Comentario lección 2 – Segundo trimestre 2016
El Evangelio de Mateo, a diferencia del de Lucas, que se detiene brevemente en algunos episodios de la niñez de Cristo, pega un salto desde su regreso a Nazaret desde Egipto siendo bebé hasta que inicia su ministerio luego de su bautismo, en torno a los treinta años.
JUAN EL BAUTISTA Y EL LLAMADO AL ARREPENTIMIENTO (Mat. 3:1-12)
Y lo primero que aparece es la figura inspiradora y fuerte de Juan el Bautista. Algunas películas lo representan como un personaje frenético, casi violento, que a los gritos arenga a las personas para que se arrepientan, cosa que no condice seguramente con la realidad de su personalidad. Pero sí es cierto que su predicación, así como será la de Jesús apenas inicia su ministerio público, estaba signada por un llamado directo y penetrante al arrepentimiento: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado” (Mat. 3:2); “Haced, pues, frutos dignos de arrepentimiento” (3:8); “Yo a la verdad os bautizo en agua para arrepentimiento” (3:11).
¿Por qué esta insistencia en el arrepentimiento? Porque el propósito último de la salvación no es meramente sabernos y sentirnos perdonados por Dios, justificados por su gracia, por causa de nuestra inevitable condición pecaminosa. Por muy importante y prioritario que sea esto (y lo es), el fin último de lo que Dios desea hacer en nosotros es restaurar su imagen perdida en el Edén; transformarnos a la semejanza de Cristo; sanarnos del pecado, que es nuestra mayor desgracia, en realidad. El evangelio completo es una invitación a un CAMBIO DE VIDA, de MENTE (que es lo que significa la palabra metanoia, en griego, que ha sido traducida en estos pasajes como arrepentimiento).
Hoy, cunde una predicación demagógica y proselitista que busca ganar la mayor cantidad de adeptos posibles para una iglesia, y para ello apela a un discurso que halaga al oyente, y solo o mayormente le presenta los “beneficios” del evangelio, incluso al punto de prometerle éxito y bienestar terrenal, y por supuesto el remate de una vida eterna. Pero es una predicación vaciada de contenido moral, solo utilitaria. El verdadero evangelio es ante todo una invitación de Dios a cambiar la mente, cambiar los valores, los principios, el corazón y la conducta, para alinearla con la voluntad de Dios, la semejanza con Cristo y el clima que se vive en el cielo. Por supuesto que el poder con el cual se realiza todo esto es por una obra milagrosa del Espíritu Santo (Juan 3), y que debemos llevar paz a los corazones agobiados por la culpa y la condenación del pecado, mediante la presentación de la gracia de Dios y el sacrificio absolutamente suficiente de Cristo. Pero tenemos que tener en cuenta que los seres humanos somos enfermos de pecado, y lo que necesitamos es ser sanados de él, antes de que nos destruya. Todos los seres humanos padecemos esta enfermedad. Los cristianos no somos menos enfermos que los que no profesan nuestra fe. Pero, lo que marca la diferencia en la salvación es la fe y el arrepentimiento. El cristiano también comete pecados, tiene defectos de carácter, tiene propensiones al mal. Pero no le gusta vivir en pecado. Se arrepiente de ellos, tiene una nueva orientación del corazón, hacia Dios en vez de hacia una vida marcada por el egoísmo.
Así como en los días de Juan el Bautista y Jesús, también se ha acercado el Reino de Dios a nosotros. En aquel entonces, esto representaba la primera venida de Jesús y su ministerio de amor y misericordia sobre la Tierra; el Reino de la gracia. Hoy, significa que ya falta poco para que llegue el Reino de la gloria. Y necesitamos irnos preparando ahora para la forma de vivir que tendremos en ese Reino eterno. Necesitamos empezar a vivir aquí como esperamos vivir en el cielo. Y eso implica una permanente actitud de arrepentimiento, de deseos de no consentir el pecado en nuestra vida.
Por otra parte, la figura de Juan el Bautista se vio marcada por la AUSTERIDAD. Si bien más adelante los fariseos hicieron un intento de contrastar a Jesús con Juan el Bautista, queriendo representar a Jesús como un hombre que disfrutaba más de la vida, mientras que presentaban a Juan como un hombre ascético (Mat. 11:18, 19), la verdad es que Jesús no tenía donde “recostar su cabeza” (Mat. 8:20). Ambos eran humildes en lo económico y en su estilo de vida. De otro modo, ¿con qué autoridad moral podrían haberse acercado a los pobres, los desvalidos, los trabajadores que luchaban arduamente para llevar el pan a sus hogares, si como sucede hoy con muchos dirigentes religiosos y muchos de nosotros hubiesen andado en autos último modelo, vestido trajes finos y habitado en casas muy por encima del nivel de la mayor parte del pueblo?
