronunciar solo una palabra, y con eso se detendría esa agonía, haciendo polvo a todos los que le estaban haciendo daño.
Impacta que, aun sufriendo intensamente, no perdía el foco de su misión en la salvación de la humanidad. Allí, en medio del dolor, él se preocupaba por lo que vendría para las mujeres que lloraban; se preocupó por su madre, y la protección que le dejaría a través de su discípulo amado. Se preocupó por calmar al ladrón que estaba a su lado, asegurando su encuentro con él en la vida eterna. Y lo más impactante es que, en esa agonía, rogó perdón para los que lo estaban crucificando, diciendo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Luc. 23:34).
“Con asombro, los ángeles contemplaron el amor infinito de Jesús, quien, sufriendo la más intensa agonía mental y corporal, pensó solo en los demás y animó al alma penitente a creer. En su humillación, se había dirigido como profeta a las hijas de Jerusalén; como Sacerdote y Abogado, había suplicado al Padre para que perdonara a sus homicidas; como Salvador amante, había perdonado los pecados del ladrón arrepentido” (El Deseado de todas las gentes, pp. 699, 700). Como podemos ver, su mente no se centraba en sí mismo o en sentir autocompasión. Sus pensamientos se centraban en permanecer en comunión con su Padre celestial.
En medio del sufrimiento, los pensamientos batallan intensamente. Hay ganas de rendirse, cansancio, rebeldía contra Dios, cuestionamientos, ira, tristeza, etc. Pero vemos que los pensamientos de Jesús eran hacer la voluntad de su Padre y cumplir su misión al costo que fuera. Él fue sincero al hablar con Dios.
En Mateo 26:39, leemos: “En seguida Jesús se fue un poco más adelante, se inclinó hasta tocar el suelo con la frente, y oró diciendo: ‘Padre mío, si es posible, líbrame de este trago amargo; pero que no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú’ ”. Nosotros, como sus hijos, también debemos ser sinceros, hacerle preguntas al Señor, quizá pedir un milagro de sanidad; pero, si no hay respuesta clara, y no se produce el milagro anhelado, hay que ser capaces de seguir creyendo y confiando en él, y luego continuar viviendo para su honra y gloria, buscando hacer su voluntad y testificando de su amor y misericordia.
Dios está cerca
Al leer El Deseado de todas las gentes, hay algo que me ha hecho sentir la cercanía de Dios, aun en los momentos más desoladores y oscuros del dolor:
“Con asombro, los ángeles presenciaron la desesperada agonía del Salvador. Las huestes del cielo velaron sus rostros para no ver el horrendo espectáculo. La naturaleza inanimada expresó simpatía por su Autor insultado y moribundo. El Sol se negó a mirar la horrible escena. Sus rayos plenos, brillantes, estaban iluminando la tierra al mediodía, cuando de repente parecieron borrarse. Como fúnebre mortaja, una oscuridad completa rodeó la Cruz. ‘Hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena’. Esas tinieblas, que eran tan profundas como la medianoche sin luna ni estrellas, no se debía a ningún eclipse ni a otra causa natural. Era un testimonio milagroso dado por Dios para confirmar la fe de las generaciones ulteriores.
“En esa densa oscuridad se ocultaba la presencia de Dios. Él hace de las tinieblas su pabellón y oculta su gloria de los ojos humanos. Dios y sus santos ángeles estaban al lado de la Cruz. El Padre estaba con su Hijo. Sin embargo, su presencia no se reveló. Si su gloria hubiese fulgurado desde la nube, habría sido destruido todo espectador humano. En esa hora espantosa, Cristo no fue consolado con la presencia del Padre. Pisó solo el lagar, y del pueblo no hubo nadie con él” (pp. 701, 702).
Si el dolor atormenta el cuerpo y el alma, y pareciera que densas nubes están alrededor en medio de la enfermedad, podemos sentir la compañía divina sosteniéndonos. La clave es la dependencia completa y absoluta en el Señor.
Como seres humanos finitos, con comprensión limitada del plan divino en la vida de cada uno, solemos desesperarnos frente al dolor. Sin embargo, es terapéutico aferrarse a una esperanza. La bella esperanza es: “Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (Apoc. 21:4).
¡Qué maravilloso será ser transformados! Tener un cuerpo completamente sano, sin temor al deterioro o a la pérdida de la salud, porque simplemente la sanidad será eterna. Pensemos que esta vida es temporal y que nos espera una vida nueva en perfecta paz, sensación de bienestar, energía, gozo constante, sin el más mínimo dolor corporal o emocional. Esto es algo grandioso que no quiero perder por nada, menos por la perturbación que provoca el dolor, porque este, definitivamente, pasará y ya no existirá jamás.
Ninayette Galleguillos Triviño es profesora de Formación Cristiana en la Universidad Adventista de Chile.
Estoy llorando………
Muy buen artículo. El dolor siempre acompaña al ser humano y es una vivencia personal.
Pronto el dolor y el sufrimiento dejarán de existir cuando se cumpla la promesa del retorno en gloria y majestad de nuestro buen Jesús.
¡Felicitaciones Ninayette!
¡Dios te bendiga !