JESÚS EN LOS ESCRITOS DE PEDRO

18 mayo, 2017

Lección 8 – Segundo trimestre 2017

En la lección de esta semana, el autor de la Guía de Estudio de la Biblia hace un alto en su exposición sistemática de la Primera Epístola de Pedro, para hacer un recorte de los temas presentados por el apóstol, y centrarse en la Persona y la obra de Jesús. Podemos hablar, entonces, de una cristología (estudio de la Persona y la obra de Cristo) de Pedro.

Además de escribir sus dos cartas inspirado por el Espíritu Santo con un mensaje que trasciende su propia subjetividad y no depende de ella ni está condicionado por ella (como garantiza el fenómeno divino de la Inspiración), Pedro tiñe sus referencias a Cristo, en su epístola, con la calidez entrañable de su experiencia con su Salvador. Como vimos en la primera lección de este trimestre, Pedro pudo experimentar en carne propia que “cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia” (Rom. 5:20). Él fue objeto de la tierna paciencia de Jesús hacia sus yerros y defectos de carácter, y de la inmensa misericordia del Salvador cuando Pedro experimentó su caída, al negar vergonzosamente su relación con él. Por eso, sus declaraciones teológicas inspiradas acerca de la Persona mesiánica y salvadora de Jesús tienen el peso adicional de la maravilla de haber visto y convivido con el Dios encarnado, “lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14), y haber experimentado en él mismo su obra salvadora.

Vamos a reflexionar brevemente, entonces, en algunos de los textos cristológicos de la Primera Epístola de Pedro, resaltando en negrita este tipo de declaraciones que se refieren a la Persona y la obra de Cristo:

“Pedro, apóstol de Jesucristo, a los expatriados de la dispersión en el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia, elegidos según la presciencia de Dios Padre en santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo: Gracia y paz os sean multiplicadas” (1 Ped. 1:1, 2).

Aun cuando esto no sea una evidencia concluyente en favor de la doctrina de la Trinidad, esta declaración de Pedro se suma a tantas otras expresiones de las epístolas –especialmente paulinas– que presentan un esquema trinitario en el Nuevo Testamento: el Padre, Jesús y el Espíritu Santo mencionados juntos en un contexto de salvación. Aquí, Pedro va a destacar lo que luego reiterará una y otra vez en esta epístola: la importancia de la sangre de Cristo para nuestra redención.

“Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos” (1:3).

Una de las verdades cristológicas fundamentales es la de la resurrección de Cristo. Esta resurrección es anticipo y garantía de nuestra propia resurrección, ya que es el mayor signo del triunfo de Jesús en la Cruz por nuestra redención, de que su misión fue cumplida con éxito. Por eso, esta resurrección nos hace “renacer para una esperanza viva”; la esperanza de nuestra propia resurrección y la de los que amamos, y la perspectiva luminosa de la vida eterna.

“Para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo, a quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso” (1:7, 8).

Jesús, aunque por ahora no lo veamos en persona, es nuestro mayor motivo de gozo en este mundo, y debería ser el objeto supremo de nuestro afecto, por todo lo que significa para nosotros: es nuestro Creador, nuestro Sustentador, nuestro Cuidador, nuestro Ayudador, la Luz suprema que ilumina nuestro caminar en esta Tierra, nuestro Salvador que dio su vida para que podamos ser salvos del pecado y sus consecuencias, nuestro Intercesor y nuestra Esperanza de vida eterna.

“Los profetas que profetizaron de la gracia destinada a vosotros, inquirieron y diligentemente indagaron acerca de esta salvación, escudriñando qué persona y qué tiempo indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos, el cual anunciaba de antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos” (1:10, 11).

