LA VERDADERA VACUNA

3 mayo, 2021

Una solución bíblica contra la pandemia suprema.

“¿Y  si finalmente este escenario de pandemia en realidad es un cumplimiento profético, pero de manera diferente de la que pensamos?” Palabras más, palabras menos, este fue el razonamiento que me transmitió un colega pastor, que está tratando de reorganizar a sus iglesias locales para el cumplimiento de la misión. 

Las largas cuarentenas y restricciones que hemos sufrido aquí en Sudamérica, sumadas a la segunda ola de contagios que ya está haciendo estragos en diversos países, ha generado diversas reacciones en la hermandad. Algunos se encerraron en sus casas, tratando de protegerse de todo y de todos, haciendo de su hogar una especie de fortaleza. Otros han tenido que reorganizar sus agendas, quizá cambiar de trabajo (si es que no lo han perdido), y están sumidos en la lucha por la subsistencia. A otros les vino bien una religión a la carta, donde el sábado de mañana pueden elegir el predicador como si estuvieran eligiendo qué serie ver en Netflix, mientras toman alguna infusión en pijamas. 

Sea cual fuere el caso, hay algo en común en la mayoría de estos ejemplos: Se dejó de lado el deseo de adorar en comunidad, por un lado; y la búsqueda activa de la testificación personal, por el otro. Si bien como iglesia hemos tratado de buscar opciones para reemplazar lo presencial con lo virtual, con estudios bíblicos por WhatsApp, predicaciones por YouTube, videos por Instagram TV y transmisiones en vivo por Facebook, no ha sido lo mismo. En muchas iglesias, hoy se observa una especie de sopor, de aturdimiento, sin capacidad de reacción ante una realidad que nos supera. 

Es cierto: vivimos tiempos difíciles. Tiempos de crisis, e incluso tiempos peligrosos. Pero siempre hemos dicho que los últimos días serían así. Y, cuando comparamos nuestra reacción con la reacción de la iglesia cristiana primitiva en tiempos todavía más difíciles y peligrosos, tomamos dimensión de la falta de respuesta que nos tiene paralizados. 

Después de un largo período en el que las persecuciones del cristianismo eran algo local y sin mucha trascendencia, de repente –a mediados del siglo III d.C.– el emperador Decio decidió que los cristianos eran un verdadero enemigo del orden romano y que debían ser reprimidos con toda la fuerza del Imperio. Emitió un decreto por el que todos debían sacrificar a los dioses y debían presentar un certificado firmado por un funcionario romano de que lo habían hecho.

¿Por qué pasó esto? Claramente, porque el cristianismo (que había comenzado como un pequeño grupo) se estaba esparciendo en varias ciudades del Imperio y constituía un segmento significativo de la población en muchos lugares. También se debía a que era una religión contracultural, ya que solo aceptaba al Señor todopoderoso, el Dios de la Biblia, como único Dios verdadero. 

Más allá de las causas, lo cierto es que la persecución y la amenaza de muerte no detuvieron a la iglesia cristiana primitiva, que siguió reuniéndose (hasta en catacumbas) y siguió predicando el evangelio. Hasta tal punto que el escritor Tertuliano llegó a expresar: “La sangre [de los mártires] es semilla de cristianos”. Encontramos la misma idea ya a mitad del siglo II, en el discurso de un autor desconocido dirigido al pagano Diogneto: “¿No ves que [los cristianos], arrojados a las fieras con el fin de que renieguen del Señor, no se dejan vencer? ¿No ves que, cuanto más se los castiga, en mayor cantidad aparecen otros?” Un contemporáneo de Tertuliano, Hipólito Romano, escribió que un gran número de hombres, atraídos a la fe por medio de los mártires, se convertían a su vez en mártires. 

Sí, necesitamos como iglesia dejar la tibieza laodicense, que quizá sea la más peligrosa pandemia espiritual que nos esté afectando. Y, contra ese virus pandémico, existe una única vacuna: “Así que te aconsejo que de mí compres oro –un oro purificado por fuego–, y entonces serás rico. Compra también ropas blancas de mí, así no tendrás vergüenza por tu desnudez, y compra ungüento para tus ojos, para que así puedas ver. Yo corrijo y disciplino a todos los que amo. Por lo tanto, sé diligente y arrepiéntete de tu indiferencia” (Apoc. 3:18, 19, NTV).

Sí, es tiempo dejar que Cristo unja nuestros ojos con colirio, para poder darnos cuenta no solo de nuestra condición, sino también de la necesidad de que como iglesia recuperemos el protagonismo profético que se espera de nosotros y prediquemos con valentía el mensaje para este tiempo.

  • Marcos Blanco

    Pastor y doctor en Teología. Desempeña su ministerio en la ACES desde 2001. Autor de "Versiones de la Biblia", es Jefe de Redacción y director de la Revista Adventista desde 2010. Está casado con Claudia y tiene dos hijos: Gabriel y Julieta.

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