VENCER CON EL BIEN EL MAL

21 diciembre, 2017

Lección 12 – Cuarto trimestre 2017

Romanos 12; 13.

Como habíamos anticipado en el inicio de nuestros comentarios de este trimestre, Pablo, en Romanos, presenta el tema de la salvación siguiendo un esquema ordenado. Lo refrescamos:

1) Capítulos 1 al 3 (primera parte): El gran drama del hombre: PECAMINOSIDAD HUMANA.

2) Capítulos 3 (segunda parte) al 5: Primer remedio para el hombre pecador: JUSTIFICACIÓN.

3) Capítulos 6 al 8 y 12 al 16: Segundo remedio para el hombre pecador: SANTIFICACIÓN.

(Los capítulos 9 al 11 son, en cierto sentido, un paréntesis, pero forman parte del gran tema de la gracia salvadora de Dios.)

Dentro de la sección dedicada a la santificación (caps. 6-8; 12-16), podemos también desglosarla en las siguientes dos secciones:

1) Capítulos 6 al 8: SANTIFICACIÓN mediante la obra del Espíritu Santo.

2) Capítulos 12 al 16: ÉTICA CRISTIANA: cómo viven los redimidos por la sangre de Cristo –es decir, los justificados por los méritos de Cristo– y santificados por la obra del Espíritu.

Lo notable es que Pablo, el campeón bíblico de la doctrina de la salvación, de la gracia y de la fe en los méritos de Cristo, no parece participar de la idea moderna que cunde en ciertos círculos religiosos (incluyendo algunos sectores del adventismo) del ESPONTANEÍSMO, según la cual no hace falta el ejercicio de la fuerza de voluntad, ni la autodisciplina, ni ningún esfuerzo moral para vivir la vida cristiana, ya que todas nuestras buenas obras y nuestra victoria sobre el pecado surgirán espontáneamente desde adentro cuando nos entregamos totalmente a la obra del Espíritu Santo.

Esta idea tiene su grado de verdad: toda nuestra vida cristiana –nuestra obediencia, nuestra victoria sobre el pecado, nuestras buenas obras– dependen de un poder exterior y superior a nosotros, el poder del Espíritu Santo. Nuestro DESEO de hacer la voluntad de Dios y de vivir como cristianos, asemejándonos a Jesús, surgirá naturalmente como resultado de nuestro amor a Cristo y de la obra regeneradora del Espíritu Santo. Sin embargo, por causa de nuestra naturaleza pecaminosa, que lamentablemente nos acompañará con su presencia insidiosa hasta que Jesús regrese y seamos transformados, la EJECUCIÓN de las obras cristianas no siempre será un asunto fácil, espontáneo, sino que requerirá que seamos INSTRUIDOS en el tipo de conducta que Dios requiere de nosotros, EXHORTADOS permanentemente y “[estimulados] al amor y las buenas obras” (Heb. 10:24).

Es significativo que Pablo, en los capítulos 12 al 16 de Romanos, dedique prácticamente un cuarto de esta epístola a ENSEÑAR a los cristianos sobre el tipo de conducta que Dios espera de los redimidos, y a EXHORTARLOS a vivir de acuerdo con esos principios nobles y puros de santidad, de semejanza con Cristo. Esto significa que la experiencia cristiana y la conducta cristiana deben ser EDUCADAS. Porque no somos simples máquinas, como si fuésemos una computadora, que basta con cargarla de información y apretar el “Enter” para que las cosas sucedan; ni somos simples animalitos que respondemos sencillamente a una cuestión de estímulo-respuesta (como proponía el viejo conductismo de Watson) (y aun este concepto es discutible con respecto a los animales, para quien esto escribe). Somos seres creados a imagen y semejanza de Dios, con un complejo aparato psíquico, con una compleja y muchas veces intrincada dinámica psicológica que influye en nuestros deseos, imaginación y voluntad.

Teniendo en cuenta estos conceptos, reflexionemos en estos capítulos finales de Romanos, que nos presentan la belleza y la nobleza de la ética cristiana, del estilo de vida moral de los redimidos.

“Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional” (Rom. 12:1).

