Lección 8 – Cuarto trimestre 2017
Romanos 7.
“Porque sabemos que la ley es espiritual; mas yo soy carnal, vendido al pecado. Porque lo que hago no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago. […] Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago” (Rom. 7:14, 19).
El pasaje de Romanos que estudiamos esta semana es uno de los más conocidos y citados de la Biblia, y que a su vez genera más discusión. Como bien dice el título de nuestra lección, ¿quién es el hombre de Romanos 7? En esta sección a primera vista autobiográfica de Pablo, ¿de qué Pablo habla el apóstol? ¿Del Pablo antes de conocer a Cristo y ser convertido? ¿Del Pablo convertido, y esa es su experiencia diaria? ¿Del Pablo cada vez que se desconecta de Cristo? ¿O aun estando conectado con él?
Creo que para dilucidar este dilema se impone que razonemos un poco acerca de cuáles serían las derivaciones, o consecuencias, de adoptar una u otra postura.
Lo primero que quisiéramos señalar es que Pablo no está hablando meramente de su experiencia personal, sino que está usando un recurso retórico (literario, de comunicación), que consiste en ser autorreferencial (hablar de sí mismo) solo a los fines de que el público lector sienta que quien habla o escribe se identifica con su experiencia, a fin de que aquel se sienta comprendido por el escritor, sabiendo que este participa de sus mismas luchas. En vez de pontificar y decir que este conflicto espiritual y moral les sucede a los “pecadores”, y que él (Pablo) es ajeno a estas luchas de la naturaleza humana, el apóstol usa su experiencia en representación de lo que les sucede a sus lectores y, en definitiva, a la raza humana. No tendría sentido que, en medio de una argumentación teológica, el apóstol de repente, porque sí, se le ocurriera hablar de sí mismo, como si hiciera catarsis (descarga emocional) por medio de esta carta para ventilar sus conflictos internos, usando a sus lectores como una especie de psicólogos a la distancia. Lo hace únicamente con el propósito de hacer de su experiencia una muestra de lo que le sucede a la humanidad. En otras palabras, esta descripción de sus conflictos internos es una descripción antropológica; es decir, una descripción de LA CONDICIÓN HUMANA luego de la caída de nuestros primeros padres en el pecado.
Supongamos que creyéramos que Pablo habla de su situación antes de la conversión, de conocer a Cristo y de recibir al Espíritu Santo (de lo cual va a hablar en el capítulo 8), y que esta descripción no se aplicara a luego de su conversión. En tal caso, podríamos pensar que luego del nuevo nacimiento y del encuentro con Cristo el creyente ya no experimenta luchas espirituales y morales, que es impecable, que ya no posee una naturaleza pecaminosa, que es absolutamente perfecto. La mera observación de nuestra propia realidad espiritual y de la de los que nos rodean, y aun la descripción que se hace en el Nuevo Testamento de la experiencia de los creyentes, nos hacen ver que esto no puede ser así. Dolorosamente, constatamos que no hay nadie perfecto, ninguna persona que sea impecable, desde el presidente de la Asociación General hasta el hermano más “nuevito” que compone la iglesia. Este no puede ser el caso.
La única conclusión a la que podemos arribar es que el apóstol está hablando de su experiencia –y la de la humanidad– aun después de la conversión. ¿Por qué? Porque si bien en la justificación Jesús nos libra de la culpa y la condenación del pecado, y en la santificación –en ese proceso que dura toda la vida– nos va librando del poder y la degradación del pecado (nos va sanando de esta enfermedad del pecado), recién nos librará de la PRESENCIA del pecado en la glorificación, cuando Jesús regrese y seamos transformados, y entonces sí podamos ser “dados de alta” de esta terapia que Jesús realiza en nosotros en este “hospital para pecadores” que llamamos iglesia.
Aun cuando, como veremos en Romanos 8 la semana que viene, el Espíritu de Dios realiza transformaciones maravillosas en nosotros y nos da poder para no ser ya esclavos del pecado, sino que nos instala en una vida orientada por su amor, pureza y rectitud, eso no significa la erradicación de nuestra naturaleza pecaminosa y de su tendencia al mal. La conversión es un cambio de rumbo, de orientación y de tendencia en la vida espiritual y moral, pero no una eliminación de “esto corruptible”, que es “necesario que se vista de incorrupción” (1 Cor. 15:53), porque es el “cuerpo animal” (vers. 44), lleno de “deshonra” y “debilidad” (vers. 43).