Este pasaje nos habla de la preexistencia de Cristo; de cómo Jesús, por medio de su Espíritu, intervino en el fenómeno profético de los mensajeros de Dios, antes de su encarnación. Y Jesús, a través de ellos, anunciaba su propio sufrimiento sustitutivo –concepto en el que va a insistir Pedro en su epístola–, y los triunfos que traería consigo, “las glorias” morales y la felicidad inefable de la vida eterna.

“Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros, y mediante el cual creéis en Dios, quien le resucitó de los muertos y le ha dado gloria, para que vuestra fe y esperanza sean en Dios” (1:18-21).

Pedro recalca la centralidad de la Cruz para la experiencia cristiana, y se remite a los símbolos del Antiguo Testamento destinados a ser una profecía didáctica-vivencial: los israelitas debían ofrecer (ya sea los sacerdotes o los propios miembros del pueblo común) sacrificios como parte del culto, preferentemente, un cordero. Pedro –al igual que Juan el Bautista (Juan 1:29) y luego Pablo (1 Cor. 5:7)– ve en el sacrificio de esos inocentes y mansos animalitos un símbolo del sacrificio expiatorio del manso y humilde Jesús. Es ese sacrificio de amor, por cada uno de nosotros, lo que nos ha rescatado de una “vana manera de vivir”, para trasladarnos a una vida de fe y esperanza, y de liberación del pecado. Es una “sangre preciosa” la que Jesús derramó por nosotros en la Cruz, porque en ella está la mayor e inigualable manifestación del amor que Dios nos tiene y de su deseo de vernos felices y salvos para siempre. Es “preciosa” porque nos dice cuánto somos amados por Jesús, cuán valiosos somos para él como para que no considerara su propia vida como preciosa, con tal de salvarnos.

A su vez, y fiel al símbolo de un cordero sin tacha, como debían ser los corderos ofrecidos en el antiguo culto de Israel, Pedro hace una importante declaración cristológica acerca de la impecabilidad de Cristo. No es un “cordero” cualquiera; es un “cordero sin mancha y sin contaminación”, exento de cualquier pecado o tendencia al pecado, sin lo cual la realidad de su vida y su sacrificio no solo no podría haber correspondido al símbolo que lo representaba sino tampoco habría podido realizar un sacrificio sustitutivo válido: el inocente morir por los culpables, cargando con sus pecados y su condenación en la Cruz: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor. 5:21; énfasis añadido). Y no es que “no conoció” el pecado intelectualmente, o por observación, sino que –y siguiendo el concepto bíblico de conocer, que aparece, por ejemplo, en Génesis 2:24– nunca tuvo una relación personal con él, una experiencia con él en el sentido de haber sido afectada su naturaleza, su corazón y su conducta por él. Solo esta condición de impecabilidad podía calificarlo para ser nuestro Sustituto y Garante, y nuestra Expiación completa y suficiente.

“Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas; el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente; quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados” (2:21-24).

En estos versículos, Pedro une dos aspectos fundamentales de lo que significa Jesús para nosotros como Salvador: él es nuestro Ejemplo supremo e infalible para imitar, y es nuestro Sustituto y Expiador de nuestros pecados, a la vez que nuevamente recalca la absoluta impecabilidad de Jesús, condición sine qua non para ambas cosas.

De esto se trata, en esencia, ser cristiano: seguir “sus pisadas”; es decir, regir nuestra vida por su ejemplo. Hoy por hoy cunde un cristianismo que solo proclama y desea los “beneficios” de ser cristianos: tener el perdón de los pecados y el favor de Dios en esta vida garantizados, y un “lugarcito” en el cielo cuando Jesús venga a buscarnos. Pero, cuán importante es entender que ser cristiano es mucho más que eso: es un compromiso alegre y voluntario de vivir como Jesús; es la vocación sublime de seguir en sus pisadas e imitar su ejemplo de amor, pureza y rectitud. Sobre todo, Jesús es nuestro Ejemplo en la forma en que debemos enfrentar la maldad humana. No devolviendo odio con odio, violencia con violencia, sino amando como Jesús, tolerando y dejando todas las injusticias que se perpetren contra nosotros en manos del Juez del universo, quien en su momento hará justicia.

