El ministerio terrenal de Cristo llegaba a su fin. Tras aludir a su inminente traición y muerte, los discípulos se sintieron embargados por una profunda tristeza y frustración. Pero Jesús los consoló con la preciosa promesa: “No se turbe su corazón. Ustedes creen en Dios, crean también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas. Si así no fuera, se lo hubiera dicho. Voy, pues, a preparar lugar para ustedes. Y después que me vaya y les prepare lugar, vendré otra vez, y los llevaré conmigo, para que donde yo esté, ustedes también estén” (Juan 14:1-3).
En ocasión de la ascensión de Cristo, los dos poderosos ángeles “que habían ido a la tumba en ocasión de la resurrección de Cristo y habían estado con él durante toda su vida en la Tierra”,1 confirmaron esa promesa a los discípulos expectantes: “Galileos, ¿por qué quedan mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido llevado de ustedes al cielo, volverá del mismo modo en que lo han visto ir al cielo” (Hech. 1:11).
Estas gloriosas promesas han llenado de esperanza y sentido la vida de muchos cristianos a lo largo del tiempo. Al fin y al cabo, mientras que la corona de justicia está reservada para todos los siervos fieles “que aman su venida” (2 Tim. 4:8), ¡no hay recompensa agradable para el siervo malo, que dice: “Mi señor se tarda en venir” (Mat. 24:45-51)! Y el apóstol Pablo añadió: “Si solo para esta vida esperamos en Cristo, seríamos los más desdichados de todos los hombres” (1 Cor. 15:19).
Pero, desde la iglesia apostólica, la expectativa de la Segunda venida de Cristo nunca había sido tan real, tan proféticamente fundamentada y tan generalizada como durante el gran Despertar del Segundo Advenimiento, en la primera mitad del siglo XIX.
Señales inequívocas del tiempo del fin
A través de los siglos, muchos expositores de la Biblia estudiaron las profecías de Daniel y Apocalipsis. Pero dos acontecimientos importantes ocurridos en la segunda mitad del siglo XVIII generaron un renovado interés en esas profecías. Uno de ellos fue el terremoto de Lisboa del 1° de noviembre de 1755. Ocurrió en el llamado “Día de todos los santos”, una de las festividades católicas más importantes. Aquel sábado por la mañana, poco después de las 9:30, la capital de Portugal se vio gravemente sacudida durante diez minutos por tres catástrofes sísmicas sucesivas, seguidas de un enorme maremoto y un devastador incendio que duró una semana.
Cabe señalar que, según Otto Friedrich, varias personas dijeron haber recibido revelaciones sobrenaturales previas de que Lisboa, la Reina del Mar, pronto sería castigada por su maldad. Justo la noche anterior al terremoto, el padre Manuel Portal, de la Congregación del Oratorio, “soñó que Lisboa era asolada por dos terremotos sucesivos”.2 En consecuencia, parece bastante evidente que no se trató de un terremoto más en la historia del mundo, sino de uno cargado de un significado especial.
Sea cual fuere el origen de esas revelaciones, ningún otro terremoto ha tenido un impacto filosófico, cultural y religioso de tanto peso. Según T. H. Kendrick, el terremoto de Lisboa conmocionó “a la civilización occidental más que ningún otro acontecimiento desde la caída de Roma en el siglo V”.3 No es de extrañar que muchas personas estuvieran convencidas de que había llegado el tiempo solemne del Juicio de Dios (ver Apoc. 6:12, 13) y se preguntaran cómo pudo ocurrir semejante calamidad en ocasión de esa festividad religiosa especial sin que ninguno de los supuestos “santos” protegiera a los devotos creyentes.
El otro acontecimiento, aún más significativo, que motivó a las personas a estudiar las profecías bíblicas relativas al fin de los tiempos fue el encarcelamiento del papa Pío VI el 15 de febrero de 1798 por parte de tropas francesas dirigidas por el general Alexandre Berthier. Preocupado por la Revolución Francesa, que estaba derrotando al cristianismo en Francia, el Papa condenó la revolución e incluso apoyó una liga contra ella. En respuesta, los soldados franceses conquistaron Roma, depusieron al Papa de su autoridad temporal e incluso lo escoltaron como prisionero a diferentes lugares antes de su muerte, en la ciudadela de Valence, el 29 de agosto de 1799.
