Por Shawn Brace:
En ningún lugar de la Biblia la palabra “iglesia” se refiere a un programa o a un evento, o al edificio en que se realizan esos programas y eventos.
Hace unos meses, una de las iglesias del distrito que pastoreo tomó una decisión que podríamos considerar valiente o tonta… o quizás una combinación de ambas. Sin tener un “plan B”, decidimos vender el templo donde se había congregado nuestra iglesia durante unos sesenta años.
La historia es larga. A modo de resumen, se necesitaban miles de dólares para reparar el edificio y dejarlo en un nivel solo escasamente aceptable. Fue así que decidimos ponerlo en venta, imaginando que nadie querría comprarlo. Para nuestra sorpresa, alguien se ofreció a comprarlo. El resto es historia.
Lo que no imaginaba era la serie de descubrimientos que haría en mi forma de pensar, como resultado de haber tomado esta decisión. Sumando esto al hecho de que con mi otra iglesia (que es más grande) comenzamos el proceso de plantar una nueva iglesia, he llegado a una conclusión llamativa; que me había estado resonando difusamente en la mente por años, pero que ahora pude ver claramente: nuestra forma de “hacer iglesia” es completamente incorrecta.
Y esto tiene consecuencias terribles; quizás, hasta incluso consecuencias eternas.
No hago esta afirmación a la ligera; para ser sinceros, hasta tan solo unos meses, no veía la importancia de preocuparme sobre eclesiología (el estudio acerca de la iglesia). Pero ahora lo considero como algo sumamente fundamental para la proclamación del evangelio y para hacer realidad nuestra identidad como pueblo de Dios en los últimos días.
Esto se debe a que, como iglesia, nuestros métodos a menudo hablan tan fuerte que la gente ni siquiera llega a escuchar nuestro mensaje. Nuestra eclesiología es tan fuerte que las personas –tanto dentro como fuera de la iglesia– apenas pueden escuchar nuestra teología.
«Al que le quepa el poncho…”, dice el refrán. En general, cuando hablamos de «iglesia», la definimos como un programa que se realiza en un edificio un día sábado. La mayoría –si no toda– la vida de la iglesia gira en torno del programa del sábado en ese edificio. Empleamos cantidad de tiempo, dinero, recursos y energía en planificar y llevar a cabo el programa; por no mencionar el edificio donde se realiza el programa. Ni que hablar de todas las peleas y discusiones sobre la forma en que se hará el programa y sobre el aspecto del edificio. Y muchas veces evaluamos el interés y la madurez espiritual de una persona basándonos sobre si asiste o no –y cuánto– al programa que se lleva a cabo en el edificio.
Lo que es más, sistemáticamente damos la impresión de que los miembros laicos son quienes invitan a sus amigos al programa, para que entonces los profesionales pagos –los pastores– puedan ministrar a aquellos que están sentados pasivamente en los bancos de la iglesia.
Quizá todo esto suene un poco exagerado, y es poco probable que sean muchos los que piensen explícitamente de esta manera acerca de la «iglesia». Pero, en esencia, esta es la forma en que la hemos estado definiendo, conscientemente o no, por demasiado tiempo (¡yo sé que lo he hecho!). En resumen, decimos que la «iglesia» es un programa que se realiza en un edificio al que también llamamos «iglesia».
Esta forma de pensar es incorrecta y peligrosa por muchas razones. Y esta es la más importante: no es bíblica. En ningún lugar de la Biblia la palabra «iglesia» se refiere a un programa o a un evento, o al edificio en que se realizan esos programas y eventos. Es más, en ningún lugar de las Escrituras se declara, o incluso se da a entender, que la asistencia semanal a un programa es alguna especie de barómetro de la madurez espiritual. [1]
Entonces, ¿por qué tanto alboroto? ¿No es esto tan solo un problema de semántica?
Pues bien, en primer lugar, las palabras tienen una importancia fundamental. Se ha dicho que un idioma crea su cultura. Esto es: las palabras que usamos crean el entorno en el que opera y funciona el pueblo de Dios. Y, en este caso, el uso constante del término «iglesia» para referirse a un programa o a un edificio ha dado a estas cosas un estatus elevado, que es muy ajeno a la Biblia.
Lo que es aún más preocupante, esto ha creado una dicotomía entre lo que se realiza en el programa dentro del edificio y lo que se realiza el resto de la semana, como si nuestra asistencia a la «iglesia» una vez por semana fuera más importante que nuestra fidelidad en la vida durante el resto de la semana. Para muchos, la «iglesia» es algo que se hace en un momento y un lugar específicos, con poca importancia o conexión a lo que se realiza fuera de ese tiempo y de ese lugar. Lo que relega a la mayoría de las personas a un rol de espectadores mientras que los que ministran son unos pocos profesionales y algunos voluntarios ambiciosos.
