“Pero todo esto ha sucedido para que se cumplan las Escrituras de los profetas. Entonces todos los discípulos le abandonaron y huyeron” (Mat. 26:56, LBLA).
Nadie puede negar lo trascendental que ha sido Michael Jordan para el básquetbol mundial: Ganó seis anillos de la NBA y promedió 30,1 puntos por partido (marca que nadie ha podido igualar al día de hoy), entre otros tantos premios. Más allá de que se retiró ya hace varios años, es considerado el mejor jugador de la historia del básquet.
Sin embargo, sorprendentemente, cuando le preguntaron a qué atribuyó su éxito dijo: “He fallado más de 9 mil tiros en mi carrera. He perdido casi 300 juegos. Veintiséis veces han confiado en mí para tomar el tiro que ganaba el juego… y lo he fallado. He fracasado una y otra vez en mi vida, y eso es por lo que tengo éxito”.
¡Qué respuesta! Ciertamente no estamos acostumbrados a escuchar contestaciones como estas sino, más bien, las del tipo: “He trabajado mucho para lograr esto”; “Lo hemos logrado entre todos”; “Si no hubiera sido por el apoyo de mi familia…”; o “Desde pequeño que he soñado con esto”. No digo que sean erradas este tipo de respuestas; de hecho, son loables desde cualquier punto de vista. Pero dar mérito al fracaso me ha hecho pensar en mi propia vida.
No existe ninguna persona en este mundo que no haya fracasado. Pecar es fracasar en cumplir el mandato divino, y la Biblia es clara cuando dice: “Por cuanto todos pecaron […]” (Rom. 3:23), y “No hay justo ni aun uno” (Rom. 3:10).
Entonces, ante la irremediable consecuencia de portar la naturaleza pecaminosa que nos inclina hacia el mal, ¿qué debemos hacer luego de pecar y arrepentirnos? Someternos al proceso divino de santificación.
“…He fracasado una y otra vez en mi vida, y eso es por lo que tengo éxito”.
¿Qué actitud adoptamos una vez que recibimos el perdón de Dios? ¿Cómo sigue nuestra vida? ¿Aprendemos del error? ¿Entendemos cuál es el camino que debemos tomar? ¿O mantenemos el mismo perfil?
Los discípulos fracasaron en ser fieles a Jesús en el momento más duro de su vida. Escaparon, lo negaron y se escondieron. Pero, posteriormente, hubo un cambio de mentalidad. Recapacitaron, pidieron perdón y se volvieron a encomendar a la voluntad divina. Gracias a la obra del Espíritu Santo, aprendieron del error para levantarse más fieles que antes. ¿Volvieron a caer, a errar, a fracasar? Claro que sí. Pero, cada vez que lo hicieron se volvían a encaminar guiados por Dios para crecer espiritualmente. Tanto fue así que hasta fueron mártires de Cristo.
“Hay que aprender a ganar y a perder”, dice una frase popular. Creo que esto es falso. No se puede aprender a perder. Perder es sinónimo de dolor, y el dolor deviene del pecado.
Aprende hoy a ganar las batallas de la fe. Acepta las derrotas. Pide perdón a Dios y su fuerza para continuar en esta lucha. Y, por sobre todas las cosas, aprende a sobreponerte a los errores, para tener así un crecimiento espiritual. RA
Leo Ottín Pechio, docente de Educación Física y guardavidas. Escribe desde Valentín Alsina, Bs. As., Argentina.
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