Ciertamente, como pueblo de Dios y como quienes creen que tienen una misión especial en el fin de la historia, deberíamos cultivar un estilo de vida sencillo, humilde, austero. Sobre todo teniendo en cuenta cuántos hermanos “dignos” de adentro y fuera de la iglesia padecen pobreza y necesidades, que nosotros podríamos ayudar a suplir si usáramos el dinero que Dios nos confió como mayordomos suyos en realizar sus obras de misericordia en el mundo en vez de en nuestra propia gratificación egoísta.
BAUTISMO DE JESÚS (Mat. 3:13-17)
El bautismo es un rito simbólico, cuyo significado es un reconocimiento de nuestra condición pecaminosa, el deseo de aceptar y recibir el perdón de Dios por nuestros pecados, y una manifestación de nuestro deseo de cambio. Pero sucede que Jesús ni era pecador, ni había cometido jamás pecados, ni necesitaba cambiar nada de su vida moral y espiritual.
Sin embargo, como nuestro Ejemplo supremo, se somete a observar un rito que nosotros deberíamos realizar, para cumplir con toda justicia (Mat. 3:15). ¡Qué paradójico e irónico es que algunos de nosotros nos resistamos a bautizarnos, o incluso si hemos tenido caídas graves y públicas que deshonran a Dios y a su iglesia nos resistamos a un rebautismo, mientras que Jesús, que jamás tuvo un pecado ni inclinaciones al mal, se haya bautizado, a pesar de la oposición de Juan! Si comprendemos nuestra condición pecaminosa aun a pesar de haber sido bautizados alguna vez, y nuestra necesidad del perdón de Dios y de limpieza interior, en realidad desearemos ser bautizados cada fin de semana, aun cuando sabemos que ese no es el plan de Dios.
Es muy notable la presencia de las otras dos Personas de la Deidad en el bautismo de Jesús. Mateo nos dice que “después que fue bautizado, subió luego del agua; y he aquí los cielos le fueron abiertos, y vio al Espíritu de Dios que descendía como paloma, y venía sobre él” (3:16). E inmediatamente, se oye la voz de Dios el Padre, que dice: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (3:17). El bautismo de Jesús fue el hito que marcó el inicio de su misión, y pareciera que frente a tamaño desafío los eternos compañeros divinos de Jesús hubiesen querido venir a darle todo su apoyo, su respaldo: la seguridad de la unción, la compañía constante y el poder del Espíritu Santo, y la seguridad de la aprobación del Padre sobre la persona y la misión de Jesús. No iba a estar solo para cumplir con su misión.
Lo hermoso es que estos son los mismos privilegios que podemos tener cada uno de nosotros. Cuando fuimos bautizados, lo hemos sido “en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mat. 28:20). La Deidad plena estuvo aprobando y apoyando nuestro bautismo, y las tres Personas en pleno se han comprometido a apoyar, acompañar y bendecir nuestra vida cristiana de ahí en más. Podemos, por la gracia de Dios el Padre, por la justicia y el sacrificio sustitutorios de Cristo, y por la obra regeneradora del Espíritu Santo, recibir por fe también las palabras benditas de aprobación de Dios: “Este es mi hijo amado, en el cual me complazco”. Y con esa conciencia de aprobación y de filiación divinas, marchar por la vida con la seguridad del respaldo de Dios y de su salvación.
TENTACIÓN EN EL DESIERTO (Mat. 4:1-11)
Sin embargo, aunque Jesús tenía la aprobación moral de Dios el Padre y la unción del Espíritu, experiencialmente necesitaba ser probado para cumplir su misión con madurez. Solo quien ha atravesado por luchas en la vida, por tentaciones, por pruebas, y ha salido triunfador, es una persona templada, suficientemente fuerte y madura para ayudar a quienes padecen tentaciones, pruebas y dificultades: “Porque convenía a aquel por cuya causa son todas las cosas, y por quien todas las cosas subsisten, que habiendo de llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionase por aflicciones al autor de la salvación de ellos” (Heb. 2:10); “Pues en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados” (2:18).
No podemos entender del todo este misterio. Pero de alguna manera Jesús pasó por un proceso similar al que utilizan los herreros para templar el metal. Eligen un pedazo de hierro de buena calidad. Lo moldean, le dan forma. Pero finalmente, para aumentar su fortaleza, lo someten al proceso del templado, aplicándoles calor extremo, al rojo vivo, para luego sí, una vez pasada la “prueba”, asegurarse de que sea un material suficientemente duro, resistente. Jesús tuvo que pasar por este proceso, y no nos extrañemos si también tenemos que hacerlo nosotros, para que Dios “nos saque buenos”.
