IMPOSIBLE DE LAVAR

La solución divina para nuestro mayor problema.

Jeremías, uno de los principales profetas del Antiguo Testamento, tiene dos grandes temas teológicos que discurren por sus escritos. El primero, la soberanía divina (Jer. 10:10, 16); y el segundo, la realidad pecaminosa del ser humano (Jer. 2:22; 3:21).

Estos dos temas muestran realidades opuestas: por un lado, la santidad y la bondad divinas; y por el otro, la perversidad del ser humano, que es imposible de eliminar por medios humanos. Jeremías 2:22 lo explica con estas palabras: “Aunque te laves con lejía y amontones jabón sobre ti, la mancha de tu pecado sigue ante mí, dice Dios, el Señor”. La pregunta, entonces, es: ¿Cuál es la solución a este terrible pecado?

Jeremías afirma que el pecado del pueblo de Dios es terrible y es inexplicable. En Jeremías 2:21 se dice lo siguiente: “Te planté de vid selecta, de semilla legítima. ¿Cómo te degeneraste en vid extraña?” Esta declaración hace eco al canto de la viña de Isaías 5. En aquel pasaje se hace uso de la imagen de una viña como símbolo de su pueblo.

El Señor preparó el terreno, cerco la viña y plantó semilla de la mejor calidad, pero de pronto e inexplicablemente, la viña produjo uvas silvestres, de muy baja calidad. Esto mismo dice Jeremías. Se sembró semilla legítima, pero resultó en algo extraño. Esto nos indica que el pecado es una sinrazón.

Esta verdad se encuentra en varios pasajes. Uno de esos, y quizás el más significativo, es la historia de la caída de Adán y Eva. En Génesis 2 y 3 se nos muestra que Dios había plantado un huerto con toda clase de frutos y alimentos para la pareja edénica. Sin embargo, el pecado se vuelve una realidad cuando ellos comen del único fruto prohibido y permiten la entrada del Gran Conflicto en la esfera humana. Esto es una oda a la insensatez, ya que no había ninguna razón válida para hacerlo. El pecado es irracional. Cualquier intento de explicación o racionalización es una mera excusa para lo que no tiene explicación. Más aún, lo irracional del pecado produce consecuencias fatales.

Jeremías explica esto de la siguiente manera: “Yo los lleve a tierra fértil, para que comiesen su fruto y sus bienes. Pero ustedes entraron, contaminaron mi tierra e hicieron abominable mi heredad” (Jer. 2:7). La abundancia de la tierra fue trastocada por el ser humano corrupto y se contaminó la tierra y la herencia que Dios les había otorgado. Es la humanidad la que se alejó de Dios, trayendo miseria sobre sí.

Más aún, el Señor pregunta: “¿Qué mal hallaron en mí sus padres, que se alejaron de mí?” (Jer. 2:5). La respuesta es obvia y provoca vergüenza en quien se atreva a contestarla, ya que no hay razón alguna para haberse alejado del Señor. No obstante, esto fue exactamente lo que el pueblo hizo. Su primer paso fue cuestionar la presencia divina al decir: “¿Dónde está el Señor que nos sacó de Egipto? […] ¿Dónde está el Señor?” (Jer. 2:6, 8). El siguiente paso los llevó a caer aún más: “Los que tenían la ley no me conocieron, los pastores se rebelaron contra mí y los profetas hablaron en nombre de Baal” (Jer. 2:8).

El pueblo desconoció la ley divinamente revelada y buscó otros dioses, que son tan inútiles como el pecado mismo. A todo esto, el profeta declara que los habitantes del pueblo de Dios “anduvieron tras lo que no aprovecha” (Jer. 2:8). En otras palabras, abandonar a Dios y seguir el pecado solamente trae miseria, es inútil y una sinrazón.

Ahora, en Jeremías 2:22 se nos dice que, haga lo que haga el ser humano, no hay forma de que quite su pecado. ¿Es este un problema sin solución? La respuesta es ambivalente: sí y no. El pecado no tiene solución si se la busca en el esfuerzo humano.

No obstante, el pecado sí tiene solución cuando se utiliza el método divino. Jeremías 33:8 dice: “Los limpiaré de toda la maldad que cometieron contra mí; y perdonaré todos los pecados que cometieron, con los cuales se rebelaron contra mí”.

La solución está en la acción divina, ya que Dios puede limpiar cualquier pecado. La pregunta es cómo. Dice Jeremías que Dios dará un nuevo corazón a quienes se acerquen a él (Jer. 24:7; 32:39), pues el pecado no está en la piel, sino que está grabado en el corazón (Jer. 17:1). Mientras no acudamos al Señor para que nos cambie desde el interior, cualquier intento externo será insuficiente. Con justa razón, el Señor declara: “Clama a mí, y te responderé” (Jer. 33:3).

¡Maranatha!

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