En 2018, la Universidad Chapman, de Orange, California, realizó una encuesta novedosa: ¿Cuáles son los mayores temores que tiene la gente? La respuesta número uno, con el 74 %, fue el temor a la corrupción de los gobernantes y los políticos. Le seguían el temor a la contaminación ambiental, a la falta de dinero, y a las enfermedades y la muerte, entre otras.
Lo cierto es que el temor juega un papel importante en nuestra vida. Enfrentamos diversos temores a diario; temores que paralizan, como el pánico escénico o el vértigo, y temores que impulsan y movilizan, temores que se transforman en la motivación subyacente de nuestros actos y decisiones. Piensa, por ejemplo, en el temor al rechazo y a la soledad, el temor a la pérdida del empleo, o el temor al fracaso.
Puede ser que te sientas identificado con alguno de estos temores, o que incluso tengas otros temores propios mayores que estos. Al final, ¿quién vive sin temores? ¿Cómo hacerlo, considerando el contexto social, económico y moral del tiempo escatológico en el que vivimos?
Este mes, la nota de tapa de la Revista Adventista nos recuerda una realidad fundamental: las personas en nuestro mundo actual tienen múltiples temores porque, tristemente, se ha perdido por completo el temor a Dios. En otras palabras, quien no teme a Dios tendrá temor a todo lo demás.
Pero ¿qué clase de temor es aquel que elimina todos los otros temores? Hasta suena paradójico.
Se trata del temor reverente y respetuoso de la criatura al Creador. Se trata de la comprensión trascendental de que Dios está por encima y en el control de todo lo que sucede en nuestra vida aquí en la Tierra. Es la humildad y la reverencia frente a la santidad de aquel ante quien los ángeles cubren su rostro. Es la humildad que nos llevará a inclinarnos ante el Dios todopoderoso y que, al igual que Jacob cuando contempló la visión de Dios, nos llevará a exclamar: “¡Cuán terrible es este lugar! No es otra cosa que casa de Dios, y puerta del cielo” (Gén. 28:17).
Pero, ese temor reverente nos llevará también, como lo hizo el mismo Jacob, a aferrarnos con fe de la promesa del Señor: “He aquí, yo estoy contigo, y te guardaré por dondequiera que fueres” (Gén. 28:15). RA
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