“Así que”: esta partícula no podemos pasarla por alto como si fuese una expresión accidental de Pablo. Es muy importante. Porque conecta todo lo que va a decir a continuación con todo lo antedicho. Pablo ha hablado de la grandeza de las provisiones salvadoras de Dios. Ha hablado de la absoluta suficiencia de los méritos de Cristo para nuestra justificación (su vida perfecta de obediencia a Dios que nos es acreditada mediante la fe como si fuese nuestra, su absoluta santidad y su muerte expiatoria en la Cruz, mediante la cual nos liberó para siempre de la culpa y la condenación de nuestros pecados); de la absoluta gratuidad de la salvación; del don maravilloso de la fe, por el cual podemos aferrarnos de esta salvación “tan grande” (Heb. 2:3). Ha hablado de la obra todopoderosa del Espíritu Santo, que nos ilumina para que podamos ver la grandeza de la bondad de Dios, que nos regenera, que nos limpia de pecado, que nos santifica, que nos da poder para vencer el pecado y para vivir la vida cristiana a la semejanza de Cristo. Ha hablado del destino maravilloso que espera a los redimidos, de esa herencia celestial que nos corresponde por haber sido adoptados como hijos de Dios, del Rey celestial, que hace que “las aflicciones del tiempo presente no [sean] comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse” (Rom. 8:18).

“Así que”, ante tan maravillosos privilegios y provisiones espirituales que tenemos como hijos de Dios, podemos lanzarnos con seguridad, con confianza, a vivir la vida cristiana, a comportarnos como redimidos. Y Pablo usa un lenguaje muy fuerte en su exhortación, con lo cual muestra que no participa de la idea moderna de “dejar que las cosas fluyan” naturalmente:

“Os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional”.

Nada menos que una entrega total es lo que Pablo nos anima a realizar, como cristianos. Usa la figura de los sacrificios del Antiguo Testamento, en los que se mataba a un animalito y se lo colocaba sobre el Altar del Holocausto, como ofrenda encendida, que ardía hasta que se consumía totalmente. Pablo nos anima a presentarnos como un “sacrificio vivo”. No se requiere el sacrificio de nuestra muerte –aunque hubo casos en que los cristianos fueron un sacrificio vivo literal, mediante el martirio en la cruz, o en la hoguera, o de tantas otras formas– sino de nuestra vida: una entrega total a Dios, una rendición total para olvidarnos del yo (nuestro egoísmo natural, la raíz de todo pecado) y vivir enteramente para hacer la voluntad de Dios, para vivir como Jesús vivió en esta Tierra.

Es notable también la expresión de Pablo: esta entrega total a Dios (o Dios mismo) es nuestro “culto racional”. Nuestra adoración a Dios, nuestra vida cristiana, nuestra entrega, no es algo meramente emotivo, ni tampoco implica un abandono de la inteligencia y la razón en aras de una espiritualidad mística. Implica una adoración inteligente a Dios, en la que, hasta donde podamos, tratamos de entender las razones de Dios, la razonabilidad de la vida cristiana, las razones de nuestra fe, el sentido racional de lo que creemos y practicamos. Es una fe inteligente, y es importante que como cristianos crezcamos permanentemente en conocimiento y comprensión de Dios y de la voluntad divina, e incluso del mundo en que vivimos, de nuestra realidad terrenal.

“No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Rom. 12:2).

A través de Pablo, Dios nos llama a los cristianos a una santa y valiente “rebeldía” hacia los patrones erróneos de pensamiento y acción de este mundo. El cristianismo verdadero siempre ha sido contracultural. No porque queramos ser excéntricos, egotistas, narcisistas, ser diferentes por el solo hecho de diferenciarnos y destacarnos. Sino que, mientras la sociedad en la que vivimos y su cultura predominante se maneje con los principios de la rebelión contra Dios y su Ley, con principios ajenos a la pureza, la nobleza y el amor abnegado cristianos, y fomente la adoración del yo, la deshonestidad, la impureza, la sensualidad mal entendida, etc., el cristiano verdadero no se conformará, no se amoldará a este mundo, sino que con coraje e independencia mental preferirá tener la “alegría y la osadía de ser suyo [de Cristo] nada más”, como reza una hermosa canción del cantautor evangélico Marcos Vidal. El cristiano no es un conformista, un mediocre. Su vida responde a principios superiores.

Por el contrario, entrega su vida a una permanente “metamorfosis” (la palabra griega que ha sido traducida en este texto como “transformaos”), un permanente proceso de transformación producido por el Espíritu Santo, pero no en el vacío, sino “por medio de la renovación” de nuestro entendimiento. No hay nada mágico en la vida cristiana. Dios nos creó con facultades mentales, psicológicas, intelectuales, y el Espíritu Santo obra a través de estas facultades, particularmente de nuestro “entendimiento”; es decir, de nuestra forma de ver la realidad.

