EL CAMINO DE LA FE

10 agosto, 2017

Lección 7 – Tercer trimestre 2017

Gálatas 3:19-25.

En tiempos de Pablo, como hoy, ante un evangelio tan lleno de gracia, de gratuidad, que conduce a tanta libertad en la vida cristiana, que proclama que el hombre no es salvo por su obediencia a la Ley sino mediante la fe en Jesucristo, surge la pregunta lógica, que Pablo se adelanta a presentar, entendiendo lo que podría pasar por la mente de sus lectores:

“Entonces, ¿para qué sirve la ley?” (Gál. 3:19).

Si los intentos humanos por observar la Ley ni logran la aceptación de Dios (justificación) ni son un seguro para retenerla, entonces ¿para qué sirve la Ley? ¿Cuál es su función?

Cabe aclarar que cuando hablamos de la Ley, no nos limitamos solo a los Diez Mandamientos sino, en definitiva, a toda la voluntad moral de Dios revelada en la Biblia.

En ninguna parte de los evangelios o de las epístolas paulinas vamos a ver que se descalifique la importancia de la Ley de Dios, y de la obediencia a ella. Sería una contradicción lógica pensar que el mismo Dios que proclamó su Ley como expresión de su voluntad moral para el hombre nos diga ahora que para él no tiene importancia que vivamos una vida de armonía con ella. El tema que quiere aclarar Pablo en el pasaje de Gálatas de esta semana es en cuanto a la FUNCIÓN de la Ley en nuestra relación con Dios, con la justificación y la salvación.

“Fue añadida a causa de las transgresiones, hasta que viniese la simiente a quien fue hecha la promesa; y fue ordenada por medio de ángeles en mano de un mediador. Y el mediador no lo es de uno solo; pero Dios es uno. […] Pero antes que viniese la fe, estábamos confinados bajo la ley, encerrados para aquella fe que iba a ser revelada. De manera que la ley ha sido nuestro ayo, para llevarnos a Cristo, a fin de que fuésemos justificados por la fe” (vers. 19, 20, 23, 24).

“Fue añadida a causa de las transgresiones”.

Es muy interesante, en este sentido, lo que explica Elena de White en El discurso maestro de Jesucristo:

“Cuando Satanás se rebeló contra la Ley de Jehová, la idea de que había una ley sorprendió a los ángeles casi como un tomar conciencia de algo impensado” (p. 102, edición 2010).

Es decir, donde no hay pecado no haría falta, idealmente, que exista ninguna ley. Todo el mundo puede vivir siguiendo naturalmente, sin ningún problema ni temor, los impulsos de su propio corazón, sus propios deseos, porque estos son siempre santos.

Pero, al introducirse el pecado en la creación de Dios, se hizo necesario hacer patente la existencia de la Ley de Dios, para marcar el límite, la diferencia, entre el bien y el mal. Por “causa de las transgresiones”, necesitamos que se nos diga dónde estamos fallando, y cuál es el bien.

En estas palabras, Pablo nos presenta que la función soteriológica (lo relativo a la salvación) de la Ley no es salvarnos sino tomarnos de la mano para llevarnos a Cristo, quien sí es quien nos salva.

¿De qué modo lo hace? Hiriendo nuestra conciencia al mostrarnos el pecado que hay en nosotros, llenándonos de culpabilidad a fin de que sintamos nuestra necesidad de perdón y de purificación interior. En otras palabras, haciéndonos sentir nuestra necesidad de un Salvador, de Cristo.

Es interesante que, aun desde la psicología, se nos presenta la importancia de la ley para la estructuración de la personalidad. No estamos hablando aquí específicamente de la Ley de Dios, sino de la ley como principio; es decir, del “No”, lo que no debe hacerse, o del “deber”, lo que debe hacerse.

Según la psicología freudiana, en lo que se conoce como la “segunda tópica” freudiana, hay por lo menos tres instancias fundamentales en el psiquismo humano: el ello, el yo y el superyó. El ello tiene que ver con todas las pulsiones propias del ser humano, los deseos naturales del hombre, que básicamente apuntan a la satisfacción de la libido (instinto de placer). Pero, frente a los deseos naturales indiscriminados del ser humano se yergue el superyó, que estaría constituido por las normas morales que son introyectadas en el psiquismo por la sociedad, partiendo de los padres o los seres que intervinieron en la crianza temprana de los individuos (la explicación de Freud es mucho más compleja, y tiene que ver con el famoso Complejo de Edipo y su resolución parcial en la primera infancia y su definitiva en la adolescencia, el Complejo de castración, etc.).

