¿Qué quiere decir la Biblia cuando llama a Jesús el «Hijo de Dios»?
Sin duda, es la pregunta más debatida en la historia cristiana. Un tema, en efecto candente, porque algunos han sido literalmente quemados en la hoguera por dar lo que otros consideraron la respuesta incorrecta a esa pregunta. Me gustaría aventurar que la única forma de responder con precisión es tomar algo de distancia y leer la Biblia por lo que es, una narrativa épica, en lugar de simplemente alinear versículos bíblicos para probar una posición personal sobre el tema. Cuando leemos la Biblia en su conjunto, descubrimos que la filiación es un tema guía importante.
En su mayor parte, la filiación de Cristo se ha abordado mediante el uso de interpretaciones extrabíblicas de versículos individuales, mientras se pasa por alto su contexto narrativo más amplio. Mi premisa es que la respuesta a la pregunta surge naturalmente cuando nos dedicamos a leer el Nuevo Testamento a la luz del Antiguo. Como ejemplo principal, ¿qué significa Juan 3:16? «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito…»
Aquellos que toman la posición de que Jesús es el Hijo de Dios en el sentido de que, de alguna manera fue traído a la existencia por el Padre –afirmando que no existía anteriormente–, miran ese versículo y razonan de la siguiente manera: Todos sabemos que un padre humano existe antes de su hijo; es la fuente de su hijo. La relación entre un padre y un hijo es cronológica; siempre precede a un hijo. Por lo tanto, si Jesús es llamado el «hijo» de Dios, no pudo haber existido siempre con el Padre, sino que tiene que haber sido traído a la existencia por el Padre de alguna manera y en algún momento. Concluyen entonces, que solo el Padre es Dios eterno, y Cristo es divino solo en algún sentido menor que le confirió el Padre.
Todo eso es bastante lógico como una pieza aislada de razonamiento. El único problema es que cuando el Nuevo Testamento llama a Cristo el «Hijo» de Dios, tiene en mente algo completamente diferente. La Biblia se refiere a otra cosa, no a cómo y cuándo Cristo fue traído a la existencia como ser divino menor después del Padre. Por el contrario, la Biblia nos está contando una historia que define exactamente lo que significa cuando designa a Cristo como el Hijo de Dios. Vamos a esbozar la esencia de esa historia.
Una profecía de la progenie
La Biblia comienza presentándonos al primer hijo de Dios de la historia. Su nombre era Adán. En la genealogía de Jesús en Lucas, cada persona en el linaje es llamada «hijo» de algún padre humano, hasta que nos remontamos a Adán, el primer hombre, que es llamado «el hijo de Dios» (Luc. 3:38). Adán fue «el hijo de Dios» en un sentido primario, como la primera persona creada por Dios, mientras que todos nosotros somos hijos de Dios por procreación. Fue el primero de su especie, el primer humano, del que surgirían todos los demás. Dios creó a Adán a su propia imagen, y Adán luego procedió a procrear a su propia imagen (Gén. 1:27; 5:3). Ese fue el plan divino en la creación de la humanidad. Pero luego vino la caída (Gén. 3:1-5).
En respuesta a la caída, Dios prometió enviar una descendencia al mundo para salvarnos: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; esta te herirá en la cabeza, y tú la herirás en el talón» (Gén. 3:15). Observe que la promesa de liberación se establece en el lenguaje de la progenie. Dos grupos de personas estarán en desacuerdo a lo largo de la historia. Con el tiempo, nacerá una «descendencia» especial para contrarrestar a Satanás y revertir los efectos de la caída. Adán, «el hijo de Dios», fracasó ante la tentación. Pero nacerá un Niño que aplastará a la serpiente. Un segundo «Adán» –otro hijo–, el «Hijo de Dios» subirá al escenario de la historia y tendrá éxito donde el primer Adán fracasó (1 Cor. 15:45). Desde el principio, Dios está abordando el problema del pecado en términos de progenie, sucesión familiar y el nacimiento de un Hijo. El Dios que creó a la humanidad tiene la intención de salvar a la humanidad desde adentro, de la posición estratégica de un «Hijo de Dios» dentro del linaje adámico.
Israel, mi hijo
Dios llama a Abram y a su esposa, Sarai, para que salgan de Ur, su patria babilónica, y promete establecer una gran nación a través de su línea genética, en la que todas las naciones de la tierra serán bendecidas (Gén. 12). La promesa se llama el «pacto» de Dios (Gén. 15), que es claramente una versión ampliada de la promesa dada en Génesis 3:15. El plan de progenie está avanzando. Cuando Abraham y Sara tienen a Isaac, se lo designa como el «hijo» de la «promesa» (Gén. 21:1-7; Gál. 4:23).
