No es nuestro gran número lo que honra a Dios, sino nuestro carácter.
Trabajando a escondidas para que no lo vieran los madianitas, Gedeón daba vueltas y vueltas en sus pensamientos. ¿Por qué nos suceden todas estas cosas? ¿Dónde están las maravillas que Dios hizo por nuestros padres? ¿Nos abandonó acaso? De pronto, Dios entra en escena. Los pensamientos de Gedeón se vuelven palabras. Amargas palabras.
Dios le dice que lo eligió para solucionar el problema. “Y el Señor lo miró, y dijo: Ve con esta tu fuerza, y libra a Israel de la mano de los madianitas. ¿No te he enviado yo?” (Juec. 6:14, LBLA).
Pero Gedeón sigue en su amargura mental. Y en su complejo de inferioridad: soy una persona insignificante – el menor de la casa de mi padre y mi familia es una de las más pobres en Manasés (vers. 15). ¿Qué puedo hacer yo? Moisés, que seguro observaba la escena desde el Cielo, habrá tenido una sensación de déjà-vu.
A veces olvidamos que, cuando Dios llama, también capacita. Pero él nos tiene paciencia y nos muestra su misericordia. Él sabe de qué estamos hechos, se acuerda de que somos solo polvo (Sal. 103:13, 14). “Ciertamente yo estaré contigo, y derrotarás a Madián como a un solo hombre”, le dijo el Señor (Juec. 6:16, LBLA). La cuestión no era lo que podía hacer Gedeón sino lo que podía hacer Dios con Gedeón si aceptaba tomar el camino de la fe.
Las escenas que siguen en esta historia nos muestran cómo Dios, con mucho amor y paciencia, camina al lado de Gedeón para desarrollar fortaleza en su identidad como hijo de Dios. Su Padre celestial estaba ahí, dándole todo lo que necesitaba para convencerse de que no estaba solo.
Y, cuando Gedeón estuvo listo a nivel personal para empezar, había otra lección más que tendría que aprender: la misión de Dios no se encara con la lógica de la humanidad. Para enfrentar al multitudinario ejército de los madianitas, le parecía lógico juntar el ejército más grande posible. Pero esta no era la lógica divina. “Y el Señor dijo a Gedeón: El pueblo que está contigo es demasiado numeroso para que yo entregue a Madián en sus manos; no sea que Israel se vuelva orgulloso, diciendo: “Mi propia fortaleza me ha librado” (Juec. 7:2, LBLA).
Finalmente, el “ejército” de Gedeón debe haberse convertido en el hazmerreír de muchos. Pero… “no solo poseían valor y dominio de sí mismos los trescientos hombres elegidos, sino que eran también hombres de fe. No los había contaminado la idolatría. Dios podía dirigirlos, y por su medio librar a Israel. El éxito no depende del número. Tanto puede Dios libertar por medio de pocos como de muchos. No le honra tanto el gran número como el carácter de quienes lo sirven” (Elena White, Patriarcas y profetas, cap. 53, p. 533).
Aquí Gedeón experimentó en su propia vida que Dios juega en otra liga. Para Dios, la fuerza de los números puede ser una debilidad mientras que la fuerza del más débil que se aferra a él puede mover montañas. Para Dios, nuestra fuerza no está en cuántos somos, sino en cuán dispuestos estamos a dejarnos transformar por él.
Y me pregunto (con lógica humana), ¿por qué eligió Dios a Gedeón, que se encontraba sumido en su amargura y en su complejo de inferioridad, para liderar esta misión, y no a alguno de los trescientos hombres de su ejército que eran un ejemplo de fe, valor y dominio propio? Se hubiese ahorrado toda la paciencia que tuvo que tener para preparar a Gedeón y todo hubiese sido más expeditivo, ¿no?
¿Puede ser acaso que Dios armó su plan no solo para liberar a Israel de los madianitas, sino también para liberar a Gedeón de su amargura y sentimiento de insignificancia, y convertir su historia en un ejemplo de lo que desea hacer por cada uno de sus hijos?
Gracias a Dios que su lógica no es la nuestra. Que Dios sigue obrando nuestra transformación –nuestra santificación– llevándonos a comprender, pacientemente, que una vida vivida en sus términos nos purifica y ennoblece.



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