El superyó es el que introduce al individuo en el principio de realidad y permite sostener una vida social aceptable. De lo contrario, la sociedad sería un caos, en el que cada persona haría lo que quisiera sin tener en cuenta al otro, violentándolo, y a su vez siendo violentado por el otro. Por otra parte, el propio psiquismo de la persona sería una masa caótica de deseos desordenados que terminarían autodestruyendo al individuo. La ley sirve para dar orden y estructura a la personalidad.

Sin embargo, también existen individuos psicópatas, en quienes no se ha logrado resolver correctamente esta relación con la ley (el superyó), en quienes no se ha instalado la ley, y que entonces pueden pasar por la vida mintiendo, engañando, dañando al otro (incluso al punto de ser criminales, asesinos, etc.) sin el menor remordimiento o sentimiento de culpa. Ven al otro como un objeto que sirve a sus propios fines egoístas, y no como un sujeto. Pueden tener una vida social aceptable, porque es funcional a sus fines egoístas, pero en realidad lo que hacen es vivir manipulando a los demás en beneficio propio, pero no tienen ningún interés real en las personas. No tienen empatía ni solidaridad social, sino solo ven a los demás como medios para la propia satisfacción personal o el beneficio personal.

«La función de la Ley no es salvarnos sino tomarnos de la mano para llevarnos a Cristo».

De allí, entonces, que también Dios nos haya dado su Ley como el gran estructurante de la personalidad, del carácter. Y la primera función que cumple es señalarnos qué es el bien y qué es el mal, y aguijonear nuestra conciencia (como lo hace el superyó freudiano) haciéndonos sentir culpables cuando hacemos algo malo o no hacemos el bien. Este sentimiento de culpa (que si bien en algunos extremos puede ser neurótico y crónico, generando personalidades culpógenas, que viven cargándose con culpas exageradas, injustas e innecesarias) nos hace sentir nuestra necesidad de un perdón superior y liberación de la culpa: nuestra necesidad de un Salvador.

Como bien dice Pablo, “la ley ha sido nuestro ayo, para llevarnos a Cristo, a fin de que fuésemos justificados por la fe” (vers. 24).

A Dios no le agrada cargarnos con culpas y hacer miserable nuestra vida anímica. Pero, a fin de que nos demos cuenta de nuestra enfermedad de pecado y nuestra necesidad del gran Médico del alma, tiene primero que convencernos de nuestra condición, darnos a conocer el diagnóstico de nuestra enfermedad, a través de hacernos conscientes de sus síntomas. La Ley, entonces, cumple esta función, haciéndonos sentir culpables y condenados. De otra manera, no sentiríamos necesidad de Jesús como Salvador.

La Ley tiene, entonces, una función pedagógica (el famoso paidagogos que nos explica la lección, que es la palabra griega que ha sido traducida como “ayo” en nuestro pasaje de esta semana), y no salvífica. Y el fin último de esta función moralmente pedagógica no es que nos estanquemos en la culpa y la condenación sino que seamos “justificados por la fe” (vers. 24). Es decir, que podamos encontrar en Cristo y su obra redentora el perdón de Dios, y la liberación de la culpa y la condenación, y a su vez el poder para liberarnos del pecado y vivir en armonía con esa Ley de amor.

En el texto que estamos analizando, también se incluye la ley ceremonial como aquello que representaba a Cristo, y que también tenía la función de “tomarnos de la mano” para llevarnos hasta Jesús, a fin de ser salvos por él.

Por eso, Pablo dice que, “antes que viniese la fe, estábamos confinados bajo la ley, encerrados para aquella fe que iba a ser revelada” (vers. 23).

La lección del día martes nos explica muy bien que, en el texto original en griego, las expresiones “confinados”, “encerrados” no necesariamente implican una connotación negativa como estar como encerrados en una cárcel bajo castigo de la justicia sino “protegidos”, “custodiados”, en el sentido de cuidados por la Ley, como si fuese un guardaespaldas que nos protege hasta llegar a un lugar seguro. De manera, entonces, que la Ley siempre tiene una función bondadosa, positiva, que es hacernos sentir nuestra necesidad de Cristo, llevarnos a él, cosa que no haríamos de corazón si creyéramos que somos suficientemente buenos y que no necesitamos un Salvador.

¿Qué significa que “antes que viniese la fe” estábamos confinados “bajo la ley”?

Entendemos que puede hacer alusión a dos cosas:

En primer lugar, a la experiencia personal de estar bajo la culpabilización y la condenación de la Ley, hasta que nos encontramos, bajo esa necesidad de perdón, aceptación y liberación del pecado, con nuestro Salvador, con la fe que nos conecta con él.

