Lección 11 – Tercer trimestre 2017
Gálatas 5:1-15.
Con la lección de esta semana, podríamos decir que Pablo concluye con la sección de la Epístola a los Gálatas dedicada a enfatizar el tema de la justificación y cómo se obtiene. Como veremos a partir de la semana que viene, Pablo también incluye una sección ética, o moral, en su epístola, con la cual la concluye, mostrando lo que produce la obra salvadora de Dios en nosotros. Pero, por ahora quedémonos con el énfasis de Pablo en la justificación y la obra redentora de Cristo por nosotros.
“Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres, y no estéis otra vez sujetos al yugo de esclavitud” (Gálatas 5:1).
Pablo continúa oponiendo dos conceptos de los cuales viene hablando: libertad y esclavitud. Son conceptos (y experiencias) mutuamente excluyentes en la vida del cristiano. No se puede ser las dos cosas a la vez: libres y esclavos. O somos cristianos libres, hijos de un Padre amante, que nos quiere ver felices; o somos esclavos, cristianos serviles que por miedo o por interés obedecen obsecuentemente a un gran “dictador cósmico” con el que tienen que congraciarse permanentemente haciendo esfuerzos neuróticos por obedecer perfectamente a una voluntad divina imposible de cumplir hasta sus últimas consecuencias.
Pero “Cristo nos hizo libres”. ¿Qué significa ser libres? Significa que no estamos movidos por ningún tipo de coerción externa. Significa que todo lo que hacemos es porque queremos hacerlo, por iniciativa propia, voluntariamente, con una sensación total de libertad y de soberanía de nuestra propia vida, y no por un sentido de obligación (que no es lo mismo que por un sentido del deber, al mejor estilo kantiano). Es cierto que el cristiano convertido y rendido a Cristo ha decidido entregar su soberanía a la soberanía divina. Pero lo hace en forma totalmente voluntaria, sabiendo que es lo mejor que le puede suceder, y esta entrega es en sí un acto de soberanía personal. El hombre convertido y entregado sigue siendo soberano de su vida, no hay ninguna pérdida de libertad personal. Solo que está siempre entregando su soberanía a una mejor soberanía: la de Dios.
¿De qué nos hizo libres Cristo, para que ya no estemos “otra vez sujetos al yugo de esclavitud”? Hay varias posibilidades:
1) Libres de la culpabilización de la Ley: Es cierto que si fuese por nuestro perfecto cumplimiento de la Ley –cuando llegamos a comprender la profundidad y el alcance de sus demandas; nada menos que la perfección moral, la bondad absoluta– jamás sería posible que nos liberáramos de culpa ante Dios (culpa objetiva, o “teológica”) ni del autocastigador sentimiento de culpa (culpa subjetiva, o psicológica). Pero “Cristo nos hizo libres”, al haberse convertido en nuestro Sustituto y Garante, tanto por su vida perfecta, su obediencia perfecta, que nos es acreditada como si fuese la nuestra (Rom. 5:18, 19), como por su muerte vicaria (en nuestro lugar), expiatoria. Ya no hay culpa para el que confía en los méritos de Cristo, y podemos vivir con una conciencia plena de haber sido perdonados por Dios, y aceptados y valorados permanentemente por él, y de gozar de su favor y su apoyo en esta vida.
2) Libres de la condenación de la Ley: Habrá un Juicio Final, cuyo resultado será o la condenación eterna o la salvación eterna. Y, si somos conscientes de nuestra desesperada condición pecaminosa, temblamos ante la perspectiva de este juicio, porque ante la perspectiva del día de “la ira del Cordero […] ¿quién podrá sostenerse en pie?” (Apoc. 6:17). Pero aquí, nuevamente, gracias a Cristo, tenemos plena seguridad en el Juicio, porque nuestros pecados –y con ellos nosotros– ya fueron condenados en la Cruz, ya fueron castigados, ya fueron expiados:
“Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isa. 53:4-6).
Ya no hay ningún temor. Podemos enfrentar el Juicio con total seguridad de salvación, refugiados en Jesús y su obra expiatoria.
3) Libres de la esclavitud de una vida pecaminosa: Por el contexto del que viene hablando Pablo en esta epístola, este es el sentido menos probable en el cual estaba pensando el apóstol, pero no está de más incluirlo. Así como cualquier otro tipo de adicción (drogas, tabaco, alcohol, etc.), el pecado nos degrada, pervierte y esclaviza. Pero la obra salvadora de Cristo, a través del Espíritu Santo (como veremos la semana que viene), no solo abarca la liberación de la culpa y la condenación, sino también de una vida sin sentido: una vida hueca, vacía; una vida de degradación y esclavitud moral. Nos libera del mal para una vida de bondad y santidad.
