Por Aarón A. Menares Pavez
Esta historia se registra en Hechos 4:23-31. Los discípulos han iniciado un ministerio con un propósito definido: la predicación del evangelio de Cristo. Está fresca su experiencia en el aposento alto junto con los primeros milagros de la era cristiana. El Espíritu Santo había descendido maravillosamente, todos los que estaban allí conocieron de Jesús, que era el Mesías y que le habían dado muerte, pero que finalmente había resucitado, que había ascendido al cielo y que había prometido regresar.
Pedro y Juan realizan el primer milagro de sanidad sin la presencia física de Cristo. Por primera vez ven cumplidas las palabras de Jesús, en relación a que ellos harían cosas mayores que las hechas por él (Juan 14:12). La providencia los condujo a un hombre cojo de nacimiento (Hechos 3:1-10), quien recibe el milagro del Señor realizado a través de los apóstoles. El hombre que recibió el milagro salta de alegría y comienza a testificar sobre el poder sobrenatural que estaba en los apóstoles. Esto, por supuesto, les trajo problemas; problemas que les acompañarían hasta el final de sus días. Fueron problemas relacionados con su fe y con esta nueva pero creciente iglesia fundada por Jesús.
Los discípulos son llevados a dar explicación por lo que había acontecido; en realidad, lo que los sacerdotes judíos deseaban era que no se dijese que había sido en el nombre de Jesús. Por esta razón los discípulos se ven envueltos en una situación difícil de enfrentar desde el punto de vista humano. ¿Ha estado en una situación en la que humanamente se hace difícil o digamos imposible? Eso era exactamente lo que ocurría con ellos. Difícil ¿verdad?
Pedro comienza a hablar y a anunciar a Jesús. Su discurso es tan poderoso como el primero, cuando miles de personas decidieron bautizarse luego de haber aceptado a Jesús como el Mesías (Hechos 2:14-41). La agitación entre los judíos los conduce a tomarlos prisioneros; normalmente, la desesperación conduce a las personas a tomar decisiones desacertadas. Este episodio se transforma en la primera persecución por creer en Jesús como el Mesías. Ante esta situación, los ojos de los discípulos se refugiaron en el Todopoderoso.
Yo no sé si usted ha tenido que sufrir persecución por su fe. A veces identificamos como persecuciones sólo a aquellas en que hay fuerza bruta. Sin embargo, una persecución es todo aquello que nos impide servir libremente a nuestro Señor, algún conflicto de interés, como el trabajo o los estudios, en que podríamos ser vulnerados a causa de nuestra fe.
En algunos casos tiene que ver con la fidelidad para con Dios, ya sea en lo referente a ser fiel en el día de reposo o en cuanto a la testificación en nuestros principios y valores. A veces nos parece difícil ser fieles a Dios en todo lo que él nos pide. Claro, desde nuestro punto de vista humano, que está corrompido con una naturaleza débil, por supuesto que es así.
La historia de los apóstoles, nos ayuda a entender que jamás estaremos solos en la hora de la prueba; no importa el resultado que tengamos, no estaremos solos. Jesús ha prometido estar con sus hijos hasta el fin de los días de esta tierra (Mateo 28:20). He conocido cristianos tan débiles que prefieren estar bien con las personas y fallarle a Dios. Su argumentación facilista se basa tal vez en que nadie lo sabrá.
Por otro lado, también he conocido a otros cristianos muy fieles, que han sido presa de persecución –ya sea en sus trabajos o en sus hogares– por la fe que han abrazado. Recuerdo una señorita, estudiante de psicología, quien, a sus 19 años, se vio enfrentada a una prueba difícil de sobrellevar para una joven cristiana de su edad. Uno de sus requerimientos prácticos le exigía ir a un lugar cercano para analizarlo desde el punto de vista ecológico, un lugar en plena naturaleza, y debía ser en sábado.
Ella me preguntó:
–»Pastor, no hay nada de malo en que vaya, ¿verdad? –como si ya me estuviera dando la respuesta–.
Le respondí que, desde el punto de vista de que era una actividad escolar, ya se transformaba en un trabajo.
–¿Qué hago? –dijo con aflicción.
–Déjalo todo en las manos de Jesús. Él sabe tu aflicción, conoce tus propósitos de ser fiel; por lo tanto, haz su voluntad y confía plenamente, porque él hará algo.
Mi querida amiga oro y dejó todo en las manos del Señor. El resultado fue que, milagrosamente, la actividad se cambió para otro día. Entonces comprendió que Dios otorga poder para transformar las cosas imposibles en posibles. No es casualidad lo que ocurrió, estoy seguro de que Dios estuvo interviniendo para que esta señorita pudiese honrar la voluntad de Dios.
Lo mismo ocurre con los discípulos en esta ocasión. Ellos oraron y dijeron: “Soberano Señor, tú eres el Dios que hiciste el cielo y la tierra, el mar y todo lo que en ellos hay” (Hechos 4:24). En su ruego reconocen la plenitud divina, lo sobrenatural de su actuar y que lo que ellos hacían era lo que Él les había encomendado.
La mirada se dirige al cielo, ellos sabían que habían sido comisionados y que no estarían solos (v.28): “Ahora, Señor, mira sus amenazas, y concede a tus siervos que con todo denuedo hablen tu palabra” (v.30). El denuedo es valor, esfuerzo, intrepidez, brío. Era lo que necesitaban en ese instante ante la persecución que los sometía. ¿Cuánto denuedo necesitamos hoy? ¿Cuánto valor agregado sería necesario hoy para vivir los principios y valores que nos han sido encomendados? No es fácil, es difícil, es de valientes, como aquella muchacha de diecinueve años que enfrentó hidalgamente su prueba, de la mano de Jesús, y Dios la hizo victoriosa.
“Cuando hubieron orado, el lugar en que estaban congregados tembló; y todos fueron llenos del Espíritu Santo, y hablan con denuedo la palabra de Dios” (v.31). Maravilloso, ¡Dios respondió! ¡Dios responde! Él jamás deja de hacerlo, lo hizo con los discípulos, lo hizo con mi amiga, lo puede hacer contigo.
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