Pero también Pablo puede hacer referencia al erróneo concepto legalista de salvación propiciado por el judaísmo de sus días, que hacía que la gente viviera “bajo el régimen viejo de la letra” (Rom. 7:6); es decir, bajo el régimen de la Ley como medio de salvación.

Pero, cuando viene la fe, al encontrarnos con el Salvador, ya no estamos más ni bajo el viejo régimen de la justificación por las obras (de creación exclusivamente humana, nunca divina) ni bajo la condenación de la Ley en el nivel personal.

Estábamos “encerrados para aquella fe que iba a ser revelada” (Gál. 3:23). Es decir, custodiados por la Ley como un guardaespaldas que nos lleva con seguridad hasta nuestro destino último espiritual, que no es la Ley en sí misma, sino “la fe que iba a ser revelada”, ya sea históricamente (como sistema de salvación) como personalmente (hasta nuestro encuentro con Cristo).

La semana pasada vimos que la justificación y la salvación no son el resultado de los intentos humanos por obedecer la voluntad de Dios (la Ley) sino de la fe en las promesas de Dios, y que ambos sistemas de salvación son incompatibles, mutuamente excluyentes.

«La Ley tiene, entonces, una función pedagógica, y no salvífica».

Ahora, Pablo pregunta:

“¿Luego la ley es contraria a las promesas de Dios?” (vers. 21).

La presencia de la Ley, que no es un invento humano sino que proviene de Dios mismo, y que fue promulgada 430 años después de las promesas que Dios le dio a Abraham, ¿viene a anular o reemplazar las promesas por un nuevo camino de salvación y de relación con Dios? Pablo contesta:

“En ninguna manera; porque si la ley dada pudiera vivificar, la justicia fuera verdaderamente por la ley. Mas la Escritura lo encerró todo bajo pecado, para que la promesa que es por la fe en Jesucristo fuese dada a los creyentes” (vers. 21, 22).

Aquí está una de las razones más importantes por las que el camino de la justificación y de la salvación no puede basarse en los intentos humanos por obedecer la Ley: la impotencia de la Ley, por sí misma, para hacer mejor al hombre. No porque haya algún defecto en la Ley, sino porque es una Ley santa que le pide a un hombre pecador, enfermo de pecado, que viva de acuerdo con sus demandas, lo que le es totalmente imposible, por sí mismo. Es como pedirle a un pez que intente volar. No puede hacerlo, porque no tiene la capacidad para hacerlo, porque tan solo es un pez. De igual manera, no se le puede pedir a un enfermo de pecado, como lo somos todos nosotros, que viva santamente, perfectamente, de acuerdo con las demandas puras y perfectas de la Ley: “si la ley dada pudiera vivificar, la justicia fuera verdaderamente por la ley”.

Si realmente el hombre, mediante sus fuerzas y sus esfuerzos morales, pudiera ponerse en plena armonía con la Ley, la justicia (la justificación) se produciría por sus propios esfuerzos, y entonces no necesitaríamos un Salvador. Seríamos nuestro propio salvador.

Pero, siendo que como humanos somos impotentes para vivir perfectamente en armonía con la santidad de la Ley de Dios, por eso es que necesitamos un Salvador y depender únicamente de su obediencia a la Ley, de sus méritos y de su sacrificio. En otras palabras, de una justicia foránea, como diría Martín Lutero.

Por eso, “la Escritura lo encerró todo bajo pecado”; es decir, la Palabra de Dios nos revela nuestra verdadera condición, y nos dice que, por nosotros mismos, somos irremediablemente pecadores, llenos de pecado (aun nuestras mejores obras están manchadas de motivaciones egoístas), y que por lo tanto no podemos depender de nuestros esfuerzos por ser fieles y obedientes. Pero no lo hace para sumirnos en el desaliento y la desesperación, haciéndonos sentir que estamos irremediablemente perdidos, que no hay remedio para nosotros, sino “para que la promesa que es por la fe en Jesucristo fuese dada a los creyentes”. Nuestro sentimiento de malestar con nosotros mismos y de culpa y condenación en relación con Dios son solo la antesala necesaria para que sintamos nuestra necesidad de Cristo, y ahora sí estemos en condiciones de valorar la salvación y recibir la promesa de salvación mediante la fe en Cristo.

“Pero venida la fe, ya no estamos bajo ayo” (vers. 25).

