Cuando lo que se ve no es lo que parece
Cuando vio al grupo de gente menos pensada que lo seguía, Jesús subió a la ladera del monte –esperando descender a la profundidad del corazón de esas personas–, se sentó, y comenzó a enseñarles, diciendo:
“Felices los que nada tienen…” (Mat. 5). ¿Quiénes son estos que no poseen nada pero son felices? Esta descripción de los que son “felices” suena tan revolucionaria ahora como entonces. En los tiempos de Jesús, los líderes religiosos habían forjado una religión formalista, construida sobre las apariencias y el poder, alejada de toda piedad verdadera. En nombre de Dios, se oprimía y se despreciaba al prójimo. La religiosidad de las personas era juzgada por la fachada, y se había privado de toda esperanza de salvación a un gran grupo de personas que, por su condición social, familiar o económica, no satisfacían los estándares de los fariseos, los saduceos y otros líderes religiosos.
En medio de esa gran confusión y oscuridad, Jesús decidió sentar las bases del Reino que había venido a instaurar, describiendo a quiénes Dios considera bienaventurados:
Los pobres en espíritu, en oposición a los ricos en fama y dinero.
Los que lloran arrepentidos, en contraste con los que se enorgullecen de sus pecados.
Los mansos y humildes, en contraposición a los que usan la religión para imponer la fuerza.
Los que tienen hambre y sed de justicia, en contraste con los que se han saciado de la injusticia.
Los misericordiosos y compasivos, diferenciados de los que solo buscan errores y exigen castigos.
Los de limpio corazón, en oposición a los que blanquean su imagen pero por dentro están podridos.
Los que son perseguidos por causa de Cristo, en contraste con los perseguidores que actúan en su propio nombre.
¿Quiénes son estos que no poseen nada pero son felices? Max Lucado intenta definirlos, en lenguaje moderno:
“Los pobres en espíritu”. Mendigos en la cocina de Dios.
“Los que lloran”. Pecadores anónimos unidos por la verdad de su presentación: “Hola, soy yo. Un pecador”.
“Los de corazón humilde”. Pianos en una casa de empeño tocados por Van Cliburn. (Es tan bueno que nadie nota las teclas faltantes.)
“Los que tienen hambre y sed de justicia”. Huérfanos hambrientos que conocen la diferencia entre alimentos congelados y un banquete.
“Los compasivos”. Ganadores de la lotería de un millón de dólares que comparten el premio con sus enemigos.
“Los de corazón limpio”. Médicos que aman a los leprosos y escapan a la infección.
“Los pacificadores”. Arquitectos que construyen puentes con la madera de una cruz romana.
“Los perseguidos”. Los que logran mantener un ojo puesto en el cielo mientras andan por un infierno terrenal.
Más de dos mil años después, el llamado a abandonar una religión formalista para cultivar una religión auténtica todavía sigue reverberando desde esa ignota colina de Galilea: “El estandarte del reino del Mesías se diferencia de otras enseñas, porque nos revela la semejanza espiritual del Hijo del Hombre. Sus súbditos son los pobres de espíritu, los mansos y los que padecen persecución por causa de la justicia. De ellos es el Reino de los cielos. Si bien aún no ha terminado, en ellos se ha iniciado la obra que los hará ‘aptos para participar de la herencia de los santos en luz’ ” (El discurso maestro de Jesucristo, p. 13).
¿Cómo puede conciliarse la idea de no ser y no tener con la posesión, por este mismo hecho, de la felicidad? Se puede ser rico, siendo pobre, y poseerlo todo sin tener nada.
Bienaventurados los pobres en espíritu
¿Cómo puede conciliarse la idea de no ser y no tener con la posesión, por este mismo hecho, de la felicidad? Se puede ser rico siendo pobre, y poseerlo todo sin tener nada. No es forzoso ser socialmente pobre para serlo “en espíritu”. Por otra parte, hay muchos ricos que son miserablemente pobres y pobres que son inconmesurablemente ricos.
En el terreno religioso, están los que hacen “votos de pobreza” sin que, en realidad, eso pueda hacerlos espiritualmente ricos. Y en el terreno social se suele hablar de los pobres como de “las clases humildes”, siendo que hay pobres arrogantes, y ricos humildes y sencillos.
