Los beneficios de la desconexión.
María terminó de hacer las maletas de sus hijos, Carlos (de once años) y Juan (de ocho). Su marido metió sus cosas en el maletero del automóvil. Serían seiscientos kilómetros de carretera y quería salir pronto para no quedarse atascado en el tráfico.
Hacía mucho tiempo que no iban a aquel hotel alejado de la ciudad, que era muy bonito. Juan estaba muy ilusionado. Las últimas vacaciones de la familia en ese lugar habían sido hacía cuatro años, y las había disfrutado mucho porque su padre lo había llevado por unos senderos cercanos a aquel hotel rural.
Sin embargo, Carlos pensaba que este paseo no sería bueno porque no habría mucha señal de Internet, y últimamente estaba más pendiente del teléfono que de hacer otras cosas. Por esta razón, su madre se quejaba mucho de que ya no hablaba con la familia y él se enfadaba porque su padre (paradójicamente) estaba todo el tiempo pendiente de su celular. La incoherencia era visible y estaba a la orden del día. La explicación “Lo que pasa es que tu papá usa su teléfono para trabajar” no lo convencía en absoluto y todos los sabían.
Esa noche, antes de que su marido se fuera a la cama, la esposa le habló del tema: “Amor, por favor, en estas vacaciones, vamos a intentar que nadie esté pendiente del celular; hay que desconectarse en algún momento… yo sé que tú puedes hacerlo”. Su marido la miró y estuvo de acuerdo en que era importante, y se fue a dormir.
Los dos primeros días de esa semana fueron un reto complicado. Dejar el celular apagado siempre traía algún conflicto, e incluso hubo momentos en los que María tuvo que controlar los ánimos de todos. Más allá de esto, al tercer día sin celular, las cosas empezaron a calmarse. Carlos empezó a hablar más con sus padres y a jugar más con su hermano. Parecía que se habían eliminado las barreras a la comunicación familiar y que todos empezaron a disfrutar más.
Lo más interesante de las vacaciones fue el comentario de Carlos: “Papá, hacía mucho que no tenía esta sensación; que el tiempo pasa despacio… parece que el día no se acaba nunca, ¡me gusta!”
En mis vacaciones familiares, tengo una práctica que me ha ayudado mucho, y cualquiera que me conozca sabe lo mucho que hablo de ella. Suelo dejar el teléfono en la caja fuerte de la habitación del hotel, y solo lo enciendo por la noche para tranquilizar al resto de la familia y que sepan que estamos vivos y disfrutando. Mi mujer toma las fotos con su celular, pero incluso hay días en los que yo también tomo su teléfono y lo meto en la caja fuerte. Realmente notamos la diferencia cada vez que ponemos esto en práctica, y también vemos cuánto tiempo nos consume cuando –por alguna razón– no dejamos el aparato en la caja fuerte.
Estamos perdiendo la costumbre de mirarnos a los ojos, de prestar atención al paisaje, y de absorber y disfrutar del momento que estamos viviendo en vacaciones. El tiempo pasa a un ritmo muy diferente cuando nuestra mente está pegada al celular, y la industria sabe lo mucho que nos absorbe. Así, nuestras vacaciones pasan de largo, y nuestra mente no disfruta ni descansa realmente.
Estar desconectados del teléfono nos ayudará a centrarnos en lo más importante del momento. Nos ayudará a conectar con nuestra familia de otra manera e incluso a conectar con Dios de otra manera.
Además, cada semana tenemos el sábado, un día de reposo que Dios nos ha regalado para que podamos volver a conectar con él, hablar con él, aprender de él y disfrutar del día con él. El reto de dejar el celular es semanal. ¿Lo conseguiremos tú y yo?
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