Son notables las conexiones entre lo que dice Pablo y lo que enseña la escuela cognitiva-conductual de psicología, que ha tomado tanto auge en la actualidad. Esta escuela enseña que son nuestras cogniciones (modos de ver la realidad, de conocerla, comprenderla e interpretarla) las que en definitiva influyen en nuestros sentimientos, nuestra voluntad y nuestra conducta, y terminan gobernándolos. Para cambiar nuestra vida, entonces, tenemos que cambiar nuestros patrones de pensamiento, nuestra forma de ver y encarar la realidad y nuestra propia realidad. En este sentido, no solamente esta sección de la Epístola a los Romanos sino también toda la Biblia nos anima, a través de sus enseñanzas y exhortaciones espirituales y morales, a un permanente cambio de pensamiento, de forma de ver la realidad y de comportarnos. Con la diferencia de que esta transformación no está basada meramente en los recursos psicológicos humanos –aunque obre a través de ellos– sino en la obra interior todopoderosa y regeneradora del Espíritu Santo, y nuestra cooperación con ella.

Cuando permitimos que el Espíritu Santo nos transforme por medio de la renovación de nuestro entendimiento, comprobamos que la voluntad de Dios es buena, agradable y perfecta. No hay nada opresivo ni oscuro en la voluntad de Dios. Siempre es luminosa y tiene como objetivo nuestro bien, nuestra elevación como personas, nuestra felicidad. Nos deleitamos en ella.

“Digo, pues, por la gracia que me es dada, a cada cual que está entre vosotros, que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno” (vers. 3).

Aquí Pablo presenta unos sanos principios cristianos sobre un concepto tan en boga en la actualidad y tan importante: la autoestima.

Si bien la exhortación de Pablo apunta al exceso de autoestima (tener más alto concepto de uno mismo que el que debemos tener), sin embargo el apóstol implica que es importante que tengamos un concepto alto sobre nosotros mismos. Somos hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza. Y, si bien es cierto esta imagen y semejanza se ha deteriorado por el pecado, todavía el ser humano es algo maravilloso. Basta con observar los productos culturales del hombre a través de las ciencias, la tecnología, el arte, los deportes, etc., y aun por medio de las obras de bien hechas por el hombre mismo en favor de su prójimo e incluso del mundo natural. Cada uno de nosotros somos una maravilla viviente, llenos de capacidades, destrezas, dones. Además, somos hijos de Dios, adoptados por su gracia, lo que independientemente de las limitaciones que cada uno pueda tener en comparación con otros nos confiere un valor extraordinario ante la vista de Dios, a tal punto que el Cielo pagó el precio del sacrificio infinito de Cristo por nuestra redención.

Pero, no tenemos que permitir que nada “se nos suba a la cabeza”. Debemos pensar de nosotros mismos “con cordura”, pues por un lado somos pecadores por naturaleza, y dependemos totalmente de los méritos de Cristo y de la obra regeneradora del Espíritu Santo, y por otra parte todo don y capacidad que tengamos (intelectual, deportivo, artístico, de personalidad, etc.) lo debemos a su gracia, y siempre habrá alguien superior a nosotros en alguno de estos aspectos.

“Conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno”. Nadie puede quejarse de falta de fe. Dios nos dio a todos una medida de fe, que no es arbitraria, sino que depende de cuánto nos abramos a la obra de su Espíritu y ejerzamos ese don que nos es dado gratuitamente para vivir la vida cristiana. La fe es un don de Dios, pero para que fructifique y crezca debemos ejercitarla, como cualquier otra capacidad. Se ejercita cuando ponemos a prueba la eficacia de la gracia de Dios, confiando en Cristo como Salvador, y cuando confiamos en la obra del Espíritu en nosotros y ponemos en práctica la voluntad de Dios que conocemos. La fe solamente es genuina cuando estamos dispuestos a probarla en la arena de la realidad, viviendo como cristianos en la vida cotidiana, en las distintas actividades y relaciones que sostenemos a diario.

“Porque de la manera que en un cuerpo tenemos muchos miembros, pero no todos los miembros tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, y todos miembros los unos de los otros. De manera que, teniendo diferentes dones, según la gracia que nos es dada, si el de profecía, úsese conforme a la medida de la fe; o si de servicio, en servir; o el que enseña, en la enseñanza; el que exhorta, en la exhortación; el que reparte, con liberalidad; el que preside, con solicitud; el que hace misericordia, con alegría” (vers. 4-8).

