Lección 2 – Cuarto trimestre 2017
EL CONFLICTO EN LA IGLESIA CRISTIANA APOSTÓLICA
Antes de comenzar con el estudio paso a paso de la Epístola a los Romanos, la Guía de Estudio de la Biblia nos propone que entendamos el trasfondo religioso y teológico que provocó la preocupación de Pablo, por el cual escribió tanto la Epístola a los Gálatas como, posteriormente, la epístola que nos ocupa este trimestre. Este trasfondo tiene que ver con el legalismo, o la salvación por las obras –que había arraigado muy fuertemente en las iglesias de Galacia y empezaba a constituir una amenaza para la iglesia de Roma–, versus la salvación por la gracia mediante la fe. Esto, que creó un conflicto dentro de las iglesias cristianas del primer siglo, también puede tener que ver con cierta tensión que hay dentro de nuestra iglesia y con lo que sucede en el interior de cada uno de nosotros cuando no entendemos bien nuestra relación con Dios, y el carácter y el trato de Dios hacia nosotros. Hay dos pasajes bíblicos que de algún modo sintetizan el efecto que tiene el sistema legalista en el ser humano:
En palabras de Jesús:
“[Los fariseos, los legalistas] Atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los hombres […]” (Mat. 23:4).
Y, en palabras de Pedro, ante el Concilio de Jerusalén:
“¿Por qué tentáis a Dios, poniendo sobre la cerviz de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar? Antes creemos que por la gracia del Señor Jesús seremos salvos […]” (Hech. 15:10, 11).
El sistema legalista de salvación produce una insoportable carga espiritual, a la conciencia, que es imposible de llevar, a menos que un mecanismo psicológico de defensa nos autoengañe haciéndonos creer que somos suficientemente buenos, obedientes y santos, y que podemos por nosotros mismos vivir a la altura de las demandas de la Ley de Dios, como sucedía con el fariseo de la parábola contada por Jesús (Luc. 18:9-14).
En su esencia, el sistema legalista cree que la forma de lograr el perdón de Dios, su aceptación, su favor en esta vida y, al final de nuestra existencia, la salvación eterna, es esforzarnos por cumplir con la voluntad de Dios lo más “fielmente” posible. La aceptación de Dios (la justificación) dependería de cuán perfectamente cumplamos, al pie de la letra, con toda la voluntad revelada de Dios, tanto en cuanto a lo moral como en cuanto –en la época de Jesús y los apóstoles– a los aspectos rituales y ceremoniales. La falta de perfección en vivir perfectamente de acuerdo con la voluntad de Dios, en lo que sea, automáticamente nos valdría el rechazo de Dios, su desamparo y, en definitiva, su condenación.
¿Cómo se llegó a formar este pensamiento, esta forma de religiosidad, en el pueblo judío? En el libro El Deseado de todas las gentes, en el capítulo 2, “El pueblo elegido”, Elena de White explica muy bien la dinámica psicoespiritual e histórica que llevó a la formación de esta mentalidad legalista en el pueblo de Dios. Allí se nos relata cómo la historia del pueblo de Israel ha sido una historia cíclica, de períodos de fidelidad a Dios seguidos de una gran tendencia a sentirse seducidos por la idolatría de los pueblos vecinos –con su consecuente degradación moral–, y caer en ella, tras lo cual Dios permitía, como forma de disciplina correctiva y redentora, un período de invasiones por parte de esos pueblos paganos, que resultaban en opresión para el pueblo elegido. El pueblo, tocado por el dolor, se arrepentía, se volvía a Dios para emprender un nuevo período de fidelidad que solía durar muy poco, para nuevamente caer en apostasía, seguida de la disciplina de Dios mediante la invasión de los pueblos vecinos, y así sucesivamente.
Este ciclo incesante se vio interrumpido por dos momentos históricos: en primer lugar, cuando el Imperio Asirio invadió el Reino del Norte, Israel, en el año 722 a.C., lo destruyó casi totalmente, y lo poco que quedó de él fue disperso por el mundo (diáspora) para nunca más constituirse como nación.
El segundo momento culminante fue cuando el rey Nabucodonosor, de Babilonia, sitió Jerusalén, la capital del Reino del Sur, Judá, entre los años 606 y 586 a.C., destruyó la ciudad y, lo que es más importante, el Templo, conquistó como vasallos a los habitantes de Judá y llevó cautivos a miles a la ciudad de Babilonia, entre los cuales estaban Daniel y sus amigos. Es lo que se conoce como “el Exilio”.