4) Libres del “yugo de esclavitud” del viejo sistema legalista de salvación: Este es, probablemente, el sentido específico en el que estaba pensando Pablo al hablar de “la libertad con que Cristo nos hizo libres”, porque toda su epístola es una apología en contra del legalismo propiciado por los maestros judaizantes. Es que el legalismo es, realmente, un sistema insoportable de esclavitud espiritual. No hay paz en el legalismo. Salvo para aquellos fariseos que tienen la conciencia cauterizada o que se autoengañan acerca de su propia condición, hay una conciencia permanentemente culpable delante de Dios y de sí mismos. Se autoimponen un yugo “que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar” (Hech. 15:10): el tratar de “cumplir” perfectamente con toda la voluntad de Dios, no en forma libre y voluntaria, sino como un esfuerzo que se hace para asegurarse la aprobación de Dios, su favor y su salvación. Al notar que nunca se alcanza el ideal, eso solo puede generar culpa, angustia, temor, inseguridad espiritual, frustración, y a veces rebeldía, al punto de “patear el tablero”, tirar todo por la borda y abandonar la vida religiosa, ante la impotencia de no poder vivir a la altura de sus demandas. Pero Cristo nos libera de esta esclavitud, al asegurarnos, en la Cruz, que YA somos amados por Dios, independientemente de nuestros logros espirituales y morales, que YA estamos aceptados y bendecidos, y que YA somos salvos si aceptamos las provisiones del Calvario. Podemos vivir una vida libre de culpa y condenación, seguros en el amor de Dios y en su bendición constante.
“He aquí, yo Pablo os digo que si os circuncidáis, de nada os aprovechará Cristo. Y otra vez testifico a todo hombre que se circuncida, que está obligado a guardar toda la ley” (vers. 2, 3).
La cara visible de este conflicto entre el legalismo y la salvación por gracia era el debate acerca de la circuncisión. Para los maestros judaizantes, la circuncisión era condición sine que non para ser salvos. Pablo se opone a esto, mostrando que la circuncisión era tan solo un símbolo, que como tantos otros del Antiguo Testamento apuntaba a la realidad de la obra redentora de Cristo. Una vez venida la realidad, Cristo, ya es innecesario cumplir con ese rito.
No obstante, aun cuando hoy nosotros, como cristianos, ya no pensamos siquiera en la circuncisión, hay otras prácticas que especialmente como iglesia, de ser idearios morales para guiar a la excelencia cristiana (como diría el gran autor adventista Roberto Badenas), las hemos convertido en normas rígidas cuya falta de cumplimiento nos señalaría como culpables ante Dios, o por lo menos como cristianos “de segunda categoría”. Son las que tienen que ver con el “estilo de vida adventista”, como lo relativo al uso de adorno por parte de las mujeres, a la alimentación, a las recreaciones, a la vestimenta dentro del templo, etc. Y así, como los fariseos de antaño, seguimos poniendo “cargas pesadas y difíciles de llevar” (Mat. 23:4), y tragando el camello a la vez que colamos el mosquito (vers. 24), al poner la atención en ciertas cuestiones externas de importancia secundaria (aun cuando puedan tener su importancia) en vez de “lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe” (vers. 23). Y juzgamos, medimos y calificamos a nuestros hermanos de acuerdo con su cumplimiento o no de estas normas, algunas de las cuales tienen fundamento en la Palabra de Dios pero otras responden a cuestiones culturales.
“De Cristo os desligasteis, los que por la ley os justificáis; de la gracia habéis caído” (Gál. 5:4).
Esto es lo más grave de este retroceso de los gálatas hacia el legalismo: estar bajo el sistema legalista de salvación es desligarse de Cristo, es caer de la gracia. Es ignorar o minimizar la grandeza de lo que Cristo hizo en la Cruz por nosotros. Es pensar que tanto sacrificio, tanto amor, no son suficientes para nuestra salvación, y que tenemos que añadir algo para ayudar a Dios a salvarnos: nuestros esfuerzos, nuestra obediencia, nuestra “fidelidad”. Que la salvación no es segura solo por lo que Cristo hizo por nosotros, sino que estamos más seguros si además añadimos nuestro empeño en ser “buenos cristianos”, mediante nuestra obediencia y nuestras buenas obras. Ya nos salimos de la gracia (salvación inmerecida) para confiar en nuestros méritos, por los cuales Dios nos estaría “debiendo” la salvación (ver Rom. 4:1-7).