Es notable la insistencia de Pedro en remitirse una y otra vez al sacrificio de Cristo, y es obvio que en estos textos Pedro está aludiendo a la profecía mesiánica del Siervo sufriente, de Isaías 53. Coincide con la visión de Pablo, cuando este dice: “me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado” (1 Cor. 2:2). Pedro parece no solo estar inspirado por el Espíritu Santo al escribir su carta sino también mantener muy frescas en su mente aquellas escenas que él mismo presenció, de la mayor maravilla de la historia: el Dios infinito en amor que muere crucificado por nosotros, porque tanto nos amó, llevando “nuestros pecados en su cuerpo”, para sanarnos de nuestras heridas, las del pecado mismo (degradación moral, egoísmo) y la de sus consecuencias (perturbaciones mentales, culpas, angustias, depresiones, enfermedades y finalmente la muerte).

La “herida” de Cristo nos sana de todas nuestras heridas. Todos estamos lastimados por dentro, por el hecho universal de vivir en un mundo de pecado. Todos estamos heridos. Y son los sufrimientos vicarios de Cristo los que nos sanan por dentro, por medio de su Espíritu.

“Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios. […] Puesto que Cristo ha padecido por nosotros en la carne” (3:18; 4:1).

Nuevamente, Pedro se remite a la Cruz: Jesús es el “justo”, impecable, quien padeció por nosotros, que somos “injustos”, para llevarnos a Dios, reconciliándonos con él, pues Jesús padeció “por los pecados” nuestros, para expiarnos y liberarnos para siempre de su culpa y su condenación.

La expresión “ha padecido por nosotros en la carne” es, seguramente, una afirmación de la real encarnación de Cristo frente a la herejía gnóstica-docetista que ya se perfilaba en la iglesia, y que negaba la encarnación real de Jesús (ver Col. 2:8, 9; 1 Juan 4:1-3), afirmando que él solo tenía una “apariencia” de ser humano, pero que no lo era de verdad. Es precisamente su condición física (e integral) humana lo que le permitió a Jesús tener un “soporte material” para sus sufrimientos, absolutamente necesarios para lograr nuestra redención. Jesús tuvo que experimentar una vida real como ser humano, con todas las luchas, tentaciones y padecimientos que eso implica: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros” (Juan 1:14).

Que, así como Pedro, todos nosotros mantengamos siempre en el foco de nuestra conciencia y de nuestra vida cristiana “la sangre preciosa de Cristo”, aquella Cruz en la que Jesús no solo compró nuestra redención y nuestra felicidad eterna sino también nos proporcionó toda nuestra filosofía de vida y nuestra ética, como hijos de Dios. Y que, por la gracia de Dios, por la obra de su Espíritu en nosotros, podamos vivir para seguir en las pisadas de Jesús, imitando su ejemplo y glorificando su nombre con vidas transformadas a su semejanza.

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1 Comentario

  1. carlos a ramirez

    Este tema es muy importante aqui el apostol Pedro escribe por inspiracion del Espiritu Santo, aunque el estuvo en ese momento cuando Nuestro Salvador murio en la cruz del Calvario ,
    aqui Pedro relata el sacrificio realizo Jesus por cada uno de nosotros ocupando nuestro lugar como pecadores que somos, tambien hace incapie sobre la Pasion o su sufirmiento , en sus ultimos momentos de su vida terrenal, Pedro luego comprendio que el Hecho de Jesus Resucitar despues de su muerte ,nos habla sobre esperanza viva que tenemos cada uno de nosotros despues cuando estemos descansando en el polvo de la tierra,los que estemos vivos cuando Cristo venga por segunda vez, nos levantaremos para tener vida eterna como expresa 1 Corintios 15:51 y 52 ; 1 Pedro 1:3,

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