Queda claro que el punto es el pacto, no la cronología. El hijo «primogénito» es el canal designado a través del cual la promesa del pacto debe transmitirse de generación en generación. Pero en un giro narrativo que enfatiza la naturaleza espiritual del plan, pronto vemos que el primogénito genético no siempre es el primogénito del pacto. Isaac es el hijo primogénito de Abraham –después de Ismael–, pero Isaac es el hijo primogénito de la promesa. Isaac se casa con Rebeca, y la promesa pasa a su hijo, Jacob, quien técnicamente es el segundo hijo, después de Esaú. La transmisión de la promesa del pacto es el punto subyacente que Dios está persiguiendo; no se basa en el orden de nacimiento. Lo que importa es que se establezca una línea a través de la cual un nuevo «hijo de Dios» entrará en el marco humano para contrarrestar a la serpiente; para revertir el fracaso de Adán.
Las esposas de Jacob luego dan a luz a 12 hijos. El nombre de Jacob se cambia a Israel, y sus 12 hijos y todos sus hijos se conocen corporativamente por el nombre del pacto de su padre, Israel. Pero Israel llega a Egipto y se convierte en un pueblo esclavizado. Dios finalmente envía a Moisés para liberar a Israel de la esclavitud. En ese punto de la historia, el lenguaje de la progenie iniciado en Génesis 3:15 adquiere una aplicación ampliada de la filiación con respecto a Israel como nación: «Israel es mi hijo, mi primogénito. Ya te he dicho que dejes ir a mi hijo, para que me sirva» (Éx. 4:22, 23). Israel ahora es designado como el «hijo primogénito» de Dios, en singular. Es el hijo de la nación primogénita de Dios. Israel, ahora liberado de la esclavitud, crece, generación tras generación, hasta que nace un niño llamado David que se convierte en el rey de Israel. En él, aparece representada la identidad corporativa de Israel, que adquiere un significado profético. Nuevamente, para transmitir la idea de sucesión, Dios emplea el lenguaje de «hijo». En el Salmo 2, David canta de sí mismo como el «hijo» de Dios y el «ungido» de Dios, mientras que simultáneamente canta proféticamente sobre la venida del Mesías.
A medida que la historia continúa desarrollándose, David tiene un hijo, a quien le da el nombre de Salomón. Fiel a su plan, Dios transfiere el lenguaje de «hijo» a Salomón (1 Crón. 22:10).
El patrón es obvio.
Adán, el hijo de Dios, falla en su papel de filiación. Dios promete iniciar un linaje mediante el cual un hijo vendrá a rectificar el asunto. Dios establece un pueblo mediante el cual se puede cumplir la promesa, y se desarrolla una sucesión de hijos desde Abraham, el hijo de Dios, hasta Isaac, el hijo de Dios; Jacob, el hijo de Dios; Israel, el hijo corporativo de Dios; David, el hijo de Dios; Salomón, el hijo de Dios. Todo con un gran fin, que es el nacimiento de la «descendencia» prometida, el remplazo de Adán, quien rectificará la caída siendo «el Hijo de Dios» con fidelidad al pacto. Hay, por lo tanto, un puente narrativo deliberado entre el Antiguo Testamento y el Nuevo.
Jesús, mi Hijo
El Nuevo Testamento comienza llegando al pasado para lanzarse coherentemente hacia el futuro: «Libro de la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham» (Mat. 1:1).
Cuando abrimos el Nuevo Testamento, lo primero que se nos dice es que Jesús no es otro que el «hijo de David, hijo de Abraham» y, por lo tanto, el «Hijo de Dios» en su linaje del pacto. El Nuevo Testamento simplemente está retomando donde la historia lo dejó en el Antiguo Testamento. Cristo es la «descendencia» de «la mujer», prometida a Adán y Eva en el Edén. Es el «hijo» de la «promesa» tipificado en el hijo de Abraham: Isaac; y en el hijo de Isaac: Jacob; y en los hijos de Jacob: Israel; y en el hijo de Israel: David; y en el hijo de David: Salomón.
Jesús es el Hijo de Dios en el sentido de que cumple toda la trama narrativa del Antiguo Testamento al vivir con éxito el propósito que Dios tenía para la humanidad todo el tiempo. En el momento en que nos damos cuenta de esto, percibimos que la intención del Nuevo Testamento al llamar a Jesús «el Hijo de Dios» es informarnos, no sobre sus orígenes ontológicos, sino sobre su papel narrativo. Al designar a Jesús como «el Hijo de Dios», el Nuevo Testamento no intenta decirnos que hace mucho tiempo, en la eternidad pasada, Dios trajo a la existencia a otro ser divino por algún misterioso medio de nacimiento, sino más bien que Jesús es el Hijo del pacto de Dios como el cumplimiento culminante de toda la narrativa del Antiguo Testamento.
Pablo escribe a los romanos con perfecta conciencia de que la posición de filiación de Jesús tiene lugar dentro del linaje narrativo de Israel y el rey David: «Pablo, siervo de Jesucristo, llamado a ser apóstol, apartado para el evangelio de Dios, que él había prometido antes por sus profetas en las santas Escrituras: evangelio que se refiere a su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que era del linaje de David según la carne, que fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos» (Rom. 1:1-4).
