“Dame seis horas para talar un árbol, y pasaré las primera cuatro horas afilando el hacha” (Abraham Lincoln).
“El rey Cristián estaba en el palo mayor,
Entre humo y vapor.
Su armada golpeaba con tanta fuerza,
Que yelmo y cerebro del godo desplomados cayeron.
Huid, gritaban, huid, ¡todo el que huir pueda!
¿Quién osa interponerse ante Cristián de Dinamarca, en lucha?”
La estrofa inicial de “Kong Kristian”, el himno real de Dinamarca, que data de 1780, relata una de las tantas épicas batallas de Cristián IV (1577-1648), rey de Dinamarca y de Noruega. Se trata de uno de los principales héroes militares de su país, de gran popularidad tanto en vida como en la actualidad. Cristián IV se destacó por su carácter resuelto, impetuoso y ambicioso; características positivas en algunos casos, pero que también le resultarían trágicas para su reino.
Gracias a su ímpetu y a sus acciones poco reflexivas, participó en dos guerras con resultados negativos, perdió a su esposa por salir con una amante y a los 66 años, batallando en la cubierta de un barco, un cañón explotó junto a él, cegándolo de un ojo.
Una persona impetuosa se define como fogosa, viva y vehemente; que se mueve rápido, pero de modos a veces violentos y poco pensantes. Israel tuvo un rey así. Su nombre fue Jehú, y su historia está llena de poderosas victorias y estrepitosos fracasos. Así lo evidencia el repaso de su vida en 2 Reyes 9 y 10.
Los 28 años del reinado de Jehú fueron de pura acción. El otrora oficial del ejército de Acab y de Joram fundó una de las dinastías que reinaron más tiempo y con más poder en Israel. Ungido por el mismísimo Eliseo, comenzó su labor sin pausa.
Con el claro objetivo de exterminar a la casa de Acab, mató al rey Joram e hirió mortalmente a Ocozías (rey de Judá). Además, mató a Jezabel, a 70 príncipes de la casa de Acab y a 42 parientes cercanos a Ocozías. ¿Quién osa interponerse ante Jehú, rey de Israel, en lucha?
Con la meta decidida de eliminar el culto a Baal, elaboró un hábil ardid. Se manifestó como su ferviente adorador y convocó en su templo a todos los profetas, los sacerdotes y los seguidores de este ídolo. Cuando todos estuvieron reunidos, y asegurándose de que en la multitud no hubiese seguidores de Jehová, ordenó a sus hombres que los mataran a todos y que quemaran el templo. Y “así exterminó Jehú a Baal de Israel” (2 Rey. 10:28).
Sin embargo, su ímpetu, celo e irascibilidad no alcanzaron. No fueron suficientes. El texto de 2 Reyes 10:29 al 31 es categórico: Jehú no se apartó de los pecados de Jeroboam y dejó en pie los becerros de oro que estaban en Bet-el y en Dan. Como si esto no bastase, Jehú no cuidó de andar en la Ley de Jehová Dios de Israel con todo su corazón.
Vivimos en un mundo complicado e idólatra, que exige un liderazgo a la altura de las circunstancias. Es preciso actuar rápido y bien; algo que no nos da derecho a obrar de modo ciego o irracional. Jehú fue un líder de acción. No se aquietó ante la situación pero, como Pedro cuando sacó la espada para rebanarle la oreja a Malco o como Moisés cuando mató al egipcio o golpeó la roca, la acción sin reflexión causa más problemas que soluciones.
En 2 Reyes 9:20, se destaca una característica propia de Jehú: era impetuoso para conducir los carros. Cuando una persona tiene que sacar su permiso para conducir un vehículo, debe prepararse, practicar y rendir un examen. Debe ser apto tanto en lo mental, como en lo social, lo psicológico y lo físico. No se puede conducir con ímpetu sin tener un accidente. Lo mismo ocurre cuando tenemos que conducir a personas. Ser un dirigente espiritual implica una preparación y una madurez integrales. “Licencia” no solo es el permiso o la autorización para hacer algo; también puede ser una abusiva libertad en decir u obrar.
Nuestra “licencia para conducir” implica no solo decir la verdad y actuar siempre bajo los principios de la Escritura, sino también hacerlo con tacto, suavidad y ternura del Cielo. Debemos ser honrados y equilibrados para usar adecuadamente nuestras licencias para liderar. El desafío es ser líderes de reflexión activa, sabios y sin ceder al arrebato sanguinario ni al sinsentido recurrente. Solo una estrecha comunión con Dios puede hacer que logremos este equilibrio.
Que el paradójico Proverbios 19:2 y 3 (DHH) irradie siempre nuestro liderazgo: “No es bueno el afán sin reflexión; las muchas prisas provocan errores. La necedad del hombre le hace perder el camino, y luego el hombre le echa la culpa al Señor”. RA
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