Varios expositores de la Biblia consideraron el encarcelamiento del Papa en 1798 como el final de los 1.260 años de supremacía papal (Apoc. 11:3; 12:6; Dan. 7:25; Apoc. 11:2; 12:14; 13:5) y el comienzo del tiempo escatológico del fin (Dan. 8:17, 19; 11:35, 40; 12:4, 9). Aquel impactante acontecimiento generó un gran interés por las profecías bíblicas. En consecuencia, el tiempo se había vuelto solemne y había una creciente conciencia de ello. La gente empezó a razonar que, si Dios permitía que el Papa fuera encarcelado, este acontecimiento debía tener un significado profético.
Por otra parte, algunas personas cuestionan el significado profético de las “señales” que tienen una causa natural y una explicación científica. Desde una perspectiva humana, el gran terremoto de Lisboa de 1755 no fue más que otra vibración de la corteza terrestre debida a los movimientos de las placas tectónicas. Del mismo modo, el encarcelamiento del papa Pío VI puede considerarse una mera disputa político-religiosa. Pero, desde una perspectiva bíblica, los acontecimientos naturales y las luchas políticas pueden ser utilizados por Dios para despertar a las personas y como precursores de su juicio final.
William Miller, un predicador relevante y poderoso
El renovado interés por el estudio de los libros de Daniel y Apocalipsis llevó a varios expositores bíblicos de habla inglesa a concluir que las 2.300 tardes y mañanas simbólicas de Daniel 8:14 terminarían en la década de 1840. Algunos intérpretes sugirieron el año 1843 mientras que unos pocos optaron por 1844 y la mayoría se inclinó por 1847.4 Pero ninguna de esas exposiciones proféticas llegó a ser tan popular como las del predicador laico autodidacta William Miller (1782-1849) (radicado en Low Hampton, Nueva York), quien se había interesado por las profecías bíblicas de un modo bastante inesperado.
En su juventud, la lectura de filósofos como Voltaire, David Hume y Thomas Paine lo alejó de su fe bautista tradicional y lo condujo al deísmo, la creencia en un Dios que no interfiere en los asuntos humanos. Para él, la Biblia era un libro no inspirado que se contradecía a sí mismo y, por lo tanto, no podía ser tomado en serio. Pero sus opiniones deístas se vieron sacudidas cuando, durante la guerra de 1812, el pequeño ejército estadounidense derrotó al británico, mucho más numeroso, y él mismo fue protegido providencialmente de peligros que amenazaron su vida.
Miller empezó poco a poco a preocuparse por el significado de la vida y la muerte, y sintió la necesidad de una experiencia de conversión. El proceso llegó a su clímax cuando su cariñosa madre, Paulina, dispuso que leyera el sermón del domingo 15 de septiembre de 1816 en ausencia del pastor de la iglesia local. Curiosamente, el sermón se titulaba: “El deber de los padres para con sus hijos” (basado en Prov. 22:6).5 Poco después de empezar a leerlo, Miller se dejó llevar por sus emociones a tal punto que se retiró sin terminar la lectura.
Al reflexionar sobre su experiencia de conversión, Miller declaró: “De repente, el carácter de un Salvador se imprimió vívidamente en mi mente. Me pareció que podía haber un Ser tan bondadoso y compasivo como para expiar él mismo nuestras transgresiones y salvarnos así de sufrir el castigo del pecado. […] Me di cuenta de que la Biblia me presentaba al Salvador que yo necesitaba, y quedé perplejo al ver cómo un libro no inspirado podía desarrollar principios tan perfectamente adaptados a las necesidades de un mundo caído. Me vi obligado a admitir que las Escrituras debían ser una revelación de Dios. Así, ellas se convirtieron en mi deleite, y encontré en Jesús un Amigo”.6
Poco después de ese acontecimiento, Miller se encontró con un vecino deísta que cuestionó su nueva convicción acerca de una Biblia totalmente armoniosa. Miller respondió que, si le daba tiempo, le demostraría la armonía de las Escrituras en beneficio de ambos. Así, puso a un lado todas sus “presuposiciones” anteriores y comenzó un estudio secuencial de toda la Biblia. Con la ayuda de la concordancia de Cruden, intentó armonizar cada texto “con los respectivos pasajes bíblicos complementarios”. Además, corroboró el cumplimiento histórico de las profecías bíblicas mediante “una comparación de las Escrituras con la historia”.7
Obviamente, las profecías de la Biblia eran las partes más difíciles de armonizar, lo que Miller intentó hacer de la mejor manera posible. En cualquier caso, tras dos años de estudio intensivo (1816-1818), estaba plenamente convencido de que Cristo vendría “hacia 1843 d. C.” Para él, las 2.300 tardes y mañanas simbólicas de Daniel 8:14 representaban 2.300 años, que comenzaron en el año 457 a. C. con la promulgación del decreto de Artajerjes para la reconstrucción de los muros de Jerusalén (Esd. 7; Dan. 9:25) y terminarían en 1843 d. C.