En un pasaje paralelo al de Romanos 7, Pablo describe el mismo conflicto interno en la experiencia del cristiano:
“Digo, pues: Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne. Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis” (Gál. 5:16, 17).
Aquí, el apóstol ve la necesidad de exhortar a los creyentes a no satisfacer los deseos de la carne, a presentarles batalla, pues reconoce su existencia en la vida de ellos; es decir, su presencia permanente. Si ya no existiera esta presencia y este poder insidiosos, Pablo no vería la necesidad de hacer esta apelación. Dejaría que todo funcionara automáticamente.
Por lo tanto, como señalara cierto autor, es inevitable cierta “hipocresía”, o inautenticidad, o falta de congruencia interna en la experiencia del cristiano. Porque, por un lado, habiendo siendo instruido por Cristo, el cristiano tiene y sostiene altos ideales morales, y por el otro nunca llega a estar a la altura plena de esos ideales, y muchas veces se ve en contradicción con ellos. Por eso, Martín Lutero definía la naturaleza del cristiano como simul justus et peccator; es decir, el cristiano es simultáneamente justo y pecador. En cierto sentido, tiene una doble personalidad; una especie de “Dr. Jekyll y Mr. Hyde” permanentes. Dependerá de a cuál de nuestras dos naturalezas alimentemos más –la carnal o la espiritual– que obtengamos la victoria o la derrota en nuestra lucha con el pecado.
Por eso, este pasaje, por dramático que sea, es en cierto sentido consolador. Porque nos hace sentir que no estamos solos, que no somos los únicos “locos” o “pecadores” a quienes les sucede este conflicto interno. Le sucedía a Pablo y, por extensión, a todo creyente en Cristo desde los días de los apóstoles hasta aquí. Y la buena noticia del evangelio, que Pablo viene anunciando desde el principio de la Epístola, es que mediante la justificación por la fe Cristo nos acepta tales como somos, con nuestra naturaleza pecaminosa y con esta contradicción interna, este conflicto espiritual, sin esperar a que seamos perfectos para amarnos, aceptarnos y darnos la seguridad de salvación. YA podemos tenemos el gozo de la salvación presente y la esperanza de la salvación escatológica, cuando Cristo venga a buscarnos, porque no depende de lo que seamos nosotros o de lo que hagamos, sino de lo que Jesús es e hizo por nosotros hace dos mil años y conquistó con su muerte en la Cruz, y que ahora está presentando en nuestro favor ante el Padre, como nuestro único y suficiente Intercesor en los cielos, intercesión que durará hasta que venga a buscarnos, todo el tiempo que la necesitemos (Heb. 7:25).
“¿Acaso ignoráis, hermanos (pues hablo con los que conocen la ley), que la ley se enseñorea del hombre entre tanto que éste vive? Porque la mujer casada está sujeta por la ley al marido mientras éste vive; pero si el marido muere, ella queda libre de la ley del marido. Así que, si en vida del marido se uniere a otro varón, será llamada adúltera; pero si su marido muriere, es libre de esa ley, de tal manera que si se uniere a otro marido, no será adúltera. Así también vosotros, hermanos míos, habéis muerto a la ley mediante el cuerpo de Cristo, para que seáis de otro, del que resucitó de los muertos, a fin de que llevemos fruto para Dios. Porque mientras estábamos en la carne, las pasiones pecaminosas que eran por la ley obraban en nuestros miembros llevando fruto para muerte. Pero ahora estamos libres de la ley, por haber muerto para aquella en que estábamos sujetos, de modo que sirvamos bajo el régimen nuevo del Espíritu y no bajo el régimen viejo de la letra” (Rom. 7:1-6).
La analogía que Pablo utiliza en estos versículos es un poco intrincada, difícil de entender, acerca del matrimonio, la Ley, la muerte de uno de los contrayentes y Cristo, en relación con la salvación.
Proponemos la siguiente interpretación: cuando Pablo habla de la Ley se refiere básicamente a toda norma o deber moral emanados de Dios, y al sistema legal de salvación, el legalismo. ¿En qué consiste este sistema? En que es la obediencia a la Ley –a cualquiera, sea la Ley Moral de los Diez Mandamientos; las leyes morales dictadas por Dios a Moisés; la ley ceremonial; las leyes higiénicas, las cúlticas y las civiles; así como las normas de la iglesia que tenemos en el Manual de la iglesia– lo que nos conquista la justificación y, por lo tanto, el favor de Dios y la salvación eterna. Y, por el otro lado, la desobediencia a la Ley (entendida como el principio de la obediencia como medio de salvación) es lo que “arruina” la justificación y, en definitiva, la salvación.