Este cautiverio duró setenta años, según había predicho el profeta Jeremías (Jer. 25:1-14), luego de lo cual, y ya bajo el mando del Imperio Medopersa (539-332 a.C.), con sus políticas conciliatorias, el pueblo de Judá regresa a su patria y a su ciudad capital (Jerusalén), y reconstruye el Templo, bajo el liderazgo de hombres de la talla de Esdras y Nehemías (ver sus libros), y es cuando se escriben los últimos libros del Canon del Antiguo Testamento, especialmente el último, Malaquías. Comienza así lo que se conoce como el “Posexilio”, o “Período intertestamentario” (aprox. 450 a.C. hasta siglo I d.C.).
Al regresar a Jerusalén, el pueblo –especialmente los dirigentes religiosos– empezó a razonar que la causa de tal desgracia (el cautiverio babilónico), con todos los horrores de la destrucción de Jerusalén y el Templo, y las matanzas de judíos que eso implicó, se debió a su desobediencia a la voluntad de Dios, interpretación en parte basada –pero mal entendida en su sentido– en aquel pasaje cumbre de las bendiciones y las maldiciones, de Deuteronomio 28.
Razonaron, entonces, que la forma de asegurarse de que nunca más volviera a suceder tal tragedia consistiría en ser total y estrictamente obedientes a la voluntad divina. Que el precio requerido para su seguridad nacional y personal sería que obedecieran al pie de la letra y perfectamente la voluntad de Dios. Tal razonamiento es similar a como cuando –según las películas y lo que parece suceder en la vida real– un grupo de personas le paga a algún mafioso para que garantice su “seguridad” (en este caso, no de algún otro enemigo, sino de los ataques del mafioso mismo). Bajo tal perspectiva, Dios no sería un personaje menos amenazante que un mafioso, y lo que estaríamos haciendo mediante nuestra obediencia sería “pagarle” a Dios por nuestra seguridad en esta vida y por nuestro lugar en el cielo, y para “atajar” su ira, con el fin de que no nos destruya.
A fin de asegurarse de estar cumpliendo estrictamente con la voluntad divina, los dirigentes religiosos empezaron a estudiar la Revelación del Antiguo Testamento, especialmente la Torah, es decir, los cinco libros de Moisés (Génesis a Deuteronomio), especialmente las secciones referidas a la legislación entregada por Dios a Moisés en el Monte Sinaí, que incluía no solo los Diez Mandamientos sino también todas las leyes morales, civiles, ceremoniales y de salud. Empezaron a interpretar esas leyes, su aplicación y especialmente su casuística, es decir, en qué casos concretos se está violando o no cada una de esas leyes.
Los rabinos contabilizaron, dentro de la Ley, 613 mandamientos, llamados mitzvot (o mitzvah), que clasificaron en dos grupos: por un lado, 248 mandamientos positivos (mitzvot aseh), es decir, cosas que hay que hacer para justificarse delante de Dios; y por otra parte 365 mandamientos negativos, (mitzvot lo taaseh), es decir, prohibiciones, o cosas que no hay que hacer, por cuyo incumplimiento somos condenados por Dios.
Se escribieron comentarios, o exégesis (interpretaciones), sobre estas leyes, y a su vez exégesis sobre estas exégesis, escritas por grandes rabinos (maestros e intérpretes de la Ley), lo que dio lugar a la Mishnah y, posteriormente, al Talmud, que son un “cuerpo exegético de leyes judías compiladas, que recoge y consolida la tradición oral judía desarrollada durante siglos desde los tiempos de la Torá, o ley escrita, y hasta su codificación a manos del rabino Yehudah Hanasí, hacia finales del siglo II.
“El corpus iuris llamado Mishná es la base de la ley judía oral o rabínica y forma parte del Talmud, que, conjuntamente con la Torá, o ley escrita, conforman la halajá. A su vez, la Mishná fue ampliada y comentada durante tres siglos por los sabios de Babilonia –la Guemará–, en tanto la Mishná original y su exégesis, o Guemará, recibieron conjuntamente el nombre de Talmud” (Wikipedia).
Se formó así el rabinismo, y dentro de él la secta de los fariseos, cuyo nombre significa “los separados”, por considerar que su cumplimiento devoto, estricto y perfecto de la Ley de Dios y la Mishnah los colocaba por encima de sus coetáneos, y los separaba espiritual y moralmente de ellos, como elegidos especiales de Dios.
