La nueva tendencia de una antigua tentación.
A fines de marzo y a principios de abril, y gracias a la Inteligencia Artificial (IA), las redes sociales se llenaron de personas que subían fotos suyas con un estilo de dibujo llamado “anime”. Así, muchos usuarios optaron por caricaturizar sus fotos según diferentes estilos o escuelas de diseño: “Pixar”, “Knitted toy”, “Minecraft”, “Lego”, “Muppet” y, el más viralizado: “Studio ghibli”.
Esto se debe a que, con los avances de la IA, herramientas como ChatGPT ahora permiten crear imágenes a partir de descripciones textuales. Basta con escribir cómo se quiere que algo luzca, y en segundos (¡como mágicamente!) aparece una ilustración exacta del deseo.
Así como hoy diseñamos imágenes digitales a gusto, muchas veces también diseñamos algo que podríamos llamar “Un dios personalizado”; es decir, uno adaptado a nuestras preferencias, estilo de vida y visión del mundo, como si de un “prompt” de ChatGPT se tratara.
Esta práctica, aunque sutil, es peligrosa porque “creamos” un dios que nunca nos confronta, que aprueba todo lo que pensamos o sentimos, que se adapta a nuestros tiempos y no exige transformación alguna. Sin duda, esto puede parecer más cómodo para nosotros, pero un dios así no sería el Dios de la Biblia. Es —apenas— una proyección de nosotros mismos con disfraz de divinidad.
Esto ya sucedió en la historia del pueblo de Dios. En Éxodo 32, por ejemplo, leemos que Israel (al sentir la ausencia física de Moisés) le pidió a Aarón que les hiciera dioses para que los guiaran y fueran delante de ellos (vers. 1). Así, nació el becerro de oro, o sea, una imagen tangible, familiar y (por sobre todo) controlable. Fue una manera de tener un dios “a medida”, visible y palpable, aunque vacío de verdad. Y la consecuencia fue el desvío espiritual y el juicio divino.
Otro ejemplo aparece en Romanos 1, donde Pablo explica que los hombres cambiaron la gloria del Dios incorruptible por imágenes corruptibles, y como resultado su pensamiento se entenebreció. Es decir, crear una imagen falsa de Dios —aunque no sea una escultura física— nos lleva a una relación falsa con él, a un entendimiento distorsionado del bien, del mal, y también de nosotros mismos. En vez de ser nosotros transformados por Dios, lo transformamos a él en una idea que nos deja igual, a merced de nuestros gustos e inclinaciones.
Este fenómeno también ocurre hoy cuando decimos frases como: “Yo no creo en un Dios que juzga”, “Para mí, Dios solo quiere que yo sea feliz, así que puedo hacer lo que me gusta” y “Yo me conecto con Dios a mi manera”. Aunque suenan modernas, estas frases reflejan una vieja estrategia del corazón humano: mantener el control.
No obstante, el Dios verdadero no es una construcción cultural, ni mucho menos emocional. Él es quien dice ser en su Palabra, no quien nosotros queremos que sea.
Por eso, vale la pena hacer una pausa y preguntarnos: ¿Estoy conociendo realmente al Dios de la Biblia o solo estoy alimentando una imagen de él hecha a mi gusto? ¿Estoy dejando que él me transforme o estoy moldeando mi fe para no tener que arrepentirme de mis pecados y cambiar de vida?
Hoy, en un mundo lleno de opciones e interpretaciones, el llamado sigue siendo el mismo: “No tendrás otros dioses fuera de mí” (Éxo. 20:3). Volver a estudiar en profundidad la Escritura, rendir nuestras ideas a las de la Biblia, y aceptar que Dios es infinitamente más grande, más santo y más sabio que nuestras proyecciones es el primer paso para una relación auténtica y transformadora con él.
Dios no necesita ser rediseñado. Nosotros sí. Y por completo.
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