La pobreza de espíritu es más bien una actitud interior que puede, o no, tener relación con las posesiones temporales. Son, en definitiva, ricos los que poseen las cosas, y pobres los que son poseídos y dominados por ellas.
Así, ser pobre en espíritu no significa ser un “pobre hombre”, ni tampoco un hombre mediocre. El pobre en espíritu, más bien, tiene una clara percepción de sus limitaciones, de la distancia que lo separa del ideal, de aquello que debería ser y de lo que en realidad está siendo. Por eso, porque le duele lo que anhela y lo que le falta, será un hombre humilde y sencillo de espíritu. Y esto es una virtud positiva.
Por el contrario, si colocamos en la vereda de enfrente al “rico en espíritu” en oposición a este tipo de pobre, nos hallaremos con el hombre egocéntrico y orgulloso, que cree saberlo todo y poseerlo todo. Está satisfecho con la satisfacción del glotón. Vive permanentemente indigestado de admiración de sí mismo, de su capacidad y de su lucidez de juicio. Todo eso lo lleva a ser un impertinente orgulloso y vanidoso; en fin, ¡un pobre hombre, rico en espíritu!
Frente a los demás, el pobre en espíritu no se cree superior. No se juzga más inteligente ni mejor dotado:
“No sean egoístas; no traten de impresionar a nadie. Sean humildes, es decir, considerando a los demás como mejores que ustedes. No se ocupen solo de sus propios intereses, sino también procuren interesarse en los demás. Tengan la misma actitud que tuvo Cristo Jesús” (Fil. 2:3-5, NTV).
El pobre en Espíritu, frente a la realidad de su pecado y la incapacidad de acercarse a Dios, siente su soledad e indigencia espiritual, y lo busca con humildad.
“Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo” (Apoc. 3:17). ¡Patética descripción del estado espiritual de quien pretende tenerlo todo y no posee nada!
En la parábola del fariseo y el cobrador de impuestos (Luc. 18:9-14), el primero fue al templo a orar, pero estaba tan lleno de su orgullo religioso que, en lugar de que sus oraciones se elevaran al cielo, él “oraba consigo mismo” (Luc. 18:11). Llegó a compararse con un cobrador de impuestos que había ido también a orar, afirmando: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás, que son ladrones, injustos y adúlteros. ¡Ni siquiera soy como este cobrador de impuestos!” (vers. 11). Por otro lado, “el cobrador de impuestos, desde lejos, no se atrevía siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho y decía: ‘Dios mío, ten misericordia de mí, porque soy un pecador’ ” (vers. 13).
El fariseo expresó agradecimiento, pero no por lo que Dios había hecho en su vida, sino por la santidad que él mismo se había forjado. Era un agradecimiento de los labios hacia fuera, mientras que su corazón estaba lleno de orgullo. Aunque el cobrador de impuestos no expresó la palabra “agradecimiento”, su actitud denotaba que aceptaba con gratitud la salvación que él no merecía. Jesús afirma que, ese día, la salvación fue para el menos pensado, el cobrador de impuestos: “Yo les digo que éste volvió a su casa justificado, y no el otro. Porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido” (vers. 14). La salvación es un don que se recibe con gratitud cuando se reconoce que no somos capaces de ganarla por nosotros mismos.
¿Con quién te identificas más en esta parábola? Alguien ha dicho que, si te identificas más con el publicano, entonces eres como el fariseo, ya que estás juzgándolo a él considerando que eres mejor.
Por otro lado, Dios asegura: “Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados” (Isa. 57:15).
Y el salmista afirma: “Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (Sal. 51:17).
La contrarrevolución de la paz
La violencia está a flor de piel en la sociedad, desde las protestas por la reivindicación de los salarios, pasando por la defensa de los derechos de la mujer, hasta llegar al derrocamiento de gobiernos que cuentan con poco apoyo popular. Las naciones más poderosas del planeta, por otro lado, siguen librando guerras en nombre de los derechos humanos, pero en muchos casos hay motivaciones económicas y estratégicas que utilizan un manto humanitario para justificar su violencia.