Aquí aparece el tema de los dones y los ministerios en la iglesia, que Pablo abordará también en 1 Corintios 12 y en Efesios 4. Dios ha enriquecido a la iglesia, el “cuerpo de Cristo” con distintos dones, o capacidades, otorgadas no para la exaltación propia sino para la edificación espiritual y la fortaleza de las personas que componen la iglesia. Nadie debe sentirse inferior ni compararse con otros, porque cada don y cada ministerio son importantes para el bienestar y la salvación de todos. En un cuerpo humano, el pie no es más importante que la mano, ni los ojos son más importantes que los oídos, para su funcionamiento correcto. Basta con tener algún accidente o alguna perturbación física por los cuales transitoriamente nos vemos afectados en algún miembro (por ejemplo, la fractura de una pierna o de un brazo) para darnos cuenta de cuán disminuidos nos sentimos como personas, y cuán importante es ese miembro para sentirnos completos y funcionales. Del mismo modo, en la iglesia todos somos importantes y todo don es necesario, sea el don de profecía, el del servicio, el de la enseñanza, el de la exhortación, el de la administración financiera, el del liderazgo, el de la misericordia hacia los necesitados, etc. Por ejemplo, cuánto bien nos hace al llegar a la iglesia un sábado de mañana recibir la cálida sonrisa de nuestras hermanas del Ministerio de la Recepción. Ya nos predispone bien para ingresar en el templo, sabiendo que estamos en un lugar de buena voluntad y paz entre los hombres, donde tratamos de cultivar el amor de Jesús.

“El amor sea sin fingimiento” (vers. 9, pp.).

Es interesante que Pablo haga esta aclaración. En nuestro idealismo cristiano, podemos llegar a fingir un amor que no sentimos, porque “debemos” amar. Hemos aprendido el “acting” cristiano, la forma externa en que debemos comportarnos en la iglesia, y entonces debemos dar comienzo a la “función”, como los artistas teatrales. Lo que Pablo propone no es, tampoco, que entonces de acuerdo con el mal humor con el que nos levantamos este día tratemos mal a la gente para ser “auténticos” y no ser hipócritas. Seguramente, lo que Pablo nos está enseñando es que busquemos amar de verdad, rogándole al Espíritu Santo que derrame su amor en nuestros corazones y nos enseñe el difícil, delicado pero hermoso arte de amar como Dios, con su misma gracia y misericordia. Que cultivemos el amor, pero un amor genuino, no una apariencia solo para quedar bien ante la comunidad religiosa a la que pertenecemos.

“Aborreced lo malo, seguid lo bueno” (vers. 9, ú.p.).

Así como Dios es santo, y su bondad infinita lo lleva a tener un profundo rechazo contra el mal, el cristiano convertido y guiado por el Espíritu Santo también tendrá un rechazo hacia la maldad, en cualquiera de sus formas, y buscará siempre seguir el camino del bien y la bondad. No será indiferente a la maldad y la degradación del mundo, ni hacia su propia maldad. Aborrecerá también el mal que hay en él, lo que lo conducirá a aborrecer lo malo sin aborrecer a los malos, ya que él mismo es un pecador.

“Amaos los unos a los otros con amor fraternal; en cuanto a honra, prefiriéndoos los unos a los otros” (vers. 10).

Jesús, Pablo y el resto de los apóstoles insisten una y otra vez en el amor como el gran distintivo de la vida cristiana. Hemos sido llamados a vivir en el amor, a amarnos unos a otros como hermanos, considerando que nuestro prójimo no es un extraño sino un hermano, comprado con la sangre de Cristo. Este amor nos lleva a ponernos contentos con los triunfos de nuestros hermanos, con su exaltación. No hay lugar para sentimientos de competencia entre nosotros, de querer destacarnos, lograr posiciones y alimentar el ego. Preferiremos que nuestro hermano reciba honra antes que nosotros mismos; seremos felices con su éxito, sin buscar el primer lugar para nosotros.

“En lo que requiere diligencia, no perezosos; fervientes en espíritu, sirviendo al Señor” (vers. 11).

El cristiano es llamado a ser una persona responsable dentro y fuera de la iglesia. No es llamado solamente a vivir una vida mística, ascética, alejado y alienado de la realidad, desentendiéndose de sus responsabilidades familiares, laborales y sociales. Somos llamados a ser diligentes, empeñosos, trabajadores, en aquello que requiere estas virtudes. Debemos cultivar un espíritu enérgico, ferviente, y no vivir con un “tono” emocional y aun físico de languidez mística, sino que nuestro servicio a Dios debe caracterizarse por el entusiasmo y el fervor.