Por supuesto, estas tres tentaciones no son las únicas que Jesús padeció en su vida. Son tan solo una muestra del acoso diabólico que sufrió desde el Pesebre hasta el Calvario. Pero nos dan una idea del tipo de estrategias satánicas que utilizo con Jesús para hacerlo caer y apartarse del plan de Dios para su vida, que son muy similares a las que utiliza con nosotros:
- Tratar de resolver nuestros problemas terrenales a nuestra manera, y hacernos creer que ellos son nuestra mayor necesidad (Mat. 4:1-4): Jesús estaba padeciendo un problema real y acuciante. Tenía hambre. Hacía cuarenta días que no comía un bocado. No era broma lo que estaba sufriendo. Sin embargo, en su contestación a Satanás nos revela que para él había una realidad superior, más importante que la circunstancias visibles, por terribles que parezcan: la realidad del Reino de Dios y de su justicia: “Escrito está: No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mat. 4:4). Hacer de Dios, de su Reino, de su justicia, la prioridad número 1 en nuestra vida nos asegura que si nosotros nos ocupamos de las cosas de Dios, él podrá entonces ocuparse libremente de las nuestras. Porque si no lo hacemos así, si no nos ocupamos de las cosas de Dios y de su justicia (vivir de acuerdo con su voluntad), seguramente vamos a tener enfoques de la vida, actitudes, pensamientos, sentimientos y conductas que de alguna manera impedirán a Dios actuar como quisiera para bendecirnos.
- Incurrir en conductas temerarias y descabelladas, bajo el pretexto de la fe: Cuántos creyentes, en nombre de su fe en Dios, incurren en actitudes irracionales, faltas de sentido común, cuando en realidad lo que tienen es presunción. La palabra “presunción” (un sustantivo) está asociada al adjetivo “presumido”, que según el Diccionario de la Real Academia Española es alguien “vano, jactancioso, orgulloso, que tiene alto concepto de sí mismo”. En realidad, la presunción espiritual presupone un creyente con un grado alto de narcisismo, que cree tener un tipo especial de relación con Dios por encima de sus hermanos creyentes, que cree ser un “elegido”, y por eso delira con la idea de que puede legitimar sus actitudes irresponsables bajo la pretensión de que cuenta en todo momento con el aval divino. Hay creyentes que por ejemplo no van al médico ni aceptan ningún tipo de medicación química, porque entienden que Dios es su sanador, y que aceptar la ayuda de la medicina científica sería una negación de su fe. O que abandonan su trabajo estable para lanzarse a alguna aventura misionera, con la idea de que “Dios proveerá”, dejando “a la buena de Dios” a su familia. Pero la respuesta de Jesús a Satanás es bastante aleccionadora: “No tentarás al Señor tu Dios” (Mat. 4:7). En otras palabras, no lo obligues a hacer un milagro para salvarte del lío en el que tú mismo te has metido por tu falta de racionalidad y de responsabilidad.
- Deslumbrarnos por el éxito y la aparente felicidad que nos ofrece el mundo, para hacernos claudicar de nuestra fidelidad a Dios: Sea éxito económico, romántico, profesional, o la posibilidad de gozar en forma irrestricta de diversos placeres, o cualquier otra cosa que nos haga preferir a este mundo antes que a Dios, el enemigo tratará de que nuestro foco de atención esté en esta vida en vez de en nuestro Creador, Padre y amigo. Y, así como lo hizo Esaú, cuántos de nosotros vendemos nuestra “primogenitura” por un mísero “plato de lentejas”. Jesús nos enseña, en cambio, el camino de la verdadera felicidad: darle nuestra suprema lealtad a quien realmente lo merece, apostar a lo verdaderamente valioso, que es nuestra relación con Dios: “Al Señor tu Dios adorarás, y a él sólo servirás” (4:10).
LUZ EN LAS TINIEBLAS (Mat. 4:12-17)
Jesús inicia su ministerio en Galilea, específicamente en la ciudad de Capernaúm, que pertenecía al territorio de las antiguas tribus de Zabulón y Neftalí. Son conmovedoras las palabras del Evangelio:
“Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles; el pueblo asentado en tinieblas vio gran luz; y a los asentados en región de sombra de muerte, luz les resplandeció” (vers. 15, 16).