Son principios mutuamente excluyentes; no pueden coexistir. O dependo de Cristo absolutamente para mi salvación, sabiendo que sin él nada puedo hacer (Juan 15:1-5), o dependo de algo que yo pueda hacer o ser para ser salvo o para no perder mi salvación. O estoy orientado hacia la gracia o lo estoy hacia la Ley, las obras. Estar orientado hacia las obras, la obediencia, en relación con la salvación, es desligarse de Cristo.
Es como aquella persona que quizá está en medio del mar por haberse caído de un bote, y que no sabe nadar, y que está siendo rescatada por un salvavidas. Este le va a pedir que deje de bracear y de impulsarse con sus piernas tratando de salir a flote, y que se “entregue”, dejándose pasivamente rescatar por él. Todo intento del accidentado por salir a flote y salvarse de ser ahogado por sus propios esfuerzos lo único que va a hacer es entorpecer la labor del salvavidas, y pueden terminar hundiéndose los dos. Debe “abandonarse” en sus brazos y dejar que él lo rescate.
De igual forma sucede en nuestra relación con Cristo. Nuestros esfuerzos neuróticos legalistas por salvarnos mediante nuestras obras lo único que logran es impedir lo que Jesús quiere hacer en nosotros para nuestra salvación. Pero, lo mejor que podemos hacer es rendirnos en los brazos de Jesús y decirle: “Señor, yo no puedo. Me entrego para dejarme ser salvado por ti. Haz por mí y en mí lo que yo no puedo hacer por mí mismo. Me rindo”.
“Pues nosotros por el Espíritu aguardamos por fe la esperanza de la justicia” (Gál. 5:5).
Es interesante la interpretación que algunos pensadores cristianos han hecho de este texto: la justicia moral interna, la perfección moral, no como una posesión actual sino como algo que se concretará en el futuro, cuando “esto corruptible se vista de incorrupción” (1 Cor. 15:53). Es decir, de este lado de la eternidad cargaremos siempre con nuestra naturaleza pecaminosa, y por lo tanto NUNCA seremos absolutamente justos en nosotros mismos, internamente, y por lo tanto tendremos siempre que depender de una justicia externa, foránea, como diría Martín Lutero, la justicia de Jesús y no la propia. Y, como diría Pablo en Romanos:
“Nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo. Porque en esperanza fuimos salvos; pero la esperanza que se ve, no es esperanza; porque lo que alguno ve, ¿a qué esperarlo? Pero si esperamos lo que no vemos, con paciencia lo aguardamos” (Rom. 8:23-25).
Para Pablo, la justicia interna, la perfecta santidad, es algo que está en el futuro, y la aguardamos como una esperanza, sostenida en nuestros corazones “por el Espíritu”, y no como una posesión total actual, aun cuando, mediante el Espíritu Santo, tenemos las “primicias del Espíritu”; es decir, pequeños o grandes anticipos (tanto como le permitamos) de la santidad perfecta a la que Dios nos llama como un ideal, y no como una imposición y condición para la salvación.
“Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale algo, ni la incircuncisión, sino la fe que obra por el amor” (Gál. 5:6).
En términos actuales, lo realmente valioso no es cuán bien cumplas con el “estilo de vida” adventista, sino que tengas y ejerzas la fe verdadera, la absoluta confianza en Dios, que siempre es movida por el amor.
Hay dos conceptos muy importantes en este versículo:
En primer lugar, tal como lo presenta Pablo, la obediencia, las obras, son un subproducto del amor. Solo el que ama a Dios es capaz de realizar con sinceridad y autenticidad las obras de Dios, y no movido por el “cálculo” hecho por la culpa y el temor para tratar de congraciarse con Dios por medio de sus esfuerzos humanos. En este último caso, sus obras no son genuinamente morales, porque están contaminadas en su misma raíz, en su motivación. Las mueve el egoísmo (el interés o el miedo). En cambio, el que “obra por el amor” lo hace por la motivación más auténtica y sublime, libre de egocentrismo y solo enfocada en la felicidad de Dios y de su prójimo.
Y, en segundo lugar, Pablo ya anticipa y empieza a internarse muy delicadamente en la sección ética de la epístola: la fe verdadera siempre es una “fe que obra”, y obra por el amor. No existe tal cosa como una fe pasiva, que no produzca frutos de obediencia y buenas obras. Tal supuesta fe solo es presunción. La fe verdadera –la confianza en Dios–, unida al amor, desea vivir enteramente de acuerdo con la voluntad de Dios, desea vivir para bendecir al prójimo, quiere obrar la voluntad de Dios con un sentido total de libertad, y con la sola motivación del amor que tiene por Dios y por el prójimo.