Jesús fue «designado» para ser «el Hijo de Dios» en virtud de dos realidades: (1) porque nació del linaje de David; y (2) porque salió victorioso sobre la muerte debido a su alineación con «el Espíritu de santidad». En otras palabras, su carácter se alineó con su linaje, lo que no se podía decir de David. Una vez más, esto demuestra que el Nuevo Testamento se está dirigiendo, no a la antigua ontología de Jesús cuando lo llama Hijo de Dios, sino más bien a su identidad de pacto en el linaje genealógico de David.
Ahora podemos leer Juan 3:16 por lo que realmente significa dentro del flujo narrativo de las Escrituras:
De tal manera Dios: el Dios de Israel que guarda el pacto;
amó: con la fidelidad infalible de su juramento de pacto;
al mundo: toda la población hebrea y gentil del mundo que Dios le dijo a Abraham que bendeciría por
medio de su descendencia;
que dio a su Hijo unigénito: tal como, por medio de todos los profetas, prometió que lo haría; como se
prefiguró en Isaac, el «hijo unigénito» de la promesa de Abraham y como se tipifica en David, el hijo mesiánico
de Dios del reino del pacto eterno.
La gran recreación
Como el Hijo de Dios del pacto, la vida de Jesús fue una recreación completa de la historia de Israel. Pasó por el mismo terreno que Israel atravesó, y salió victorioso –a diferencia de todos los fracasos de este–. Los paralelismos entre las dos historias son deliberados y evidentes.
En el Antiguo Testamento, un joven llamado José tuvo sueños y fue a Egipto para preservar a su familia, y entonces Israel se mudó a Egipto para escapar de una muerte segura (Gén. 42; 45:5). En el Nuevo Testamento, otro José tuvo sueños y entonces huyó con su familia a Egipto para escapar de una muerte segura (Mat. 2:13-15).
Cuando Israel salió de Egipto, Dios llamó a la nación «mi hijo» (Éx. 4:22). Cuando Jesús salió de Egipto, Dios dijo: «De Egipto llamé a mi hijo» (Mat. 2:15), trazando un paralelo deliberado entre Jesús y el antiguo Israel.
El pueblo de Dios pasó por el Mar Rojo (Éx. 14:10-13). El apóstol Pablo dice que fueron «bautizados en Moisés… en el mar» (1 Cor. 10:2). Inmediatamente después de ser llamado Hijo de Dios, Jesús fue bautizado como representante corporativo de Israel (Mat. 3:13-17). Israel vagó por el desierto de la tentación durante cuarenta años en su camino hacia la Tierra Prometida (Éx. 16:1 17). Jesús pasó cuarenta días en el desierto, siendo tentado por el diablo, antes de comenzar su ministerio terrenal (Mat. 4:1 11).
El antiguo Israel estaba compuesto por los doce hijos de Jacob y su posteridad (Gén. 35:22-26). Jesús llamó deliberadamente a doce apóstoles, de los cuales surgió el Israel espiritual (Mat. 10:1-4; Gál. 3:29; Efe. 2:19-22). Moisés subió al monte Sinaí para recibir los Diez Mandamientos de Dios, y los entregó a Israel (Éx. 19; 20). Jesús predicó la ley en el Monte de los Olivos, y allí magnificó el significado espiritual de la Ley y pronunció las diez Bienaventuranzas (Mat. 5-7). Israel fue llamado por Dios para ser «un reino de sacerdotes y una nación santa» (Éx. 19:6). La iglesia que Jesús fundó está llamada a ser «linaje escogido,real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios» (1 Ped. 2:9), compuesta por personas de todas las naciones (Apoc. 7).
Finalmente, Moisés levantó la serpiente en un asta en el desierto y le dijo al pueblo que mirara y viviera (Núm. 21:9). Jesús fue levantado en una cruz, llamando a que todos lo miraran y fueran sanados de la culpa y el pecado (Juan 3:14-17; 12:32; Heb. 12:1, 2).
Es evidente que cuando el Nuevo Testamento llama a Jesús el «Hijo de Dios», lo hace dentro del marco muy específico de la narrativa bíblica más amplia. Fue designado el «Hijo primogénito de Dios» en paralelo directo a la misión del pacto de Israel como el «hijo primogénito» de Dios (Éx. 4:22, 23; Rom. 8:29; Heb. 1:6).
Habiendo venido al mundo mediante la encarnación, Jesús se convirtió en la encarnación corporativa de Israel, o el «Hijo primogénito [del pacto] de Dios». Todo lo que Dios prometió por medio de Israel se cumplió en Cristo. Claramente, esto es lo que el Nuevo Testamento quiere decir cuando llama a Cristo «el Hijo de Dios».


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