Algunas personas suponen erróneamente que Miller se limitó a leer la Biblia y que al hacerlo llegó instintivamente a sus conclusiones sobre el cumplimiento profético, lo cual no fue el caso. Debemos recordar que las profecías no se cumplen dentro del propio texto bíblico, sino externamente, en la historia, y Miller conocía bien la historia. Esto es evidente por las fuentes que citaba en sus propios escritos, así como por reconocer que sus cálculos proféticos “descansaban en la cronología recibida” que “mejor se sostenía”.8
El movimiento millerita
William Miller no tenía intención de predicar acerca de sus puntos de vista proféticos y solo accedió a hacerlo después de tener una clara evidencia de que era la voluntad de Dios que lo hiciera. Así, en agosto de 1831 compartió públicamente sus puntos de vista en Dresden, Estado de Nueva York, y luego en varios otros lugares donde fue invitado a predicar. Al principio solo era un predicador laico, pero a partir de 1833 recibió licencia para predicar de varios ministros de diferentes iglesias.9 En noviembre de 1839, Joshua V. Himes, pastor de la capilla de la calle Chardon, en Boston, invitó a Miller a predicar en su iglesia, y a partir de entonces William lo hizo también en otras grandes ciudades del noreste de los Estados Unidos.
Dos años después de que Miller pronunciara su primer sermón, ocurrió inesperadamente la tormenta de meteoritos del 13 de noviembre de 1833. Este fenómeno iluminó todo el cielo nocturno de esa misma región, y convenció a muchos de que se acercaba el día del Juicio final.10 Ese acontecimiento, que quedó como un hito en la interpretación profética (Apoc. 6:13), fue seguido por varias otras señales en los cielos, especialmente durante 1843. Las milleritas les prestaron poca atención porque su esperanza se centraba en la gloriosa segunda venida de Cristo.
A medida que se acercaba el tiempo esperado, algunos amigos de Miller le preguntaron sobre su comprensión del año religioso judío correspondiente a 1843 d. C., que él creía que se extendería desde el 21 de marzo de 1843 hasta el 21 de marzo de 1844. Mientras tanto, Samuel S. Snow estaba convencido de que los 2.300 años se extendían desde el otoño de 457 a. C. hasta el otoño de 1844 d. C., más exactamente hasta el décimo día del séptimo mes del calendario judío (Lev. 16:29; 23:27; 25:9); es decir, el 22 de octubre de 1844. Presentó sus interesantes puntos de vista en una reunión del campamento millerita en Exeter, New Hampshire, en agosto de ese año. Sus perspectivas comunicaron un fervor renovado y un sentido de urgencia al movimiento millerita.
Se calcula que entre 1.500 y 2.000 conferenciantes proclamaban el mensaje adventista en la fase culminante del movimiento. A pesar de la falta de cifras exactas, probablemente se podría suponer que entre 50.000 y 100.000 personas se unieron formalmente al movimiento. A esas cifras, W. R. Cross añadía “un millón o más” de escépticos expectantes,11 un número impresionante en una época en la que la población estadounidense no superaba los 20 millones.12 De hecho, el momento era solemne, y muchas personas se preparaban para encontrarse con el Señor en las nubes del cielo.