Son consabidos entre nosotros los extremos insoportables a los cuales llegaba esta legislación rabínica en tiempos de Cristo, y algunos casos que hemos comentado son proverbiales y hasta causan gracia. Por ejemplo, en la legislación acerca del sábado, se consideraba que si alguien llevaba un pañuelo en el bolsillo estaba pecando, porque estaba llevando una “carga”. Para sortear legalmente la situación, algunos, entonces, se cosían el pañuelo a la vestimenta, y de esa manera ya formaba parte de esta, y formalmente hablando no estaba llevando ninguna carga. O, por ejemplo, no se podía salivar en tierra, porque esa saliva, al humedecer el suelo, podría hacer germinar una semilla. Esa semilla, luego de brotar, podría dar lugar a una planta, que alguien alguna vez podría comercializar, y por lo tanto ese acto de salivar sería incurrir en un trabajo que podría dar lugar a una actividad económica.
Podríamos seguir con los ejemplos, pero esto basta para darnos cuenta de la carga insoportable que llevaba sobre su conciencia el pueblo judío, acuciado por las exigencias de los rabinos.
En el siglo I hubo dos escuelas de pensamiento que dominaron el mundo judaico de aquel entonces: la escuela de Hillel, de tendencia más comprensiva y conciliatoria; y la escuela de Shamai, de tendencia más estricta, que consideraba a la anterior como liberal.
Este es el escenario espiritual que tuvo que enfrentar Jesús, y por lo cual lo vemos permanentemente en conflicto con los fariseos de sus días, conflicto que desde el punto de vista estrictamente humano fue lo que lo llevó a la Cruz. Para los fariseos de sus días, Jesús, con su comprensión misericordiosa de las situaciones humanas y las necesidades acuciantes de los hombres, que las colocaba por encima de la fría letra de la Ley, era un liberal, que venía a desacreditar la Ley, y minimizar su fuerza y obligatoriedad sobre los hombres.
Lo mismo le sucedió a Pablo, quien en principio no fue tanto perseguido por el Imperio Romano sino por sus propios compatriotas –especialmente los dirigentes religiosos–, que soliviantaron a los gobernadores romanos contra el apóstol.
Dentro de la iglesia cristiana del primer siglo, uno de los grandes problemas internos fue la influencia nefasta de los maestros judaizantes, quienes, aunque habían aceptado a Jesús como Salvador, creían que al sacrificio de Jesús debía sumársele todos los requisitos de este judaísmo que acabamos de describir, incluso imponiéndoselos a los gentiles conversos. En otras palabras, los gentiles no solo debían convertirse a Cristo sino también al judaísmo, con todas sus leyes y cargas insoportables para el alma, que prácticamente hacían nulo e intrascendente el sacrificio de Cristo.
Pablo ve en esto un tremendo retroceso espiritual y un gran peligro para las almas: “De Cristo os desligasteis, los que por la ley os justificáis; de la gracia habéis caído” (Gál. 5:4). Es decir, no es solamente una cuestión de error teológico, sino que el legalismo hace que nos desliguemos de Cristo, y que caigamos de la gracia. De allí, entonces, su preocupación por los gálatas, por los romanos y por el mundo cristiano en general, que provocó que escribiera estas dos cartas fundamentales para nuestra comprensión de la salvación.
EL CONFLICTO DENTRO DE LA IGLESIA ADVENTISTA
Algo parecido nos ha sucedido, históricamente, como iglesia. Cuando nació la Iglesia Adventista, luego del Gran Chasco del 22 de octubre de 1844, estaba compuesta por hermanos procedentes de diversas iglesias protestantes. Todos creían en Jesús como Salvador, en la salvación por gracia mediante la fe (con sus diversos matices y tendencias). Eso era algo que se daba por sentado, no hacía falta poner el foco en estas cuestiones. Lo singular que los había unido era el estudio profético de Daniel y Apocalipsis, y la esperanza en el inminente retorno de Cristo.
Pero, una vez pasado el Gran Chasco, ese grupo pequeño sobreviviente (“la mandada pequeña”) empezó a ahondar en el estudio de la Biblia para entender qué había sucedido realmente en torno al Chasco, y empezó no solo a encontrar el sentido de este evento al descubrir la doctrina del Santuario, sino también a redescubrir una serie de verdades que habían sido dejadas de lado por la Cristiandad a lo largo de la historia, como la verdad de la observancia del sábado, y con ella la inmutabilidad y perpetuidad de la Ley de Dios; la doctrina de la inmortalidad condicional del alma y el estado de los muertos; las leyes higiénicas y de salud del Antiguo Testamento; etc. Es lo que hoy llamamos “las doctrinas distintivas” de la iglesia.
Especialmente fuerte, en función de la restauración de la observancia del sábado, fue la defensa de la inmutabilidad y perpetuidad de la Ley de Dios. Esto, que es algo positivo en sí mismo, les dio a los adventistas pioneros un carácter marcadamente apologético y polemista en sus discursos (por no decir, agresivo) y su relación con otros religiosos, y fue imprimiéndole un sesgo marcadamente legalista a la mentalidad adventista de gran parte de la segunda mitad del siglo XIX. En pos de afirmar la “identidad adventista” y su misión especial y específica dentro del concierto de iglesias cristianas, se fue perdiendo el carácter esencialmente “evangélico” que debería caracterizarnos ante todo.