Pablo va a decir que los creyentes en Cristo hemos muerto “a la ley mediante el cuerpo de Cristo”, para que seamos “de otro, del que resucitó de los muertos” (vers. 4). Antes, mientras vivíamos sujetos a la Ley como sistema de salvación (legalismo), estábamos, por ley, sujetos a ella, de tal forma que si nos uniésemos con otro cónyuge (Cristo), seríamos adúlteros espirituales. Pero, a partir del evangelio, hemos muerto como legalistas, a la Ley como sistema de salvación, de tal manera que ahora, al haber resucitado en Cristo y ser nuevas criaturas, podemos ser de otro, de Cristo, y estar bajo el sistema de la gracia.
“Pero ahora estamos libres de la ley, por haber muerto para aquella en que estábamos sujetos, de modo que sirvamos bajo el régimen nuevo del Espíritu y no bajo el régimen viejo de la letra” (vers. 6).
Estamos libres de la Ley, no en el sentido de que no tratemos de vivir voluntariamente en armonía con ella, sino libres de su culpa y condenación, y sobre todo de vivir “bajo el régimen viejo de la letra”, por el cual lo importante era “cumplir” con cada estipulación como un medio de conquistar la salvación o, por lo menos, retenerla, no perderla. Es decir, estamos libres de la COERCIÓN de la Ley, de cumplirla por obligación, so pena del rechazo de Dios y su condenación, para ahora servir “bajo el régimen nuevo del Espíritu”. Bajo este nuevo régimen, por un lado, tratamos de vivir en armonía con la Ley desde el corazón, con un deseo real de honrar a Dios y vivir de acuerdo con su voluntad, movidos por la fe y el amor a él, y no por un sentido de obligatoriedad o de culpa. Y, por el otro, no estamos obsesionados con la aplicación fría e inexorable de la Ley independientemente de las difíciles situaciones humanas que algunas personas viven. Buscamos encontrar el sentido espiritual de la Ley, su principio lleno de amor, en vez de verla como una simple norma legal para cumplir. Así como Jesús dijo que “el día de reposo fue hecho por causa del hombre, y no el hombre por causa del día de reposo” (Mar. 2:27), hemos llegado a entender que no es el hombre el que rinde servicio a la Ley, como a un amo duro y exigente, sino que las leyes divinas están al servicio de los mayores intereses del hombre, de su felicidad. Por lo tanto, ya no juzgamos a quienes, ante nuestra corta y estrecha mirada, no parecen cumplir tan perfectamente la letra de la Ley, sus estipulaciones formales (como hacían los fariseos), sino que respetamos la relación particular que cada persona tiene con Dios, y los tiempos de su crecimiento espiritual, sin erigirnos en jueces de la conducta ajena. Ya no usamos la Ley para medir a nuestros hermanos.
Y a continuación Pablo presenta cuán profundamente nos ha afectado el pecado:
“Porque mientras estábamos en la carne, las pasiones pecaminosas que eran por la ley obraban en nuestros miembros llevando fruto para muerte” (vers. 5).
¿Cómo es esto de que las pasiones pecaminosas son “por la ley”? Otras versiones traducen este pasaje de la siguiente manera:
“las malas pasiones que la ley nos despertaba” (NVI), “la ley sirvió para despertar en nuestro cuerpo los malos deseos” (DHH), “la ley despertaba esos malos deseos que producían una cosecha de acciones pecaminosas” (NTV).
¿En qué sentido? Es que nuestra naturaleza es tan corrompida, tan retorcida, que aun lo que es bueno en sí mismo, por causa de la rebeldía y el egoísmo propios de nuestra naturaleza pecaminosa, sirve para exacerbar nuestros deseos pecaminosos. Es decir, desafía nuestro egoísmo, lo pone a prueba, lo reprende, lo molesta, y entonces nuestros deseos egoístas, de pura “bronca”, se deleitan en hacer lo prohibido, solo por el hecho mismo de estar prohibido.