“Gozosos en la esperanza; sufridos en la tribulación; constantes en la oración” (vers. 12).

Sabemos que, mientras estemos en este mundo, el dolor y los problemas serán compañeros constantes, en mayor o menor medida. Por tal motivo, debemos aprender a ser “sufridos en la tribulación”; es decir, aprender a padecer. No todas las personas saben sufrir. Algunos nos dejamos abatir, derrotar, deprimir, angustiar frente a los problemas. Y, por la gracia de Dios, tenemos que aprender el arte y la ciencia de la resiliencia: de saber sobrellevar el dolor y utilizarlo como una herramienta de crecimiento personal. Pero es precisamente la esperanza cristiana, de saber que Dios siempre tiene una salida presente para nuestros problemas, pero sobre todo eterna, lo que nos puede proporcionar gozo en medio de los problemas. Para eso, es importantísimo ser “constantes en la oración”; no perder la conexión vital con Dios permanente, que es lo que nos dará la seguridad espiritual para atravesar cualquier circunstancia, con la esperanza de la solución definitiva de Dios para todos nuestros padecimientos.

“Compartiendo para las necesidades de los santos; practicando la hospitalidad” (vers. 13).

La ética cristiana no consiste solamente en abstenerse de hacer lo malo. Implica una vida proactiva de bondad, de procurar hacer el bien a otros. Se nos llama a la solidaridad, a la compasión, a la generosidad, a compartir nuestras bendiciones incluso materiales con los menos favorecidos y realmente necesitados (no con quienes quieren vivir a costillas de los demás). Se nos insta también a abrir nuestro corazón y nuestros hogares a quienes realmente lo necesiten, en la medida de nuestras posibilidades, recibiéndolos con amor y haciéndoles sentir el calor de un hogar cristiano.

“Bendecid a los que os persiguen; bendecid, y no maldigáis” (vers. 14).

Un eco de lo enseñado por Jesús en el Sermón del Monte acerca del amor a los enemigos. Aunque sea duro, es importantísimo que aprendamos la lección de morir al yo, al amor propio, y que seamos capaces de ver, aun en nuestros enemigos, a personas necesitadas de la gracia de Dios, y aun de la nuestra. Estamos en el mundo para bendecir, y no para hacer daño.

“Gozaos con los que se gozan; llorad con los que lloran” (vers. 15).

El amor cristiano tiene como uno de sus componentes fundamentales la misericordia; ese sentimiento y a la vez actitud moral que nos lleva a condolernos del dolor ajeno, como también a alegrarnos con sus alegrías. El cristiano que está tratando de ser como Cristo cultivará una amante empatía con el prójimo que lo llevará a saber ponerse en “sus zapatos”, y gozarse con los triunfos y la felicidad de los que lo rodean a la vez que poder conmoverse con los sufrimientos de ellos, acompañándolos en el dolor.

“Unánimes entre vosotros; no altivos, sino asociándoos con los humildes. No seáis sabios en vuestra propia opinión” (vers. 16).

El orgullo, la soberbia, el egocentrismo, el mirar al prójimo por encima del hombro, son los factores clave que tanto afectan las relaciones humanas, producen heridas, crean tensiones entre los hombres. Por el contrario, Dios nos llama a buscar el amor y la unidad con los que nos rodean, y a buscar especialmente la compañía de la gente humilde, que no solo es la que más siente su necesidad de apoyo humano sino también la que más garantiza relaciones saludables, pues no tienen el ego tan a flor de piel. No buscan destacarse, competir con otros ni dañarlos con palabras hirientes. Y un aspecto importantísimo para evitar la soberbia, que tanto daña nuestras relaciones, es la humildad de mente: no ser sabios en nuestra propia opinión, no creer que lo sabemos todo, y estar siempre dispuestos a escuchar a los demás y ser enseñados.

“No paguéis a nadie mal por mal; procurad lo bueno delante de todos los hombres. Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres. No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor. Así que, si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de beber; pues haciendo esto, ascuas de fuego amontonarás sobre su cabeza. No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal” (vers. 17-21).

