PERFECTOS

11 noviembre, 2024

¿Podemos vivir sin pecar?

Las respuestas a la pregunta del subtítulo deben comenzar por la correcta comprensión de lo que implica el pecado.

Así, en el Antiguo Testamento existen varios términos hebreos que describen el pecado. A continuación, daremos unos pocos ejemplos.

Comenzaremos por el término jata, que es la palabra que más se traduce como “pecado” y es equivalente al término griego hamartía en el Nuevo Testamento. Ambas palabras significan literalmente “errar en el blanco”. Esto se refería a un arquero que disparaba una flecha pero fallaba. Así, cuando el pecado se describe con estas palabras, es como una enfermedad espiritual que incapacita al hombre para alcanzar la norma divina (Sal. 32:1; Rom. 3:9; 6:1, 2), ya sea por realizar lo que Dios ha prohibido o por no hacer lo que él ha ordenado.

Otra palabra es el hebreo remiyyah, que se traduce como “engaño”. Esto implica “falsedad” (Sal. 32:2). Y otro término muy fuerte para designar al pecado es pesha, pues implica la “rebelión intencional contra la voluntad de Dios» (Sal. 32:1; Isa. 1:2).

Ahora bien, cuando alguien acepta a Jesús como Salvador, el Espíritu Santo le da un nuevo nacimiento y transforma su vida (Juan 3:3-8). A partir de ahí se abandona toda clase de rebelión voluntaria e intencional contra Dios. Es decir, se renuncia a toda práctica pecaminosa que se sabe que a Dios no le gusta, y ahora se busca vivir en obediencia a su Palabra (Col. 1:9-14; 3:1-4).

Al respecto, Elena de White comenta lo siguiente en Mensajes selectos, tomo 1, página 429: “Nadie puede cubrir su alma con el manto de la justicia de Cristo mientras practique pecados conocidos, o descuide deberes conocidos. Dios requiere la entrega completa del corazón antes de que pueda efectuarse la justificación. Y, a fin de que el hombre retenga la justificación, debe haber una obediencia continua mediante una fe activa y viviente que obre por el amor y purifique el alma”.

El experimentar la conversión no significa que no habrá una lucha contra el pecado, porque aunque hemos abandonado los pecados intencionales y el Espíritu Santo ha creado una naturaleza espiritual, aún tenemos en nosotros la naturaleza pecaminosa. Por eso Pablo dijo: “Porque la carne desea lo que es contrario al Espíritu, y el Espíritu lo que es contrario a la carne. Ambos se oponen mutuamente para que no hagan lo que quisieran” (Gál. 5:17). El mismo apóstol describe esta lucha en Romanos 7:18 al 25, donde habla de la batalla interna entre su deseo de hacer el bien y la presencia del pecado en su naturaleza.

La diferencia clave es que, aunque la naturaleza pecaminosa sigue presente, el creyente ya no está dominado por ella, pues ella está crucificada agonizando (Rom. 6:6), y porque ahora tiene una naturaleza espiritual dirigida por el Espíritu, en la que Cristo es el Señor (Gál. 2:20). Así que, aunque la naturaleza pecaminosa está ahí, el cristiano no vive bajo su control, sino que vive en la libertad que da Cristo, porque “los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (Gál. 5:24).

Usando la terminología bíblica, los cristianos han abandonado los pecados pesha (la rebelión voluntaria y abierta) y los pecados remiyyah (el engaño deliberado). Esto ¿significa que ya son perfectos en el sentido de que no cometen más errores? No, porque el pecado en el sentido de jata/hamartía (o sea, el de nuestra naturaleza pecaminosa) podría llevarnos a cometer errores involuntarios.

El apóstol Juan explica esto cuando dice que “todo aquel que permanece en él no continua pecando. Todo aquel que sigue pecando no lo ha visto ni le ha conocido […]. El que practica justicia es justo, como él es justo. El que practica el pecado es del diablo, porque el diablo peca desde el principio […]. Todo aquel que ha nacido de Dios no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él y no puede seguir pecando porque ha nacido de Dios” (1 Juan 3:6-9). Aquí no se está hablando de un estado de perfección total, sino que no pecamos en el sentido de una práctica habitual del pecado que se tenía antes de la conversión. Los cristianos ya no tenemos ese estilo de vida, pues a diario buscamos hacer la voluntad de Dios.

Sin embargo, el mismo Juan muestra que algunas veces pueden existir errores ocasionales: “Hijitos míos, estas cosas les escribo para que no pequen. Y si alguno peca, abogado tenemos delante del Padre, a Jesucristo el justo” (1 Juan 2:1). En griego, la expresión “si alguno peca” está puesta en una forma verbal que habla de un acto puntual, no de una práctica. Es decir, algunas veces (por causa de nuestra imperfección) podemos cometer errores involuntarios, pero ya no nos gozamos en esos fracasos. Con dolor por el error, buscamos la gracia divina a fin de continuar avanzando hacia el ideal de ser como Jesús (1 Juan 2:2; Rom. 8:29).

Cuando Cristo vuelva y nos transforme por completo, la naturaleza pecaminosa será extirpada definitivamente y alcanzaremos la impecabilidad absoluta (1 Cor. 15:50-54). Hasta entonces, debemos cada día poner los ojos en Jesús para tener una vida cristiana victoriosa (Heb. 12:2). Elena de White afirma: “No podremos decir: ‘Yo soy impecable’, hasta que este cuerpo vil sea transformado a la semejanza de su cuerpo glorioso. Pero, si constantemente tratamos de seguir a Jesús, tenemos la bendita esperanza de estar en pie delante del trono de Dios, sin mancha ni arruga ni cosa semejante; completos en Cristo, vestidos con el manto de su justicia y perfección” (Mensajes selectos, t. 3, p. 406).

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