Más adelante refuerza este pensamiento:
“¿Qué diremos, pues? ¿La ley es pecado? En ninguna manera. Pero yo no conocí el pecado sino por la ley; porque tampoco conociera la codicia, si la ley no dijera: No codiciarás. Mas el pecado, tomando ocasión por el mandamiento, produjo en mí toda codicia; porque sin la ley el pecado está muerto. Y yo sin la ley vivía en un tiempo; pero venido el mandamiento, el pecado revivió y yo morí. Y hallé que el mismo mandamiento que era para vida, a mí me resultó para muerte; porque el pecado, tomando ocasión por el mandamiento, me engañó y por él me mató. De manera que la ley a la verdad es santa, y el mandamiento santo, justo y bueno. ¿Luego lo que es bueno, vino a ser muerte para mí? En ninguna manera, sino que el pecado, para mostrarse pecado, produjo en mí la muerte por medio de lo que es bueno, a fin de que por el mandamiento el pecado llegase a ser sobremanera pecaminoso” (vers. 7-13).
Los que tenemos hijos adolescentes sabemos dolorosamente cuán rebelde es la naturaleza humana. Basta con que a algunos de ellos les indiquemos algo, que les demos un consejo moral, o práctico, acerca de la vida, la vestimenta, las amistades, lo que fuere, para que ellos hagan todo lo contrario, precisamente para oponerse a la ley, entendida en este caso como las órdenes, o indicaciones o aun humildes sugerencias paternas. Esa es la característica, en general, de la adolescencia: la rebeldía por la rebeldía misma, para afirmar su yo. Y, en otra escala, eso mismo es lo que le sucede a nuestra naturaleza humana, aun en aquellos que ya somos gente madura cronológica y psicológicamente hablando. En el fondo, todos queremos hacer nuestra voluntad. No queremos que nadie nos diga lo que tenemos que hacer. Y, paradójicamente, por causa de nuestra naturaleza carnal, las regulaciones de la Ley lo único que pueden hacer es provocar a nuestro egoísmo, desafiarlo, y hacer que se afirme aún más en sus deseos. Al sentirse denunciado, descalificado, culpabilizado y condenado por la Ley, nuestro egoísmo se siente aún más estimulado a hacer lo malo, por pura rebeldía e incluso frustración de no poder alcanzar el ideal (cualquier analogía con los esquemas freudianos del complejo de Edipo, el complejo de castración, y los conflictos entre el ello, el yo y el superyó ¡¡¡NO SON MERA COINCIDENCIA!!!).
Es decir, en ninguna manera la Ley (nuestra obediencia a la voluntad de Dios) puede tener una función salvífica, porque las normas divinas (o las que fueren) no pueden, por sí solas, mejorar a la naturaleza humana, sino que, por el contrario, contribuyen a fortalecer el mal que hay en el hombre, no porque tenga algún defecto la Ley en sí misma, sino por lo retorcida y pervertida que es nuestra naturaleza caída, que transforma aun lo bueno en algo malo.
Pablo, entonces, continúa y fortalece su argumento, presentando la que quizá sea la declaración más categórica, en la Biblia, de cuán pecaminosa es nuestra naturaleza:
“Porque sabemos que la ley es espiritual; mas yo soy carnal, vendido al pecado. Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago. Y si lo que no quiero, esto hago, apruebo que la ley es buena. De manera que ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí. Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí. Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” (vers. 14-24).
Todo el clima ideológico que impera en nuestra sociedad nos dice que el hombre es básicamente bueno, que el poder está dentro de él, y que lo único que necesita es aprender a conocerse a sí mismo, desarrollar sus potencialidades ocultas mediante la educación (Posmodernidad) o redescubrir el dios y los poderes divinos que oculta en su interior (Nueva Era). El hombre, bajo este paradigma humanista, no necesitaría un Salvador que muera en la Cruz por él, ni un poder externo que lo regenere, transforme y santifique.
Contrariamente a esto, las Escrituras, y particularmente Pablo en el pasaje de Romanos de esta semana, presenta una herida al narcicismo humano, al decirnos que somos pecadores, impotentes para hacer el bien y para evitar el mal, y que necesitamos salvación de parte de Dios.
Subrayemos algunos de los conceptos que vierte Pablo en este pasaje:
1) El hombre es un ser “carnal”, “vendido al pecado”.
2) En el ser humano “no mora el bien” naturalmente (sí cuando ese bien es puesto por Dios).
3) En el hombre “mora” el pecado.
4) En el hombre “está” el mal. Es decir, no es que simplemente tenemos tendencia al mal, sino que el mal está en nosotros, somos malos: “He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre” (Sal. 51:5).