Algo que es igual de importante es que si seguimos apostando buena parte de nuestros esfuerzos a la idea de que la iglesia es un programa en un edificio, es muy probable que nos volvamos cada vez más irrelevantes. En Occidente, cada vez más personas se consideran espirituales, pero no religiosas. Solamente un 15 % de la «generación X» asiste a la iglesia algún día de la semana, mientras que entre los «millennials» la cifra es de un alarmante 4 %. ¡Y consideremos que los números son aún menores, si hablamos de aquellos que asisten los sábados!
Por mucho tiempo pensé que estas personas realmente no aman a Dios, o que no les interesa la iglesia. Pero he llegado a la conclusión de que a muchos de ellos, simplemente, no les gusta nuestra versión de iglesia. Si lo más importante que ofrece la iglesia es un programa en el que se sientan por noventa minutos en un auditorio junto a decenas o cientos de otras personas a quienes quizá ni siquiera conozcan (una idea que en ningún lugar de la Biblia se define como normativa), y si no tienen mucho interés en este programa, esto no significa necesariamente que estén rechazando a Dios o a la iglesia: quizá tan solo están rechazando nuestro programa.
Esto es una realidad especialmente con aquellos que tienen mucho deseo de «la religión pura y sin mancha» de la que habla Santiago (ver Sant. 1:27), y que están cansados de ver a cristianos que actúan como ángeles en el programa de los sábados de mañana, pero como demonios en sus vidas durante el resto de la semana. Parece que comprendieran lo que Jeff Vanderstelt escribe en su libro Saturate [Saturar]: «Jesús no vivió, sirvió, sufrió y murió para que solo asistamos a un evento cristiano». [2]
¡Por supuesto que no! Jesús no murió para que vayamos a la iglesia; él murió para que seamos la iglesia todos los días de la semana. Él no dio su vida para que organicemos programas el séptimo día: él entregó su vida para que podamos vestir santidad los siete días.
Esto es iglesia según la Biblia. No es un edificio ni es un programa. Es un cuerpo orgánico de creyentes, vivo, activo, que respira, se mueve y vive una vida en comunidad y en misión. Como lo expresa Vanderstelt: «La iglesia […] es el pueblo de Dios haciendo la obra de Dios en la vida diaria». [3] La vida es el programa, y cada día es el evento.
Elena de White concuerda con esto. En la primera frase de Los hechos de los apóstoles, ella declara que «la Iglesia es el medio señalado por Dios para la salvación de los hombres. Fue organizada para servir, y su misión es la de anunciar el evangelio al mundo». [4] ¡Tremenda definición! ¡Sin mención alguna de edificios o programas!
Si damos un vistazo al libro de Hechos en la Biblia, vemos que esto se representa claramente, vez tras vez. Lucas cuenta en detalle cómo los miembros de la iglesia primitiva tenían comunión unos con otros cada día, llevaban sanidad a los necesitados cada día, vivían en medio de su comunidad y la ministraban cada día. Ellos estaban «haciendo iglesia” cuando fuera o donde fuera que estuviesen –muy semejante a lo que hacía su gran Maestro, Jesús–, porque reconocían que ellos eran la iglesia.
Y el resultado final fue que el número de discípulos se multiplicaba cada día (comparar Hechos 2:47 con 6:1).
Sin embargo, en algún momento del camino comenzamos a pensar que la iglesia estaba en el rubro inmobiliario y en el rubro de los eventos… en vez de en el rubro del evangelio. Sin lugar a dudas, debemos utilizar los edificios y los programas en tanto y en cuanto estos contribuyan a la misión; pero no debemos confundirnos pensando que las herramientas y los métodos son la mismísima misión. No debemos estar tan aferrados a una forma de “hacer iglesia”, de modo que olvidemos que Dios está esperando que seamos la iglesia.
Allá, por 1887, Elena de White delineó esta visión para la iglesia. «Tenemos que hacer algo más que simplemente asistir a cultos en la iglesia», escribió. «Las oraciones y los testimonios en la reunión social no son la solución, si nunca decimos una palabra acerca de Jesús fuera del templo. Debemos reflejar el carácter de Jesús. Donde sea que estemos, sea en la iglesia, en nuestra casa o en nuestro trato con el prójimo, debiéramos reflejar la preciosa imagen de Jesús». [5]
Esto es «iglesia» en su sentido más real: reflejar la «preciosa imagen de Jesús» en todo momento y lugar.
Y eso es exactamente lo que el mundo anhela ver.
Así que, ¿podría, por favor, la iglesia verdadera ponerse en pie? RA
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