La bendición de la desilusión
Las milleritas esperaban ansiosamente la venida de Jesús el 22 de octubre de 1844, pero sus más dulces expectativas dieron lugar a la más amarga desilusión. Hiram Edson describe su propia experiencia de la siguiente manera: “Nuestras expectativas eran elevadas, y así esperamos la venida del Señor hasta que el reloj dio las doce campanadas de la medianoche. El día había pasado entonces y nuestra decepción se convirtió en una certeza. Nuestras mejores esperanzas y expectativas se desvanecieron, y nos invadió un espíritu de pesar como nunca habíamos experimentado. Parecía que la pérdida de todos los amigos terrenales no tenía comparación. Lloramos y lloramos hasta el final del día”.13
En la mañana del 23 de octubre de 1844, después del desayuno, Edson invitó a un amigo (identificado por J. N. Loughborough como O. R. L. Crosier) a salir a animar a algunos vecinos milleritas decepcionados. Según sus propias palabras: “Partimos, y al pasar por un gran campo me detuve a mitad de este. El cielo pareció abrirse ante mi vista y vi claramente que, en lugar de salir del Lugar Santísimo del Santuario celestial para venir a esta Tierra el décimo día del séptimo mes, al final de los 2.300 días, nuestro Sumo Sacerdote entró ese día en el Lugar Santísimo, el segundo departamento de ese santuario, para realizar allí una obra antes de venir a esta Tierra”.14
Los historiadores críticos han aludido tradicionalmente a la decepción de 1844 en términos muy negativos. Pero estudiosos adventistas más recientes han reconocido también su aspecto positivo. En realidad, las decepciones tienden a llevar a la gente a romper con sus tradiciones insostenibles y a buscar nuevas dimensiones de la verdad.
Al volver a estudiar las Escrituras, los precursores del adventismo encontraron respuestas bíblicas sólidas no solo para la decepción en sí (Apoc. 10), sino también para otras muchas preguntas que ni siquiera se habían planteado. Esto generó un proceso de restauración que culminó con la formación del sistema coherente de la verdad presente.15
Si las decepciones en sí mismas descalifican a los movimientos religiosos, entonces ni siquiera deberíamos ser cristianos. Recordemos que el judaísmo comenzó con la decepción del exilio en Babilonia (Sal. 137; Dan. 9:1-19) y la restauración posterior de la ciudad de Jerusalén, incluyendo su muralla y su templo.
El cristianismo comenzó con la decepción de la muerte de Cristo en la cruz (Luc. 24:13-35) y la buena noticia de su gloriosa resurrección. Del mismo modo, el adventismo del séptimo día comenzó con la decepción de 1844 (Apoc. 10) y la buena noticia del sacerdocio de Cristo en el Lugar Santísimo del Santuario celestial.
Como dije en otro lugar, “a partir de la desilusión de 1844, Dios hizo surgir el movimiento adventista, ahora mundial, para restaurar la verdad bíblica en el escenario del tiempo del fin. Del mismo modo, él puede sacarnos de nuestras desilusiones personales y llevarnos a una vida de plena victoria. ¡Confiemos en su conducción providencial hoy y siempre!”16
Herederos de la esperanza
Muchos creyentes en la segunda venida de Cristo descendieron al sepulcro esperando que este glorioso acontecimiento ocurriera mientras estaban aún vivos. Un ejemplo inspirador es el del propio William Miller, cuya esperanza fue severamente probada cuando Cristo no regresó cuando él esperaba. Conforme transcurrían los plazos esperados, fue duramente criticado y objeto de burlas por haber despertado expectativas infundadas. Aun así, no renunció a su fe y su esperanza.