La justificación –y con ella la salvación– no es una cuestión de “fe + obras”, sino solo y exclusivamente de fe. Pero la fe verdadera siempre es una fe “que obra”. Las obras de obediencia a Dios (dentro de las limitaciones de nuestra naturaleza humana) y de bien en favor del prójimo siempre son evidencia de la presencia de una fe genuina.
“Vosotros corríais bien; ¿quién os estorbó para no obedecer a la verdad? Esta persuasión no procede de aquel que os llama. Un poco de levadura leuda toda la masa” (vers. 7-9).
“Un poco de levadura leuda toda la masa”: Cuán triste es cuando permitimos que, de manera sutil, ideas ajenas al evangelio vayan ganando terreno en nuestra mente y nuestro corazón; que todo lo que Dios logró edificar en nuestra vida sea echado por la borda ante la fascinación de nuevas ideas o de elocuencia o carisma de ciertas personas que pueden ser muy persuasivas pero cuyo contenido nos desvía de la verdad bíblica. Por lo tanto, tenemos que prestar mucha atención, y no confundir lo estético con la verdad: no siempre una presentación agradable, con ideas atractivas, lleva el sello de Dios. El enemigo puede ser muy persuasivo y seductor.
“Yo confío respecto de vosotros en el Señor, que no pensaréis de otro modo; mas el que os perturba llevará la sentencia, quienquiera que sea. Y yo, hermanos, si aún predico la circuncisión, ¿por qué padezco persecución todavía? En tal caso se ha quitado el tropiezo de la cruz. ¡Ojalá se mutilasen los que os perturban!” (vers. 10-12).
Son palabras muy duras de Pablo, que parecieran faltar al amor cristiano, pero que en realidad encierran la honda preocupación por la presencia de lobos vestidos de ovejas en medio de ellas. Son personas peligrosas, que pueden conducir a las almas a la perdición o a una vida cristiana errónea, temerosa y amargada. Y Pablo está dispuesto a luchar por sus ovejas.
“Porque vosotros, hermanos, a libertad fuisteis llamados; solamente que no uséis la libertad como ocasión para la carne […]” (vers. 13).
Este es uno de los textos clave de la epístola: muestra que en ninguna manera el evangelio de Pablo es un evangelio permisivo, que hace la vista gorda al pecado voluntario o a un estilo de vida pecaminoso. No hay nada de “gracia barata” en las cartas de Pablo. Al igual que lo hace en otras cartas, como Romanos y Efesios (Rom. 12-16; Efe. 4-6), Pablo siempre concluye sus epístolas con apelaciones éticas, mostrando que el fin último del evangelio no es solo ofrecer el perdón y la aceptación de Dios, sino la transformación de las personas, la santidad, el desarrollo moral.
La libertad cristiana, de la que viene hablando Pablo, no es un permiso para pecar que legitime un estilo de vida pecaminoso. No es una “ocasión para la carne”; es decir, licencia para dar rienda suelta a nuestros instintos pecaminosos. Es liberación de la culpa y la condenación de la Ley, y de la autoculpabilización de aquel que, aun queriendo hacer las cosas bien, es consciente de que nunca llega a satisfacer las demandas del bien absoluto. Pero, en cierto sentido, el mensaje del evangelio, de la libertad cristiana, no es para el presuntuoso, que espera seguir viviendo en pecado y aun así gozar de la gracia de Dios, de su favor y de su salvación (digo “en cierto sentido”, porque aun para ese hermano “deshonesto” con Dios y con la iglesia hay esperanza de salvación, ya que sin que lo merezca Dios está intentando salvarlo también, tratando de despertar su conciencia).
“[…] Sino servíos por amor los unos a los otros. Porque toda la ley en esta sola palabra se cumple: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Pero si os mordéis y os coméis unos a otros, mirad que también no os consumáis unos a otros” (Gál. 5:13-15).
Ya aquí Pablo entra de lleno en la sección ética de su epístola. El evangelio tiene un fin práctico: que aprendamos a ser buenos de verdad, lo que en su esencia implica aprender a amar. Por eso, lo primero a lo que hace referencia Pablo es el amor. Y, como lo había hecho Jesús anteriormente (Mat. 22:34-40), Pablo muestra cuál es el verdadero sentido de la Ley: no meramente llenarnos de reglamentos fríos moralistas sino desplegar las distintas manifestaciones del amor, para poder identificarlo en la conducta humana y diferenciarlo de lo que no es amor. Amar al prójimo como a nosotros mismos es la quintaesencia de la Ley y de la vida cristiana.