Es innegable que por más buena voluntad, humildad y mansedumbre que uno tenga, siempre habrá gente difícil, cargada de odios, resentimientos, envidias, que voluntaria o involuntariamente nos herirán el corazón o nos harán daño. El camino que nos propone Dios para enfrentar a estas personas tóxicas no es pagarles con la misma moneda, entrar en su juego neurótico. Por el contrario, somos llamados a usar solamente la moneda del Cielo, de la bondad, aun cuando eso no signifique dejarnos avasallar por los hombres de mala voluntad. Pero sí que no procuraremos devolver la ofensa con ofensa, el insulto con insulto, la agresión con agresión. Es difícil, pero cuanto más seguros estemos en Cristo, en la conciencia de su amor por nosotros, de su protección y ayuda, menos necesitaremos defender el yo, y podremos aun bendecir a los que nos dañan. “En cuanto dependa de vosotros”, nos dice Pablo, procuremos estar en paz con todos los hombres. Hay cosas que no dependen de nosotros. No podemos controlar la conducta de los demás y sus reacciones nocivas. Pero debemos asegurarnos de que en cuanto esté de nuestra parte siempre esté tendida la mano amiga, de reconciliación, de paz, y nuestra buena voluntad para bendecir y ayudar aun a nuestro enemigo en lo que legítimamente nos necesite. Si el otro prefiere vivir en el odio y el rencor, lamentablemente ese ya no será nuestro problema, nuestra responsabilidad. Y, ante situaciones de atropello, de agresión o violencia, sepamos que Dios no es indiferente a lo que nos pasa. Él es el Juez justo del universo, y un día hará justicia, y vindicará nuestro nombre. Mientras tanto, les sigue dando oportunidades de arrepentimiento y salvación a los hombres de mala voluntad, porque desea salvarlos. Que nosotros también podamos darles esa oportunidad.

“Sométase toda persona a las autoridades superiores; porque no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas. De modo que quien se opone a la autoridad, a lo establecido por Dios resiste; y los que resisten, acarrean condenación para sí mismos. Porque los magistrados no están para infundir temor al que hace el bien, sino al malo. ¿Quieres, pues, no temer la autoridad? Haz lo bueno, y tendrás alabanza de ella; porque es servidor de Dios para tu bien. Pero si haces lo malo, teme; porque no en vano lleva la espada, pues es servidor de Dios, vengador para castigar al que hace lo malo. Por lo cual es necesario estarle sujetos, no solamente por razón del castigo, sino también por causa de la conciencia. Pues por esto pagáis también los tributos, porque son servidores de Dios que atienden continuamente a esto mismo. Pagad a todos lo que debéis: al que tributo, tributo; al que impuesto, impuesto; al que respeto, respeto; al que honra, honra” (Rom. 13:1-7).

Este es un pasaje que merece un análisis detenido acerca de su aplicación concreta en nuestra vida práctica. Porque, tomado en forma literal, descontextualizada, irreflexiva y mecánica, sin entender su sentido, nos puede llevar a conclusiones erróneas y serviles. Por ejemplo, ¿deberíamos someternos y obedecer a una autoridad que nos diga que tenemos que matar o denunciar a determinadas personas pertenecientes a cierto grupo humano, ya sea étnico, religioso, político, etc., solo por el hecho de serlo, sin que hayan cometido ningún crimen real, como sucedió en la Alemania nazi, o durante el Genocidio de Ruanda entre los hutus y los tutsis, o durante la época de las dictaduras militares latinoamericanas? ¿Debían los cristianos del primer siglo de la Era Cristiana, durante la cual escribió Pablo, denunciar y entregar a sus hermanos cristianos al gobierno tiránico de Nerón, para así someterse a “las autoridades superiores”? Evidentemente, este no puede ser el sentido que quiso darles Pablo a sus palabras. Y, sin llegar a estos extremos, ¿debemos apoyar en sus iniciativas a Gobiernos que tomen medidas económicas, sociales y aun morales que atenten contra el bienestar de los menos favorecidos de la sociedad y permita su explotación laboral y económica, contra el concepto de la sexualidad y de la familia tal como los ideó Dios, contra la vida humana intrauterina, etc.? Tampoco puede ser el caso.

Lamentablemente, por un error conceptual, a veces como adventistas solo somos capaces de reclamar ante un Gobierno cuando quiere tomar medidas que atenten contra la libertad religiosa o alguno de nuestros principios doctrinales, específicamente sobre la observancia del sábado. Pero, si algún Gobierno establece leyes opresivas en lo económico hacia los trabajadores o hacia los jubilados, o favoreciendo el matrimonio igualitario, o el aborto, o la eutanasia, nos parece que esos son asuntos que no nos competen, en los cuales no tenemos que meternos, porque eso sería hacer política.