El 10 de noviembre de 1844, Miller escribió a su amigo Joshua V. Himes:
“He estado aguardando y buscando la bendita esperanza, y con la expectativa de ver realizadas las cosas gloriosas que Dios ha anunciado acerca de Sion. Sí, y aunque he sido decepcionado dos veces, todavía no estoy abatido ni desanimado. Dios ha estado conmigo mediante su Espíritu y me ha consolado. Ahora tengo mucha más evidencia de que creo en la Palabra de Dios; y aunque rodeado de enemigos y burladores, mi mente está perfectamente tranquila, y mi esperanza en la venida de Cristo es tan fuerte como siempre. [. . .] Hermanos, manténganse firmes; que nadie les quite su corona. He fijado mi mente en otro tiempo, y allí me propongo permanecer hasta que Dios me dé más luz; y eso es hoy… hoy y mañana, hasta que él venga, y yo lo vea a él, a quien mi alma anhela”.17
Esta siguió siendo la convicción de Miller durante el resto de su vida. El 3 de diciembre de 1844 escribió a Himes y Sylvester Bliss: “No puedo sentarme a escribir sin reflexionar en el hecho de que esta carta tal vez nunca llegue a su destino. Sin embargo, creo que debo ocuparme hasta que Cristo venga”.18
El 14 de septiembre de 1848, ya completamente ciego, Miller declaró en una carta a Himes: “[Este] sería, en verdad, un tiempo triste y melancólico para mí si no fuera por la ‘bendita esperanza’ de ver pronto a Jesús. […] Y aunque mi visión natural es oscura, la visión de mi mente está iluminada con una brillante y gloriosa perspectiva del futuro”.19
Miller murió en paz el 20 de diciembre de 1849, dejándonos un ejemplo convincente de compromiso incondicional con la esperanza adventista. En lugar de quejarnos por la prolongada espera de la Segunda Venida, deberíamos estar agradecidos a Dios por habernos permitido llegar a existir. Si Cristo hubiera regresado durante la vida del propio Miller, ni siquiera tendríamos la oportunidad de vivir para Cristo y de esperar su pronto regreso. Nuestras fervientes oraciones deberían hacerse eco de las benditas aspiraciones “venga tu reino” (Mat. 6:10) y “¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!” (Apoc. 22:20).
Al fin y al cabo, hoy estamos más cerca de ese glorioso acontecimiento que cualquier generación previa (Rom. 13:11). Que el Señor nos ayude a vivir y, si es necesario, incluso a morir por esta gloriosa esperanza.
Alberto R. Timm, reconocido autor y pastor adventista. Es Doctor en Teología y especialista en Historia de la Iglesia Adventista. Actualmente se desempeña como director asociado del Instituto Bíblico de la Asociación General.
Referencias
1 Elena de White, El Deseado de todas las gentes (Buenos Aires: Asociación Casa Editora Sudamericana, 2014), p. 771.
2 Otto Friedrich, The End of the World: A History (New York: Coward, McCann & Geoghegan, 1982), p. 179.
3 T. D. Kendrick, The Lisbon Earthquake (Philadelphia: Lippincott, 1956), p. 185.
4 Alberto R. Timm, El Santuario y el mensaje de los tres ángeles ((Buenos Aires: Asociación Casa Editora Sudamericana, 2018), pp. 21–26.
5 Alexander Proudfit, Practical Godliness. In Thirteen Discourses, on the Duties of the Closet, and Family, and Sanctuary (Salem, [NY]: Dodd and Rumsey, 1813), pp. 188–212.
6 William Miller, Apology and Defense (Boston: J. V. Himes, 1845), p. 5.
7 Ibid., p. 6.
8 Ibid., p. 34.
9 Ver Sylvester Bliss, Memoirs of William Miller (Boston: J. V. Himes, 1853), pp. 108, 109, 120–122.
10 Ver Mark Littmann, The Heavens on Fire: The Great Leonid Meteor Storms (Cambridge, UK: Cambridge University Press, 1998).
11 Whitney R. Cross, The Burned-over District: The Social and Intellectual History of Enthusiastic Religion in Western New York, 1800-1850 (Ithaca, NY: Cornell University Press, 1950), p. 287.
12 El censo de 1840 contabilizó a la creciente población residente en Estados Unidos como integrada por 17.063.353 habitantes – United States Census Bureau, “Decennial Census by Decade: 1840”, https://www.census.gov/programs-surveys/decennial-census/decade.1840.html#list-tab-693908974 (consultado el 12 de agosto de 2024).
13 Descripción de la experiencia de Hiram Edson en el maizal, ocurrida el 23 de octubre de 1844 (sin fecha), https://adventistdigitallibrary.org/
14 Ibid.
15 Para un estudio más profundo acerca de la formación y consolidación del sistema adventista primigenio de la Verdad Presente, ver Alberto Timm, El Santuario y el mensaje de los tres ángeles.
16 Alberto R Timm, Every Day a New Beginning, libro de lecturas devocionales diarias para el año 2023 (Nampa, ID: Pacific Press, 2022), p. 301.
17 ”Letter from Wm. Miller”, Midnight Cry, 5 de diciembre de 1844, pp. 179, 180.
18 “Letter from Bro. Miller,” Advent Herald, 18 de diciembre de 1844, p. 147.
19 W. Miller a J. V. Himes, 14 de septiembre de 1848, publicado en Bliss, Memoirs of William Miller, p. 367.
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