Evidentemente, cuando Pablo exhorta diciendo que “si os mordéis y os coméis unos a otros, mirad que también no os consumáis unos a otros”, está haciendo referencia a cómo las falsas enseñanzas de los maestros judaizantes, con su legalismo propio, habían impactado no solo en las ideas de los gálatas, sino también en sus sentimientos, sus actitudes, su conducta y su trato los unos con los otros. Y es lógico: el legalismo no solo es un falso sistema de salvación, de la relación entre el hombre y Dios, sino también establece una relación tal de los seres humanos con la Ley y entre sí que nos vuelve fríos y duros de corazón. El legalismo pone las leyes, las normas, los reglamentos, por encima del ser humano. No contempla las circunstancias por las que atraviesan las personas, sus situaciones difíciles, ni tampoco las cargas psicológicas, morales y espirituales con las que luchan. Es exigente con las personas, y nos vuelve “policías espirituales” de nuestros hermanos, haciendo que nos mordamos y comamos los unos a los otros, tal como lo dice Pablo. En este sentido, es muy significativo lo que comenta Elena de White acerca de los efectos nefastos del legalismo en las relaciones humanas:
“El esfuerzo para ganar la salvación por medio de las propias obras inevitablemente conduce a los hombres a amontonar exigencias humanas como una barrera contra el pecado. Porque, al ver que fracasan en observar la Ley, idean normas y reglamentos de su propia inventiva para forzarse a obedecerla. Todo esto desvía la mente de Dios al yo. El amor a Dios se extingue en el corazón, y con eso perece el amor por sus prójimos. Un sistema de invención humana, con sus numerosas exigencias, inducirá a sus defensores a juzgar a todos los que no logren alcanzar la norma prescrita en él. [Así es como] la atmósfera de crítica egoísta y estrecha ahoga las emociones nobles y generosas, y hace que los hombres se conviertan en jueces ególatras y espías despreciables.
“Los fariseos pertenecían a esta clase. No salían de sus servicios religiosos humillados con un sentido de su propia debilidad ni agradecidos por los grandes privilegios que Dios les había dado. Salían llenos de orgullo espiritual, y su tema de conversación y pensamiento era: ‘Yo mismo, mis sentimientos, mi conocimiento, mis caminos’. Sus propios logros llegaban a ser el modelo por medio del cual juzgaban a los demás. Poniéndose las togas de la autoexaltación, subían al tribunal para criticar y condenar” (El discurso maestro de Jesucristo, p. 114; edición ACES 2010; énfasis agregado).
En contraste, lo que Pablo exhorta es a que nos sirvamos por amor los unos a los otros, interesándonos tiernamente en las necesidades de nuestros hermanos y nuestro prójimo en general.
Que Dios nos bendiga a todos para que, abandonando la inseguridad de salvación y un carácter exigente fruto del legalismo, podamos cultivar la alegría de sabernos salvos y libres por Jesús, y que eso subyugue nuestro corazón y nos llene de humildad y ternura activa en favor de los que nos rodean.
COMENTARIOS DE MARTÍN LUTERO
“Aquella gente a la cual Pablo se ve obligado a hacer frente en el ya mencionado capítulo 6 de Romanos (vers. 12), incluso sustenta una idea carnal en cuanto a la libertad, como si al creyente en Cristo le fuera lícito hacer todo lo que se le antoje. Pero la verdadera libertad es muy distinta: por vivir en ella, hacemos voluntaria y alegremente lo que en la Ley se demanda, sin fijarnos en castigos ni recompensas. En cambio, estamos en ‘esclavitud’ cuando hacemos estas cosas por temor servil o deseo pueril. Por lo tanto, no importa ni cambia nada el hecho de que uno sea ‘esclavo del pecado’ o ‘esclavo de la Ley’, porque el que es esclavo de la Ley, invariablemente es un pecador, jamás cumple la Ley, a no ser en apariencia, mediante obras exteriores. Y así se le da una recompensa solo temporal, como a los hijos de las esclavas y concubinas; la herencia empero la recibe el hijo de la mujer libre. ‘Cristo’, dice el apóstol, ‘nos hizo libres con esta libertad.’ Es esta una libertad espiritual, una que debe ser conservada en el espíritu. No es aquella libertad de los paganos, reconocida como insuficiente aun por el mismo pagano Persio. Es libertad de la Ley, pero de índole contraria a la que suele practicarse entre los hombres. Pues la libertad humana se caracteriza por el hecho de que son cambiadas las leyes, sin que por ello cambien los hombres. La libertad cristiana, por su parte, se caracteriza por el hecho de que son cambiados los hombres, sin que cambie la Ley, de manera que la misma Ley que anteriormente había sido odiosa para el libre albedrío nos resulta ahora grata ‘porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones’ (Rom. 5:5). En esta libertad, nos enseña el apóstol, debemos estar firmes, con valor y persistencia; porque Cristo, que en bien nuestro cumplió la Ley y derrotó el pecado, envía el espíritu de amor al corazón de los que creen en él, y así son hechos justos y amantes de la Ley, no por sus propias obras, sino porque Cristo en su gracia así se lo concede. Si te apartas de esta libertad, eres desagradecido para con Cristo, y además te muestras orgulloso de ti mismo, puesto que quieres alcanzar la justicia y liberarte de la Ley recurriendo a tus propias fuerzas y dejando a Cristo a un lado”.