¿De qué está hablando, entonces, Pablo? Creemos que lo que indica el apóstol es el respeto por la necesidad de un orden establecido, de Gobiernos y leyes que regulen las relaciones sociales, que controlen la criminalidad, etc. Como vivimos en un mundo lleno de pecadores, la autoridad política no consiste solo en regular las relaciones entre la gente “buena” sino también en controlar el mal. De lo contrario, nuestra sociedad sería un caos (de hecho, casi lo es, a pesar de la existencia de los Gobiernos). Incluso, inspirado por Dios, Pablo legitima el uso de la fuerza (“no en vano lleva espada”) para reprimir la criminalidad.

Como cristianos, no podemos apoyar manifestaciones violentas para hacer reclamos sociales, pero ciertamente, tenemos el derecho y el deber de, usando los mecanismos existentes legales, lícitos y moralmente correctos, procurar los cambios necesarios para que imperen la justicia y la solidaridad en el país o el lugar donde vivimos.

El contexto en que escribió Pablo estas palabras es muy distinto del nuestro, y hasta el consejo de Pablo, si bien tiene un fundamento moral, y establece principios, también tiene una base pragmática. No olvidemos que los Gobiernos romanos (y del resto del mundo, en general) eran autocráticos: el César hacía y deshacía a su antojo. El emperador era la ley suprema (si bien había un Senado romano, pero que en ninguna manera representaba al pueblo sino solo a la elite aristocrática de la nación). Era impensable la participación del pueblo común en las decisiones políticas, económicas y sociales. Hoy, el panorama es distinto. Gracias a Dios, y a la evolución de la humanidad en este sentido, vivimos en sociedades participativas, democráticas, y los gobernantes en realidad –idealmente hablando– son representantes del pueblo, incluso sus servidores y no sus amos, y deben su lealtad y sus decisiones a los más importantes y legítimos intereses del pueblo. Hay –nuevamente, como ideal– mecanismos políticos y sociales para que el pueblo se exprese y haga sus reclamos cuando los gobernantes no están haciendo las cosas bien. Para eso, existe el voto, mediante el cual apoyamos o “castigamos” a los gobernantes que consideramos que están fallando; está el derecho de huelga y de hacer manifestaciones públicas en protesta por lo que está mal. Todo esto es absolutamente legítimo. Y el cristiano tiene el derecho y aun el deber de utilizar estos resortes para mejorar la sociedad. Lo que no puede hacer, bajo su conciencia cristiana, es sumar la violencia al utilizar alguna de estas herramientas de cambio político. Gracias a Dios, tenemos ejemplos modernos de manifestaciones pacíficas que han logrado cambios políticos y sociales. No podemos olvidarnos, por ejemplo, de Mahatma Gandhi, de Martin Luther King; o de políticos de la talla de Nelson Mandela, que logró pacificar Sudáfrica luego del Apartheid.

Como cristianos, no estamos para desestabilizar Gobiernos legítimos, votados por el pueblo, pero sí para buscar la justicia social, siempre en un marco de respeto por las instituciones, que es lo único que puede garantizar que no cundan la anarquía y la violencia.

“No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros; porque el que ama al prójimo, ha cumplido la ley. Porque: No adulterarás, no matarás, no hurtarás, no dirás falso testimonio, no codiciarás, y cualquier otro mandamiento, en esta sentencia se resume: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. El amor no hace mal al prójimo; así que el cumplimiento de la ley es el amor” (vers. 8-10).

Aquí Pablo, haciéndose eco de aquella magistral respuesta de Jesús a los fariseos registrada en Mateo 22:34 al 40, recalca cuál es el sentido último de la vida cristiana, del propósito de Dios para nosotros: el amor. No es la obediencia ciega, fría, legalista, a un conjunto de normas, por muy inspiradas por Dios que sean y estén consignadas en la Biblia. El amor es lo que le da sentido a todo lo demás. Sin él, nuestra obediencia a la Ley es solo un frío legalismo, estrecho, que en el fondo lo que procura es ganarse la salvación por sus propios méritos y que se vuelve juzgador del prójimo cuando creemos que no “cumple” tan bien la Ley como nosotros. Pero, cuando lo que nos motiva a la obediencia es el amor supremo a Dios y el amor al prójimo, no solo tenemos la motivación correcta, sino también esto se notará por el ESPÍRITU y el MODO de cumplir la Ley, la forma en que la aplicamos a nuestra vida y a la del prójimo, la forma de relacionarnos con él, especialmente con los que tienen tropiezos morales y caen. Siempre nuestras relaciones estarán signadas por la comprensión, la tolerancia, la misericordia, la solidaridad y la paz. No seremos exigentes con nuestros hermanos, sino que en todo nuestro trato se notará el aceite suavizante del amor entrañable de Jesús. “El amor no hace mal al prójimo”; en cambio, el legalismo sí lo hace, aunque pretenda estar sirviendo a Dios. El legalista daña, en nombre de Dios. El amor siempre es sanador, suavizador, restaurador.

