Jesús se preocupa por las personas.
El sol ya se estaba escondiendo sobre el horizonte, pero todavía podía verse con nitidez toda la ciudad de Jerusalén, desde la posición privilegiada del Monte del Templo. Jesús sabía que le quedaba poco tiempo. Estaba abrumado porque preveía no solo lo que le sucedería en la Cruz, sino también el camino que le quedaba por recorrer hasta ella.
A todas estas cargas se sumaba la preocupación por lo que le sucedería a su pueblo, Israel. Durante los tres años y medio que había durado su ministerio, si bien grandes multitudes lo habían seguido, gran parte del liderazgo de Israel (líderes políticos y religiosos) no solo habían negado su identidad como Mesías, sino también habían tratado de interrumpir su ministerio y, si les hubiera sido posible, de hacerlo desaparecer de la faz de la Tierra.
Sí, Jesús sabía que esos mismos labios que lo habían vitoreado en su entrada triunfal a Jerusalén, unas horas más tarde, pedirían su muerte en la cruz. Pero Jesús no estaba preocupado porque lo rechazaban a él. No, él estaba preocupado porque, al rechazarlo, estaban rechazando la salvación eterna y su condición de pueblo escogido.
Por eso, al mirar la ciudad, Jesús se conmovió hasta en sus fibras más íntimas: “¡Gente de Jerusalén, gente de Jerusalén! Ustedes matan a los profetas y a los mensajeros que Dios les envía. Muchas veces quise protegerlos, como protege la gallina a sus pollitos debajo de sus alas, pero ustedes no me dejaron. Su templo quedará abandonado. Les aseguro que a partir de este momento no volverán a verme, hasta que digan: ‘Bendito el Mesías que viene en el nombre de Dios’ ” (Mat. 23:37-39, TLA).
Después vendrían las señales proféticas, que abarcaron el futuro inmediato de Israel y su capital, Jerusalén (“¿Ven todos esos edificios? Les digo la verdad, serán demolidos por completo. ¡No quedará ni una sola piedra sobre otra!” [Mat. 24:2, NTV]); además del futuro más distante de todo el mundo (“Dinos, ¿cuándo sucederá todo eso? ¿Qué señal marcará tu regreso y el fin del mundo?” [vers. 3, NTV]).
Jesús se preocupó primero por la gente. Luego vendrían las profecías (que también están centradas en las personas). Tampoco se preocupó primero por cuestiones ideológicas o de la grieta que dividía a unos y otros en la Jerusalén de sus tiempos.
No, la primera reacción de Jesús fue llorar por el destino de los miles de personas que podía ver en la ciudad amada. Y luego, cuando presentó su sermón profético, seguía interesado en esas personas y los millones que más tarde guiarían su vida de acuerdo con las señales proféticas que él dejaría.
Hoy, vemos nuevamente a Israel convulsionado. Ese mismo territorio por el que caminó Jesús es testigo de derramamiento de sangre, que genera muerte y sufrimiento. Ante este escenario, lo primero que hacen algunos es discutir acerca de profecías: “Lo que está sucediendo, ¿estaba profetizado?”, es lo primero que se preguntan algunos. “Yo sabía que esto le iba a suceder a Israel”, afirman otros. Una reacción común es verlo a través de los lentes ideológicos, apurándose a defender la causa palestina o la sionista, según el lado que hayan escogido.
Pero Jesús no reaccionó así. Él lloró por el sufrimiento que sabía que les esperaba a todas esas personas, “porque estaban confundidas y desamparadas, como ovejas sin pastor” (Mat. 9:36, NTV).
¿No deberíamos nosotros compadecernos por todo el sufrimiento que está generando el enfrentamiento entre Israel y las fuerzas de Hamás y Hezbolá? Miles de niños, mujeres y ancianos han muerto. El dolor y las lágrimas marcan el rostro de sus habitantes.
¿Está mal preguntarse si esto es profético? No, debemos estar atentos a las profecías. ¿Está mal posicionarse de parte de uno u otro bando? No necesariamente. Pero, si el fervor profético o la defensa de mis convicciones ideológicas me hace insensible al dolor humano, entonces debería revisar mis prioridades.
Hoy, Jesús sigue mirando no solo a Israel, sino a cada rincón de nuestro planeta donde hay hambre, sufrimiento, guerras y muertes, y nos sigue invitando a refugiarnos en él. Y no ve la hora, además, de poner un punto final a la historia de pecado de este mundo, cuando luego de su segunda venida cree cielos nuevos y Tierra nueva; cuando “la ciudad santa, la nueva Jerusalén” ahora descienda “del cielo desde la presencia de Dios, como una novia hermosamente vestida para su esposo”, y él mismo “secará toda lágrima de los ojos” de todos los oprimidos y sufrientes, y entonces todos podamos disfrutar de ese nuevo mundo, donde “no habrá más muerte ni tristeza ni llanto ni dolor. Todas esas cosas ya no existirán más” (Apoc. 21:1-4, NTV).
Interesante mensaje ! Nos unimos en oración por todas las personas que sufren y de forma especial por esta guerra que tanto dolor esta ocasionando.