“Tú, pues, cuando bajo la conducción de la Ley hayas llegado al conocimiento de tus pecados, cuídate de no caer de inmediato en la presunción de querer satisfacer de allí en adelante las exigencias de la Ley llevando en lo futuro una vida mejor. Antes bien, desespera totalmente de tu vida pasada y futura, y cree valientemente en Cristo. Creyendo empero, y siendo a raíz de ello un hombre justificado y cumplidor de la Ley, clama a Cristo para que el pecado sea destruido también en tu carne (Rom. 6:6), y también allí sea cumplida la Ley, así como ya es cumplida en tu corazón por medio de la fe. Y solo entonces podrás ponerte a hacer ‘buenas obras’ conforme a la Ley.
“Por esto considero muy apropiada la práctica de imprimir en el espíritu de los moribundos nada más que al Cristo crucificado, y de exhortarlos a la fe y a la esperanza. En estos momentos al menos –por más que los engañadores de almas nos hayan burlado durante nuestra vida entera–, en estos momentos al menos se viene abajo el libre albedrío, se vienen abajo las buenas obras, se viene abajo la justicia basada en el cumplimiento de la Ley. Lo único que queda es la fe y la invocación de la purísima misericordia de Dios.
“Esto me hizo pensar ya más de una vez que en el instante de la muerte hay más cristianos, o por lo menos mejores cristianos, que en la vida. Pues cuanto más libre de obras propias sea la confianza, y cuanto más exclusivamente se aferre a Cristo solo, tanto mejor lo hace al cristiano; y es con miras a esta fe que se deben practicar las buenas obras de toda nuestra vida. Pero actualmente, las neblinas, las nubes y los torbellinos de tradiciones y leyes humanas, y también de ignorantes intérpretes de la Escritura y predicadores ineptos, nos empujan hacía nuestros propios méritos. Queremos hacer satisfacción por nuestros pecados con nuestras propias fuerzas, y con las obras que hacemos no tenemos en vista el limpiarnos de los vicios de la carne y el ‘destruir el cuerpo del pecado’ (Rom. 6:6); al contrario: como si ya fuésemos limpios y santos, solo tratamos de acumular estas obras como granos en un depósito, con la intención de convertir con ellas a Dios en deudor nuestro, y de obtener quién sabe qué lugar de privilegio en el cielo. ¡Hombres ciegos, ciegos y otra vez ciegos! A todos ellos Cristo no les aprovecha de nada; ellos conocen otro medio, y se justifican a sí mismos”.
“De esto empero se desprende que las palabras ‘si os circuncidáis’ hacen referencia no tanto a la obra exterior sino más bien al deseo interior que constituye el motivo para la obra. Pues el apóstol habla aquí de algo espiritual, de algo que ocurre en lo íntimo de la conciencia. La obra exterior en sí no puede ser diferenciada Como perteneciente a tal o cual categoría, sino que la diferencia radica por entero en la opinión, en la intención, en la conciencia, en el propósito, en el criterio, etc. (que dio origen a la obra). Por lo tanto, si una persona hace obras de la Ley porque su conciencia le dice que son necesarias, y porque confía en alcanzar la justicia por medio de ellas, esta persona ‘anda en consejo de malos y está en camino de pecadores’; y el que enseña tal cosa, ‘está sentado en silla de pestilencia’ (Sal. 1:1). En cambio, si son hechas con un piadoso espíritu de amor, en confianza y por libre voluntad, entonces estas obras son méritos de una justicia adquirida ya previamente por medio de la fe. Son hechas empero en un piadoso espíritu de amor si se las hace para socorrer a alguna necesidad o para cumplir algún deseo de otra persona. Pues en este caso no son obras de la Ley, sino obras del amor, obras hechas no a causa de la Ley que las exige, sino a causa del hermano que las desea o las necesita. Así fue como también las hizo el apóstol mismo”.