5) Por lo tanto, el hombre es impotente para hacer el bien que desea hacer y para dejar de hacer lo malo que no quiere hacer.
6) Hay una fuerza que lo controla más allá de sus mejores deseos: “ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí”. Así como Freud diría que en realidad, y llevada su teoría hasta las últimas consecuencias, la tan mentada libertad humana es solo una ilusión, ya que todos nuestros actos “conscientes” en definitiva responden a las fuerzas ocultas del inconsciente, y solo se encuentran “camufladas” de civilidad, mediante mecanismos de sublimación psicológica, de “retorno de lo reprimido”, etc., del mismo modo (y quizá Freud estaba hablando de cómo opera la naturaleza pecaminosa, sin saberlo él ni aceptar estas categorías religiosas) nuestra conducta responde a los impulsos de nuestra naturaleza caída, cuyo núcleo es el egoísmo.
7) Por la gracia de Dios, en el hombre hay una conciencia moral, en gran medida informada por la Ley, que hace que tengamos aspiraciones morales (“según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios”). Pero estos ideales se chocan con “otra ley”, “la ley del pecado”, que nos habita, que forma parte de nuestra naturaleza, que hace que no podamos vivir a la altura de nuestros ideales morales por nosotros mismos, con nuestros meros esfuerzos humanos por vivir en armonía con ellos.
Por eso, Pablo concluye con una figura muy conocida para el mundo romano: “¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” Este “cuerpo de muerte” es, seguramente, una alusión a un castigo inventado por el Impero Romano por el cual, cuando un asesino era apresado, juzgado y sentenciado, se le ataba a sus espaldas el cadáver de la persona a la que le quitó la vida, por tiempo indeterminado, y el asesino debía cargar con él, soportando no solo su putrefacción, con el olor nauseabundo resultante, sino también el horror de portar permanentemente ese cadáver.
Para Pablo, nuestra naturaleza pecaminosa es ese cadáver horripilante que llevamos a cuestas por haber nacido en este mundo de pecado, del cual no podemos librarnos por nosotros mismos. De allí que Pablo exclame: “¡Miserable de mí!” Esta es nuestra condición humana: somos unos miserables, y necesitamos desesperadamente la misericordia de Dios.
Como bien diría el famoso autor adventista Morris Venden, no es que somos pecadores porque pecamos, sino que pecamos porque somos pecadores. Es decir, no es cuestión meramente de ir “podando” los pecados que surgen de nuestro “árbol” pecaminoso, sino que el problema está en el núcleo de nuestra naturaleza, por lo cual necesitamos una solución de raíz, desde lo más profundo de nuestro corazón, que solo puede ser realizada por un milagro divino, todopoderoso, del Espíritu Santo. Sin esto, solo quizá podamos mantener a raya nuestra conducta externa, social, pero no aquello que es la fuente de nuestras conductas impropias, que son nuestros pensamientos, sentimientos y motivaciones internos. Para esto, no bastan las buenas intenciones y las fuerzas humanas.
Pero este capítulo termina con una hermosa nota de esperanza, que va a desarrollar en el capítulo 8:
“Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro” (Rom. 7:25).
Por desesperada que sea nuestra condición humana, Dios ha provisto amplio remedio para que no tengamos que vivir con culpa y un sentido de condenación, gracias a lo que hizo Jesús en la Cruz, y además contamos con la obra regeneradora del Espíritu Santo, en cuya descripción nos deleitaremos en el estudio de la semana próxima. Mientras tanto, con Pablo, demos gracias “a Dios, por Jesucristo Señor nuestro”, que aseguró la salvación aun para seres tan degradados por el pecado como cada uno de nosotros; que comprende “nuestra condición; se acuerda de que somos polvo” (Sal. 103:14), y por eso nos tiene paciencia y misericordia en nuestras luchas con el pecado, aceptándonos permanentemente por su gracia; y nos acompaña todo el camino hasta que lleguemos al Hogar celestial. Tengamos también paciencia con nosotros mismos, mientras dure nuestro proceso de santificación, y con los que nos rodean, que están sumidos en el mismo drama del pecado que nosotros.
Hola hno. Claverie,mucho gusto de saludarle y muchas bendiciones de lo alto. los articulos y/o temas que Ud. ha publicado son buenísimos para mí,me ayudan mucho en la vida espiritual y a comprender temas que para mí son difíciles.
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Tenga la bondad de hacerlo descargable o que se pueda copiar.
Atte.Salomón Cabrera.