Hizo falta la crisis de 1888, con el famoso Congreso de Minneápolis, de la Asociación General, para que la iglesia volviera a tomar conciencia de sus raíces evangélicas y volviera a poner sobre el pedestal, ante todo, a Cristo y su justicia, como el centro, el meollo y la razón de ser de la experiencia cristiana.
Sin embargo, no podemos decir que Minneápolis nos ha curado del todo de nuestras tendencias legalistas. Ambas tendencias conviven en nuestra iglesia con mayor o menor fuerza, durante períodos históricos o en determinados lugares e individuos. Todavía nos debatimos entre defender tanto nuestra “identidad adventista” –y la especificidad profética y escatológica de nuestra misión– que llegamos a hacer de esto lo prioritario en nuestra experiencia cristiana y el tono de nuestra prédica, y no perder de vista nuestro carácter evangélico y la prioridad de Cristo y su justicia como el “núcleo duro” de nuestra vivencia religiosa, nuestra predicación y nuestra misión. Antes que ser “adventistas” primero y ante todo tenemos que ser “evangélicos”, no en el sentido confesional, institucional, sino espiritual.
Por otra parte, un énfasis desmedido en lo escatológico y la preparación espiritual que tendremos que tener para poder afrontar la crisis final ha dado lugar a una gran tendencia “perfeccionista” dentro de nuestra iglesia, malinterpretando algunas citas de Elena de White de El conflicto de los siglos y haciéndonos creer que la perfección moral es un requisito indispensable para poder pasar el Juicio Investigador, cuando en realidad esta preparación tiene más que ver con la fortaleza que necesitaremos para atravesar por semejante crisis y no con nuestra posición delante de Dios, y que son citas más bien descriptivas de la experiencia que tendrán los 144.000 (de victoria total sobre el pecado) que prescriptivas de una condición que tenemos que alcanzar aquí y ahora para ser salvos.
EL CONFLICTO DENTRO DE NOSOTROS MISMOS
Además de las cuestiones de malformación teológica, que por supuesto influyen en nuestra experiencia religiosa, muchos de nosotros sufrimos el agobio y la inseguridad espiritual que produce el legalismo debido a cuestiones de malformación psicológica, por la cual hemos sido criados bajo la idea de que para lograr la aceptación de nuestros seres significativos (“personas-criterio”, diría el psicólogo Carl Rogers) y, detrás de ellos, de la sociedad, debemos ser perfectos, no equivocarnos en nada, exhibir méritos, tener éxito, hacer esto o dejar de hacer aquello. Es decir, el legalismo –y su pariente y derivado inexorable, el perfeccionismo– no es solo un problema introyectado en la religiosidad por culpa del rabinismo de los tiempos bíblicos, sino que está instalado en nuestra condición humana, desde la caída de nuestros primeros padres en el pecado, cuando quisieron solucionar el problema de su culpa delante de Dios cubriendo su desnudez –no solo física sino también espiritual– con hojas de higuera.
Pero, así como Dios proveyó túnicas de pieles de animales para cubrir su desnudez –primeras muertes registradas en la Historia Sagrada, en este caso, de animales inocentes–, Dios es el que provee la solución para el problema del pecado, mediante el sacrificio del inocente Hijo de Dios, quien solo él es capaz de cubrir nuestra desnudez espiritual con el manto de su justicia.
En el fondo, el problema más grave del legalismo es cómo distorsiona nuestra percepción de la persona de Dios, cómo vela el amor de Dios en vez de revelarlo. Y, por ende, hace que nuestra relación esté basada en nuestra conducta en vez de estarlo en la relación propiamente dicha. Las motivaciones para la obediencia a Dios están basadas, entonces, en el miedo o el interés, y no en los motivos superiores que deberían estar en nuestra relación con Dios: el amor, el aprecio por su carácter infinitamente amoroso, la entrega alegre y voluntaria a su persona y su voluntad.
Que el estudio de este trimestre, de esta epístola tan fundamental para el tema de la salvación, logre quitar de nuestros hombros la carga de pecado, pero también de culpa, condenación, y de las exigencias agobiantes y utópicas del legalismo, para ingresar en la paz de Dios, de la reconciliación mediante la muerte de Cristo en la Cruz, de la justificación por la sola y bendita justicia de Cristo en nuestro favor. Y que de esa manera podamos gozar de un cristianismo alegre en la seguridad de la salvación, para gloria de Dios, nuestro Salvador.
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