El común denominador de todas estas protestas es una violencia inusitada. La revolución actual de los jóvenes tiene como principal medio de expresión la destrucción y la agresión. Un hecho conmocionó al mundo entero, sucedido en las manifestaciones en Inglaterra. Los disturbios del Reino Unido de 2011 fueron una serie de desórdenes públicos y saqueos ocurridos que se iniciaron en el barrio londinense de Tottenham el 6 de agosto de 2011, tras el fallecimiento de Mark Duggan, un joven de 29 años padre de cuatro hijos, de raza negra, que murió por disparos de la Policía Metropolitana de Londres.
Al día siguiente, estos disturbios se extendieron a otras zonas de Londres. Los ataques estuvieron dirigidos contra la policía, a la vez que muchos locales comerciales fueron saqueados y algunos edificios incendiados. Al menos 35 policías resultaron heridos.
En un video, filmado por uno de los testigos de estas movilizaciones, se ve a un niño herido en su rostro. Se ve cómo varios jóvenes se acercan a él, aparentemente para ayudarlo. Pero, mientras algunos fingen prestarle auxilio, otro joven le roba el teléfono celular y la billetera: la violencia y la agresión en estado puro, no solo contra “el sistema”, sino también entre los jóvenes mismos.
Hoy, los jóvenes crecen en una cultura de la violencia. Y este fenómeno es alimentado por los medios, no solo a través de películas y videojuegos, sino también por la publicidad. Una de las marcas de jeans más famosas, Levi’s, tuvo que suspender una de sus publicidades en Inglaterra porque, precisamente, allí se incitaba a la protesta violenta, mostrando el lado “cool” de la agresividad.
Jesús de Nazareth, el contrarrevolucionario. Por otro lado, los principios divinos son lo opuesto. El Antiguo Testamento nos da una definición de Dios por demás interesante: “Jehová es paz” (Juec. 6:24). Y, dado que Dios es paz, no respondió con más violencia a la violencia de una humanidad en pecado. Poco después de que el pecado entró en la humanidad, se cometió el primer asesinato. Antes, la violencia ya había entrado en este mundo animal y vegetal, contagiados por el virus del pecado humano.
Para solucionar el problema del pecado y la violencia, Dios envió a Jesucristo, el “Príncipe de paz” (Isa. 9:6, 7). El profeta Isaías es quien más nos da una vislumbre del plan original para el pueblo de Israel y este mundo. Cuando viniera el Mesías, instauraría una era de paz. En esta nueva era, la guerra sería abolida: “Y juzgará entre las naciones, y reprenderá a muchos pueblos; y volverán sus espadas en rejas de arado, y sus lanzas en hoces; no alzará espada nación contra nación, ni se adiestrarán más para la guerra” (Isa. 2:4). ¡Qué hermosa metáfora! Los instrumentos de violencia convertidos en símbolos de paz. Incluso el orden natural sería afectado por la presencia de shalom en el reino del Mesías: “Morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el cabrito se acostará; el becerro y el león y la bestia doméstica andarán juntos, y un niño los pastoreará” (Isa. 11:6).
Así, la humanidad ha sido testigo de la mayor contrarrevolución de la historia: una revolución pacífica. Jesús de Nazareth, ese galileo que derrotó la violencia mediante la paz, el Hijo de Dios que vino a mostrar el verdadero carácter de Dios, fue el mayor “antihéroe” de las versiones violentas de protesta.
Al sentar las bases del reinado que había venido a establecer en este mundo surcado por la violencia del pecado, llamó a combatir el bien con el mal. Cuando Cristo, en el Sermón del Monte, trazó los principios rectores del nuevo reino de paz que estaba instaurando, no podía dejar de dar una bienaventuranza para los pacificadores: “Dichosos los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mat. 5:9, NVI). En ese mismo discurso, Jesús llamó a combatir el bien con el mal: “Ustedes han oído que se dijo: ‘Ojo por ojo y diente por diente.’ Pero yo les digo: No resistan al que les haga mal. Si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, vuélvele también la otra. Si alguien te pone pleito para quitarte la capa, déjale también la camisa. Si alguien te obliga a llevarle la carga un kilómetro, llévasela dos. Al que te pida, dale; y al que quiera tomar de ti prestado, no le vuelvas la espalda” (Mat. 5:38-42, NVI).