Ahora que la Ley ha logrado llevarnos a Cristo mediante su orientación moral, su culpabilización y su condenación, y que estamos refugiados en la salvación comprada por Jesús a tan alto precio, y que estamos seguros en él mediante la fe, ya no necesitamos estar “bajo ayo”; es decir, bajo la culpa y la condenación de la Ley. No significa esto que ya no creamos que la Ley es nuestra guía moral y que no aspiremos a vivir bajo sus santas, justas y buenas demandas (Rom. 7:12). Pero ya no sentimos que somos condenados por la Ley ni estamos llenos de culpa, porque estamos refugiados, amparados y cubiertos por la justicia suficiente de Cristo, que por nosotros cumplió con las demandas de la Ley, y nos libró de su culpa y condenación. Podemos vivir en libertad, con la conciencia tranquila, aceptando humilde y mansamente nuestra condición humana impotente, sabiendo que tan solo “somos polvo” (Sal. 103:14), tan solo unos pobres pecadores. Pero amados por Dios, aceptados por él, justificados por la obra redentora de Cristo, hijos de Dios, con seguridad espiritual.

Que el Espíritu de Dios nos llene de esta fe, esta confianza absoluta en el sacrificio de Cristo, para vivir en paz con Dios, con nosotros mismos y con los que nos rodean. Que dejemos de desgastarnos en esfuerzos neuróticos por agradar a Dios mediante nuestras buenas obras, nuestra obediencia, hechas como un cálculo para ver si de esa manera Dios se digna a aceptarnos, perdonarnos, amarnos y bendecirnos. Que dejemos de temblar pensando que cada vez que me equivoco, que tropiezo, que caigo, que no estoy a la altura de los ideales divinos pierdo mi salvación. Dios ya ha prometido la salvación basada en la obediencia de Cristo, las obras de Cristo, la Expiación lograda en la Cruz. Podemos vivir con la conciencia de la aceptación divina, en paz, seguros del amor de Dios y de nuestra salvación, por mucho que fallemos en el camino, si mantenemos nuestra confianza en la eficacia y suficiencia del sacrificio de Cristo.


COMENTARIOS DE MARTÍN LUTERO

“La Ley fue dada a causa de la trasgresión, para que la trasgresión exista como tal y abundase, y para que de esta suerte el hombre, llevado al conocimiento de sí mismo por medio de la Ley, buscase la mano del misericordioso Dios; porque sin la Ley el hombre está en ignorancia acerca de su pecado y se tiene a sí mismo por sano”.

“Como la Ley pone de manifiesto los pecados y demuestra que nadie puede justificarse por medio de ella, sino que al contrario se produce por ella un aumento de los pecados, nos obliga tanto más a buscar, invocar y esperar el cumplimiento de la promesa, puesto que este cumplimiento es ahora mucho más necesario que cuando la Ley no existía aún. Por esto, tan lejos está la Ley de ser contraria a las promesas, que incluso las recomienda del modo más decidido y las hace altamente deseables para aquellos a quienes humilló con hacerlos conocer sus pecados”.

“La Ley no es contraria a las promesas, puesto que ha sido dada para causar la muerte y para incrementar el pecado, esto es, para que por medio de la Ley el hombre vea cuán imperiosamente necesaria le es la gracia de la promesa, ya que por efectos de la ‘ley buena, justa y santa’ (Rom. 7:12), él empeora más y más. Así, el hombre no ha de valerse de la Ley como de un apoyo para negar a un estado de seguridad por la confianza en sus obras hechas conforme a la Ley, sino que, inducido por ella, ha de buscar algo muy distinto y mucho mejor, a saber, la promesa. Pues si la Ley fuera capaz de conceder vida, seríamos justos. Pero ahora la Ley mata más bien, y hace que los pecadores sean aún más pecadores. Y con esto precisamente actúa a favor de la promesa, puesto que obliga a desearla con tanta más fuerza y destruye en forma radical toda justicia basada en las obras. Pues si no la destruyera, nadie buscaría la gracia de la promesa; al contrario, se la recibirla con ingratitud, y hasta se la rechazaría, como acontece en el caso de los que no poseen un conocimiento correcto de la Ley”.

“Esto te demuestra, pues, lo que significa ser justificado por medio de la fe en Cristo: significa conocer mediante la Ley tu pecaminosidad y tu incapacidad, y en consecuencia desesperar de ti mismo, de tus fuerzas y de tu saber, de la Ley, de las obras, en una palabra: de todo, y clamar con temblor y confianza, humildemente, por la diestra de Cristo y nadie más, la mano del Mediador, creyendo firmemente que obtendrás la gracia, así como lo expresa Pablo en Romanos 10 (vers. 13) citando al profeta Joel (2:32): ‘Todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo’ ”.