“Ahí está lo que yo decía: no es la obra de la circuncisión lo que el apóstol condena, sino la confianza de obtener justicia por medio de ella. ‘Los que por la ley os justificáis’, dice; o sea: es un pecado de impiedad si os queréis justificar mediante obras de la Ley. Las obras de la Ley muy bien pueden ser hechas por los que ya son justos; pero ningún impío puede justificarse por medio de ellas. Además: aun el justo, si presume de poder justificarse mediante obras, antes que obtener justicia, más bien la pierde, y ‘cae de la gracia’ por la cual había sido justificado, dado que es trasladado de un terreno bueno a terreno estéril. Al parecer, Pablo alude aquí una vez más en forma velada al nombre de los gálatas, cuyo significado es ‘desviación’, por cuanto desviándose de la gracia habían caído en la Ley. Ya ves, pues, con cuánta constancia el apóstol sostiene que somos justificados por la fe sola, y que las obras no son la base (lat. principia) para adquirir la justicia, sino funciones de la justicia ya adquirida, y medios para incrementarla”.
“San Jerónimo critica al autor de la versión latina por el uso del verbo evacuatí estis (habéis sido vaciados), porque en opinión de él, el significado es más bien ‘habéis cesado de hacer la obra de Cristo’.
“Sin embargo, a mí me agrada sobremanera ese verbo tan expresivo. Pablo quiere decir: ‘Estáis ociosos, estáis desprovistos, estáis vacíos de la obra de Cristo, y la obra de Cristo no está en vosotros’. Pues, de hecho, como ya hemos señalado antes (cap. 2:20), no es el cristiano el que vive, habla, obra y padece, sino que es Cristo quien hace todo esto en el cristiano. Todas las obras del cristiano son obras de Cristo; tan indeciblemente sublime es la gracia que obtenemos por la fe. Por lo tanto: el que se deja desviar hacia la Ley, vuelve a vivir en sí mismo, practica su propia obra, su propia vida, su propia palabra, quiere decir: peca, y no guarda la Ley. Está desligado de Cristo, Cristo no habita en él ni lo usa como instrumento suyo.
“El tal se entrega, por decirlo así, a un nefasto y desdichado descanso sabático en lo que a las obras del Señor se refiere, cuando por el contrario debiera observar un descanso sabático en lo que se refiere a sus propias obras, desocupándose y desapegándose de ellas para que se hicieran en él las obras del Señor, lo cual, según nos enseña San Agustín, quedaba indicado simbólicamente con la institución, en tiempos remotos, del día sábado. Así que: el que cree en Cristo, es ‘vaciado’ de sí mismo y se desocupa de las obras propias a fin de que Cristo viva y obre en él. En cambio, el que intenta justificarse por medio de la Ley es vaciado de Cristo y se desocupa de las obras de Dios a fin de vivir y obrar en sí mismo, esto es: a fin de que perezca y se pierda”.
“Como hubo tanto titubeo entre los gálatas respecto de este punto, también yo mismo me veo obligado a referirme siempre de nuevo a él. La Ley, digo, produce esclavos. Pues, quienes la cumplen la cumplen no en forma gratuita, sino impulsados por el temor al castigo con que se los amenaza, y por el deseo de obtener los bienes que se les promete; y de esta manera, en realidad no la cumplen. Pero la Ley, no cumplida, mantiene a los hombres en el estado de inculpados, y de esclavos del pecado. La fe, en cambio, hace que recibamos el amor y que a raíz de ello cumplamos la Ley no por una momentánea compulsión o atracción, sino en forma libre y constante. Por lo tanto, dejarse circuncidar es una característica de la esclavitud; amar al prójimo, en cambio, es una característica de la libertad, porque aquello (el circuncidarse) se hace bajo la amenaza de la Ley, contra la propia voluntad; esto, empero (el amar al prójimo), se hace bajo el influjo de un amor rebosante y gozoso, espontáneamente.