El legado del Sermón del Monte. Uno de los más grandes escritores rusos, León Tolstoi, leyó el Sermón del Monte, con su mensaje pacificador, y quedó profundamente impactado por él. Tolstoi escribió con elocuencia acerca del Sermón del Monte en su libro El Reino de Dios está dentro de ustedes, que fue luego traducido al inglés. Medio siglo después, un asceta hindú llamado Mahatma Gandhi leyó ese libro y decidió vivir según los principios literales del Sermón del Monte.
La película Ghandi presenta una interesante escena en la que Ghandi trata de explicar su filosofía al misionero presbiteriano Charlie Andrews. Caminando juntos por una ciudad sudafricana, se encontraron de repente con que unos jóvenes maleantes obstaculizaban el paso. El reverendo Andrews miró por un momento a los pandilleros y decidió huir. Gandhi lo detuvo.
–¿Acaso no dice el Nuevo Testamento que si un enemigo te golpea la mejilla derecha hay que presentarle la izquierda?
Andrews refunfuñó, ya que pensaba que se usaba la expresión metafóricamente.
–No estoy seguro –respondió Ghandi–. Sospecho que quiso decir que hay que ser valientes, estar dispuestos a recibir un golpe, varios golpes, para demostrar que uno no va a devolverlos ni a huir. Y, cuando uno hace esto, se despierta algo en la naturaleza humana, algo que hace que su odio disminuya y su respeto aumente. Creo que Jesús entendió esto, y yo he visto que funciona.
Sin disparar un solo tiro, profundamente enraizado en el mensaje pacificador del Sermón del Monte, Ghandi dio origen a una de las mayores revoluciones de la historia. Años después, un ministro estadounidense, Martin Luther King Jr., estudió la vida de Ghandi y decidió poner en práctica su filosofía en los Estados Unidos de América. Comenzó a abogar por los derechos humanos de los afrodescendientes en ese país, que eran considerados ciudadanos de tercera clase. Muchos de sus compañeros de color lo abandonaron porque no quería hacer uso de la violencia, y se pasaron a la retórica del “poder negro”. Después de que un policía te golpea en la cabeza por enésima vez y de que un carcelero provoca otro choque eléctrico con la picana, empiezas a preguntarte si es eficaz la no violencia. Pero Luther King no cedió.
Los historiadores destacan un suceso como el momento especial en que el movimiento consiguió un gran apoyo público para su causa. Sucedió en un puente en las afueras de Selma, Alabama, cuando el jefe de policía Jim Clark dio órdenes de que sus hombres atacaran a manifestantes negros desarmados. El público estadounidense, horrorizado ante esa escena de violenta injusticia, por fin apoyó la aprobación de una ley de derechos civiles.
Y podríamos seguir citando ejemplos del legado del Sermón del Monte. El Príncipe de paz, al parecer, tuvo sus embajadores en diferentes épocas. Como hijo de Dios y ciudadano de su Reino, ¿no es hora de abogar por la paz en medio de un mundo de violencia?
Bienaventurados los que dan fruto
Quizá, si empezáramos más a tratar a las personas según la bendición sacerdotal, todo sería distinto: “Jehová te bendiga, y te guarde; Jehová haga resplandecer su rostro sobre ti, y tenga de ti misericordia; Jehová alce sobre ti su rostro, y ponga en ti paz” (Núm. 6:24-26).
Porque esta es la sabiduría que viene de lo Alto: “¿Quién es sabio y entendido entre vosotros? Muestre por la buena conducta sus obras en sabia mansedumbre. Pero si tenéis celos amargos y contención en vuestro corazón, no os jactéis, ni mintáis contra la verdad; porque esta sabiduría no es la que desciende de lo alto, sino terrenal, animal, diabólica. Porque donde hay celos y contención, allí hay perturbación y toda obra perversa. Pero la sabiduría que es de lo alto es primeramente pura, después pacífica, amable, benigna, llena de misericordia y de buenos frutos, sin incertidumbre ni hipocresía. Y el fruto de justicia se siembra en paz para aquellos que hacen la paz” (Sant. 3:13-18).
Porque, a fin de cuentas, los bienaventurados son los que manifiestan el fruto del Espíritu, que “es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley” (Gál. 5:22, 23). RA
Gracias al Señor por el conocimiento que mana de su Santa Palabra. Los pobres en espiritu son aquellos que reconocen que no pueden obedecer la ley de Dios por sus propias fuerzas, y van a Dios y le confiesan ello.