“La Ley, por lo tanto, es buena, justa y santa (Rom. 7:12), no hace justo a nadie. Al hacer patente mí reacción ante ella me muestra quién soy: me siento irritado por ella y odio la justicia más que antes, y en cambio soy más afecto a la concupiscencia que antes; solo el miedo ante las amenazas de la Ley me detiene de una obra mala, pero nunca de un mal deseo. Podría ilustrártelo mediante una comparación. El agua es buena; pero cuando se la vierte sobre la cal, hace que esta se encienda. ¿Acaso tiene la culpa el agua de que la cal se caldee? No; el agua simplemente ‘reveló’ a esa cal, aparentemente fría, que tenía en sus adentros. Así, la ley excita y pone de manifiesto los malos deseos y sentimientos de odio, pero no los cura. En cambio, si viertes aceite sobre la cal, esta no se calienta, sino el calor oculto en ella es apagado. De igual manera, la gracia vertida en nuestros corazones por medio del Espíritu extingue el odio y la concupiscencia”.

“¡En verdad, una hermosa comparación! El término paedagogus deriva de una palabra que significa ‘niño’ (en griego paiv) y de otra de significado ‘conducir’ (gr. ago): el ‘paedagogus’, o ayo, es por lo tanto una persona que tiene la acción de conducir y ejercitar a los niños. Dice, pues, el apóstol: así como a los párvulos se les asigna un ayo para que los tenga a raya en esta edad tan dada a las travesuras, así nos ha sido dada la Ley para que refrene los pecados. Pero ¿qué pasa los niños? Se los puede manejar solo con el miedo ante las medidas disciplinarias, y mayormente odian a su ayo. Les gustaría mucho más ser libres y todo lo que hacen lo hacen solo por obligación o seducidos por halagos, y jamás porque quieran hacer lo que se les manda, o por libre voluntad. Así pasa también con los que están bajo la Ley: son refrenados de cometer obras pecaminosas por el temor a las amenazas de la Ley. Odian la Ley y quisieran por su parte tener irrestrictos sus deseos. Más aún: todo lo hacen presionados por el temor al castigo o porque los seduce el amor a una promesa temporal, nunca empero por voluntad libre y espontánea. Más tarde, cuando los niños han entrado en posesión de su herencia, caen en la cuenta de lo útil que les fue el ayo. Entonces comienzan hasta a quererlo y a alabar sus buenos servicios, y a condenarse a sí mismos por no haberle obedecido alegre y voluntariamente. Ahora, por otra parte, sin ayo y por iniciativa propia, hacen con alegría lo que hacían de mala gana y refunfuñando cuando aún estaban bajo el ayo. Así hacemos también nosotros una vez que hemos obtenido la fe que es nuestra verdadera herencia, prometida a Abraham y su descendencia: llegamos a comprender cuán santa y saludable es la Ley, y cuán abominables son nuestros malos deseos. Ahora apreciamos la Ley, la ensalzamos y le damos nuestra más cálida aprobación. Por otra parte, condenamos y censuramos nuestros malos deseos tanto más cuanto más placer nos causa la Ley misma. Ahora también hacemos con alegría y de buena voluntad las obras que en nuestro anterior estado de ignorancia la saludable Ley nos arrancaba exteriormente recurriendo a la fuerza y al terror, sin poder arrancárnoslas empero interiormente. Esto es lo que Pablo quiere indicar al decir que ahora, después de que ha venido la fe, ya no estamos bajo el ayo. Al contrario: el ayo se ha convertido ahora en nuestro amigo y es honrado por nosotros aún más que temido”.

“El niño, por lo tanto, no permanece bajo el ayo, sino que será educado para que el recibir la herencia le sea tanto más grato; de la misma manera, la Ley hace que la gracia de Dios nos parezca tanto más benigna y recomendable. Con todo esto, el apóstol nos da una excelente explicación acerca de lo que es la finalidad de la Ley: la Ley fue dada no para que por medio de ella alcanzásemos la justicia y para que la cumplamos, sino para que dirijamos nuestros suspiros hacia Cristo a fin de buscar el cumplimiento de la Ley por medio de la fe en él. Pero los que pretenden alcanzar la justicia mediante sus propias fuerzas tienen como finalidad en sus leyes las leyes mismas y las obras hechas a base de ellas. Tampoco ‘ordenan’ (cap. 3:19) las leyes con miras a Cristo, sino exclusivamente con miras a las obras, con el resultado de que irán a la perdición eterna, así como los judíos cuyo ejemplo siguen, por cuanto no entienden ni lo que es la Ley ni lo que son las obras de la Ley”.

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