“Además, la advertencia ‘solamente que no uséis la libertad como ocasión para la carne’ el apóstol la agrega para que no demos lugar a la idea tonta de querer ver en esta libertad un estado en que cada cual tiene permiso y vía libre para hacer lo que se le antoje. Idéntica advertencia hallamos también en Romanos 6 (vers. 14). Allí el apóstol imparte una enseñanza acerca de la misma libertad, y dice: ‘No estáis bajo la ley, sino bajo la gracia’. Con esto se afirma categóricamente que estamos libres de la Ley. Pero inmediatamente después (vers. 15), Pablo se hace a sí mismo la objeción: ‘¿Qué, pues? ¿Pecaremos, porque no estamos bajo la ley? En ninguna manera.’ Esto es exactamente lo que el apóstol dice aquí (Gál. 5 :13): ‘Se daría ocasión a la carne’ si se quisiese tomar la libertad en un sentido tan carnal. No estamos libres de la Ley conforme al modo y punto de vista humano (como ya dije antes), o sea, porque la Ley haya sido abrogada y cambiada. Antes bien, estamos libres de la Ley conforme al modo y punto de vista divino y teológico, o sea, porque nosotros mismos somos cambiados, y convertidos de enemigos de la Ley en amigos de la Ley. Esta es también la línea de pensamiento de Pedro cuando dice en su primera carta, capítulo 2 (vers. 16): ‘Como libres, y no como los que tienen la libertad como pretexto para hacer lo malo, sino como siervos de Dios’. Ahí tienes lo que significa ‘ocasión para la carne’: es tomar la libertad como pretexto para hacer lo malo, lo que lleva a los hombres a pensar que por no estar atados ya a ninguna ley, tampoco tienen la obligación de hacer el bien y vivir correctamente. Pero la libertad tiene una finalidad muy distinta, a saber, la de que ahora así hagamos el bien ya no por compulsión sino alegremente, sin esperar una recompensa. Por otra parte, también en el presente pasaje el propio apóstol dice que esta libertad es una esclavitud del amor. ‘Servíos por amor’, dice, ‘los unos a los otros’. Pues la libertad consiste en esto: que no tengamos otra obligación que la de amar al prójimo. El amor empero nos enseña en forma muy fácil cómo hacer todas las cosas correctamente.
“Donde no hay amor, todas las enseñanzas serán pocas. ¡Imagínate, pues, lo estúpidos que son los hombres si creen que mediante la libertad que nos desliga del dominio de la Ley y del pecado se nos da el permiso de pecar! ¿Por qué entonces no creen también que mediante la libertad con que ellos se desligan de la justicia se les da el permiso de obrar correctamente?
“Pues, si consideran válida la deducción: ‘He sido desligado del pecado, luego bien puedo pecar’, también debe hacerse esta otra deducción: ‘He sido desligado de la justicia, luego bien puedo hacer lo que es justo’.
“Si, esta última argumentación no es admisible, tampoco lo es la primera. Esta idea tonta procede, como ya dije, de la mente humana y de la práctica de autojustificarse: como la justificación al modo humano es producto de las obras, se cree que una vez ‘adquirida’ la justicia, sigue un estado de completa libertad en que se pueden dejar de lado las obras de justicia. La justicia de la fe, sin embargo, nos es donada antes de que se hagan obras, y es por sí misma el comienzo de las obras; de ahí que sea una libertad para entrar en acción, así como la justicia humana es una libertad para entrar en receso. Ambas son, por lo tanto, de índole muy distinta, como dice Isaías, capítulo (vers. 9): ‘Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos’. Consecuentemente, aquella imaginación carnal ve en la libertad de la justicia más bien una odiosa esclavitud, puesto que esa imaginación odia la Ley y las obras que la Ley demanda; y por eso, la única libertad estimable para ella es la que consiste en que la Ley sea cambiada y abrogada, sin perjuicio de que aquel odio pueda continuar como antes. Así que, la expresión ‘para la carne’, que Pablo emplea en este pasaje, está tomada no en sentido alegórico sino en sentido propio como ‘vicios de la carne,’ o ‘carne que alberga los vicios’, que nos impulsan a buscar cada uno lo suyo y a descuidar lo que es del prójimo. Pero tal actitud atenta contra el amor, y el que usa la libertad de esta manera, la usa como ‘ocasión para la carne’, para que la carne, después de habérsele donado la libertad, tenga ocasión de servir a sus deseos con desprecio total del prójimo”.
Pablo. Quedé un tanto confusa con este articulo . Mientras usted habla de la libertad en Cristo, y menciona el legalismo como su opuesto , menciona en este legalismo: «normas rigidas»(adjetivo suyo) del estilo de vida adventista referentes a la vestimenta, alimentacion…como normas humanas que ponen un peso sobre nosotros. Según he leído en el Espíritu de Profecía, fue Dios mismo quien mostró estas normas a Ellen White. No para juzgarnos..sino para prepararnos como un pueblo santo. Por lo tanto, no son cargas pesadas para quien ama a Dios. Si bien incluye una parte del espíritu de Profecia , al mismo tiempo menciona estas normas que se encuentran en él como una carga.