Una de las funciones principales de Jesús es disipar las tinieblas en las que vivimos los seres humanos por causa del pecado. Tinieblas por ideologías y doctrinas llenas de oscuridad diabólica, que dejan vacía el alma y a merced de los engaños satánicos, como el ateísmo/escepticismo, como el ocultismo en sus distintas modalidades (espiritismo, brujería, hechicería, adivinación, parapsicología, etc.), como tantas ideas morales que pervierten al ser humano. Tinieblas por los propios pecados que nos esclavizan y nos degradan, los propios traumas y conflictos psicológicos, el propio vacío existencial, la propia desesperanza frente a las pérdidas y la muerte. Tinieblas por vivir lejos de Dios. Pero Jesús es la Luz del mundo, y donde él está presente hay un fanal de luz que disipa la oscuridad de este mundo caído. Eso es lo que quiere hacer Jesús en cada una de nuestras vidas; llenarlas con su luz, con su bondad, con la esperanza que solo él puede brindar. Nosotros podemos seguir nuestra inercia, nuestros viejos moldes de pensamiento y acción, nuestra “zona de comodidad”, sin atrevernos al cambio, y entonces seguir inmersos en nuestras tinieblas. O podemos permitir que Jesús penetre en nuestra vida, la afecte, la transforme, la llene de su luz. Pero eso siempre significará un cambio, y debemos estar dispuestos a él si queremos experimentar la bendición de su presencia en nuestra vida.
EL LLAMADO AL DISCIPULADO (Mat. 4:18-22)
Cuando leemos el relato del llamamiento de Jesús a sus discípulos, y la respuesta tan espontánea y decidida que dieron a ese llamado, pareciera que creemos que respondieron por arte de magia. Sin embargo, cuando leemos el relato de Juan 1:35 al 51, notamos que los discípulos ya habían tenido contactos previos con Jesús, ya habían tenido la oportunidad de conocerlo y entablar una relación con él. Ya se habían convertido en sus amigos. Ahora Jesús les hace un llamado más directo, y lo que hacen es responder no al llamado de un extraño, sino de un Amigo maravilloso al que estaban conociendo: “Y las ovejas le siguen [al Buen Pastor], porque conocen su voz. Mas al extraño no seguirán, sino huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños.[…] Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen” (Juan 10:4, 5, 27).
Nadie en su sano juicio y sentimientos es capaz de abandonar sus afectos más entrañables, su hogar, su gente, su estilo de vida, su seguridad laboral y económica, por algo desconocido y de poco valor. Solamente se resigna algo valioso si uno sabe que obtiene algo de mayor valor. En el poco tiempo que aprendieron a conocer a Jesús, los discípulos llegaron a apreciar el valor infinito de la persona, las enseñanzas y la obra de Jesús. Él llegó a ser para ellos “el tesoro escondido”, la “perla de gran precio” (Mat. 13:44-46), y estuvieron dispuestos a dejarlo todo con tal de obtenerlo. Lo mismo le sucedió a Pablo: “Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (Fil. 3:7, 8).
No a todas las personas Jesús les pide que dejen todas sus actividades y relaciones significativas que tenían antes de conocerlo. Mucho menos que descuiden sus responsabilidades familiares. Pero lo que sí necesitamos, a fin de romper ataduras que nos esclavizan, crecer espiritualmente, desarrollarnos como discípulos (seguidores, imitadores y servidores de Cristo), es la DISPOSICIÓN a la entrega total, a ser conducidos por él, a permitirle que él cumpla su plan, su proyecto para nuestra vida, a hacer su voluntad, y a estar en el lugar y hacer la obra que él quiera que hagamos.
UNA MISIÓN INTEGRAL (Mat. 4:23-25)
Jesús tenía muy poco tiempo para estar en la Tierra (solo le quedaban tres años). Podría haber razonado, como hacen hoy algunos profesionales religiosos, que debía dedicar todas sus energías a la obra de la predicación oral del evangelio, reduciendo la misión a este aspecto sola o principalmente, y no dejar que sus energías y tiempo se “distrajeran” con obras humanitarias que, en definitiva, no lograrían solucionar todos los problemas sociales y de salud de la sociedad. Sin embargo, este no fue el razonamiento de Jesús. Su obra fue una obra integral: “Y recorrió Jesús toda Galilea, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo” (Mat. 4:23).
Es que la misión también consiste en aliviar “la carga que soporta la pobre humanidad” (Himnario Adventista, Nº 552). Y no como un recurso proselitista para producir un “impacto” esporádico en la sociedad a fin de que luego nos sea más fácil predicar el evangelio, sino porque la misericordia activa en favor del necesitado, del sufriente, es PARTE ESENCIAL DE LA NATURALEZA DEL CRISTIANO, es lo que demuestra lo genuino de nuestra fe y lo que le da verdadera autoridad moral a nuestra predicación oral del evangelio.
Que, por la gracia de Dios, todos nosotros seamos verdaderos discípulos de Jesús; es decir, sus imitadores en todas las cosas: en carácter, en amor, en rectitud, en apego a la Palabra de Dios, en fidelidad al Padre, en servicio abnegado y amoroso en favor de nuestros hermanos los hombres que sufren los efectos de vivir en este mundo de pecado. Y que, como Jesús, podamos iluminar sus vidas al presentarles a Aquel que es la Luz del mundo.
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