“Y esto, conociendo el tiempo, que es ya hora de levantarnos del sueño; porque ahora está más cerca de nosotros nuestra salvación que cuando creímos. La noche está avanzada, y se acerca el día. Desechemos, pues, las obras de las tinieblas, y vistámonos las armas de la luz. Andemos como de día, honestamente; no en glotonerías y borracheras, no en lujurias y lascivias, no en contiendas y envidia, sino vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne” (vers. 11-14).

Cuán fácil es que los cristianos nos dejemos adormecer espiritualmente, ya sea por causa de los placeres deslumbrantes de este mundo como por sus dolores. Nuestra mente se distrae, se sale de su foco, y se concentra en disfrutar de este mundo o en sobrevivir a sus padecimientos. Nos dejamos absorber por lo terrenal, como si esta fuese toda la vida a la que podemos aspirar, y si como pudiésemos construir aquí nuestro paraíso.

Por eso, el apóstol nos dice que nos levantemos, que nos despabilemos, pues nuestra salvación está cerca. Hoy más que nunca podemos decir que Jesús viene pronto, y que falta poco para llegar al Hogar celestial. Pero aun en aquella época, del siglo I d.C., cuando escribió Pablo, la salvación siempre estuvo cerca. Porque, desde el punto de vista de nuestra percepción del tiempo, el regreso de Jesús siempre está cercano. Los que hemos pasado los cincuenta años de vida, al mirar hacia atrás, a nuestra juventud o aun a nuestra niñez, coincidimos en pronunciar aquella trillada frase, pero no por eso menos real y significativa: “Parece que fue ayer”. Los años se nos han pasado “volando”, como si nuestra vida fuese una “neblina que se aparece por un poco de tiempo, y luego se desvanece” (Sant. 4:14). ¡Es tan breve nuestra vida terrenal, en comparación con la eternidad! Por eso, nuestro corazón tiene que estar donde debe estar, en la Patria celestial. Y para cualquiera de nosotros no está más lejos que los cortos noventa o cien años de los que disponemos en esta vida terrenal. Y necesitamos prepararnos para ella.

“La noche está avanzada”. Hoy más que nunca las tinieblas se ciernen sobre la Tierra, las tinieblas de las obras diabólicas, de la maldad, el crimen, la violencia, la inmoralidad. Pero, estas tinieblas no son sino la antesala del “día”, el día glorioso del regreso de Jesús: “se acerca el día”.

Por lo tanto, frente a la perspectiva tan gloriosa del destino final que nos aguarda, de ese mundo mejor lleno de bondad, rectitud y pureza, no debemos tener nada que ver con “las obras de las tinieblas”. Más bien, debemos vestirnos con “las armas de la luz”.

Los justificados por la fe confían tanto en Dios que se suman y se prestan a su proyecto espiritual para el ser humano: la restauración de la imagen moral en el hombre, la semejanza con Cristo. Por tal motivo, no tienen nada que ver con “glotonerías y borracheras […] lujurias y lascivias […] contiendas y envidia”. Estamos para otra cosa. Valoramos demasiado el sacrificio de Cristo para vivir en tinieblas, y más bien deseamos ardientemente vestirnos “del Señor Jesucristo”, de su amor, pureza, bondad, para tratar de vivir –dentro de nuestras limitaciones– como él vivió aquí en la Tierra, y en ninguna manera deseamos proveer “para la carne”, alimentando nuestra naturaleza pecaminosa mediante hábitos rastreros como los que mencionó anteriormente el apóstol.

Que Dios nos bendiga a todos para que, por su gracia y por el poder del Espíritu Santo, podamos vivir en ese clima de pureza y rectitud que Dios tiene como proyecto e ideal para cada uno de nosotros, para su gloria, y para bendición de los que nos rodean y aun la propia.

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