RESTAURACIÓN DEL DOMINIO

5 julio, 2016

Comentario lección 2 – Tercer trimestre 2016

Recordemos que el título general de la lección de este trimestre es “El papel de la iglesia en la comunidad”. Un título que nos desafía a pensar en cuál es la relación correcta entre la iglesia y el mundo en que vivimos, la sociedad en la que nos encontramos. En este sentido, dentro del cristianismo y de nuestra propia iglesia, hay distintas actitudes, que van de un extremo a otro:

1) Asimilación al mundo: Ocurre cuando la iglesia como cuerpo y como miembros individuales, en su afán de alcanzar al mundo, llega a mimetizarse con él, adoptando su forma de pensar, sus valores, su visión de la realidad, y aun su ética, claudicando de los principios cristianos y perdiendo así su identidad y su misión, su razón de ser específica en este mundo. La iglesia incurre en actitudes demagógicas, tratando de agradar a la sociedad con el supuesto fin de alcanzarla con el mensaje del evangelio, pero finalmente es la sociedad la que le marca el paso y el rumbo a la iglesia. La agenda del mundo pasa a ser la agenda de la iglesia, y la iglesia responde casi exclusivamente a lo que el mundo espera y demanda de ella: su intervención en las cuestiones sociales y aun sociopolíticas. Pero que no se meta demasiado en cuestiones netamente religiosas y doctrinales. Esto está representado por la sal que pierde su sabor, de la parábola de Jesús en el Sermón del Monte (Mat. 5:13).

2) Aislacionismo sectarista: Esto sucede cuando la iglesia, frente a la corrupción y la confusión ideológica, ética y doctrinal del mundo, tiene como valor supremo preservar su identidad y sus principios morales, pero se aísla del mundo por miedo a contaminarse con él, desentendiéndose de los graves problemas sociales que se encuentran en la sociedad, y preocupándose solo por su agenda interna, sus problemáticas espirituales propias y devocionales. Es como el agua estancada, que en vez de fluir libremente para refrescar e hidratar lo que encuentre a su paso –con lo cual asegura también su propia limpieza–, se empieza a pudrir. Siguiendo la parábola de la sal de Mateo 5:13, es como si a la sal se la conservara indefinidamente dentro del salero, para que no se gaste, y no se la usara para sazonar los alimentos, lo que exige que necesariamente se mezcle con ellos para aportarles su sabor. Cuando ocurre esto, los cristianos en realidad empezamos a crearnos nuestros propios problemas. Empezamos a pelearnos por sutilezas teológicas, o de estilo de vida, o de procedimientos y reglamentos eclesiástico-administrativos. Cuando la iglesia y sus miembros en forma particular no estamos en misión, tratando de alcanzar a otros con el evangelio y bendecirlos con nuestro amor práctico, empezamos a experimentar un cristianismo egocéntrico, narcisista y aburguesado, cuyo valor principal es asegurar nuestra propia salvación individual y a lo sumo de nuestros seres queridos, y el statu quo, y nos volvemos fuertemente institucionalistas en vez de evangelizadores y solidarios con el prójimo.

3) El principio de la encarnación: Jesús, para salvarnos, no se contentó con quedarse en el cielo, y desde allí indicarnos lo que debemos hacer y cómo debemos vivir. No es que simplemente nos tiró una soga desde el cielo para que nos aferremos de ella a fin de rescatarnos. Por el contrario, él descendió del cielo, compartió nuestra suerte como seres humanos, se “embarró”, se mezcló entre los hombres, y desde las entrañas mismas de la sociedad y yendo hasta “las periferias de la vida” (Bergoglio) (es decir, yendo a buscar a los más perdidos y degradados, y que vivían en la mayor miseria moral y social), hizo lo imposible para salvarnos del pecado y también para tender su mano de ayuda a cuantos se encontraba a su paso, en relación con sus necesidades terrenales: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14).

En ningún momento Jesús perdió de vista quién era, su identidad divina y mesiánica, ni claudicó de sus principios de absoluta fidelidad a su Padre celestial. Pero no tuvo temor de contaminarse, a tal punto que los fariseos lo criticaban por ser “amigo de publicanos y de pecadores” (Mat. 11:19). Si hubiese tenido la actitud de asimilación al mundo, se habría plegado con los zelotes, los “guerrilleros” subversivos de su tiempo, que querían imponer el Reino de Dios sobre la Tierra mediante el uso de las armas, o con los herodianos, que disfrutaban del poder político concedido por Roma. Si hubiese tenido la actitud sectaria aislacionista, se habría identificado con los fariseos de su tiempo, cuyo bien supremo era salvaguardar su pureza doctrinal y moral, pero a quienes poco importaba el bienestar temporal de la gente, o se habría recluido en las cavernas de Qumram, como los esenios, a fin de evitar la contaminación con “el mundo”.

Como representantes suyos, estamos llamados a vivir el evangelio de igual modo que Jesús. A ser sal de la Tierra, para darle sabor y ayudarla a preservarse de la corrupción, lo que exige que mantengamos nuestras propiedades “químicas” cristianas (los principios del evangelio, nuestra identidad cristiana), a la vez que no nos mantenemos aislados y descomprometidos con la sociedad en la que vivimos, sino que actuamos dentro de ella, relacionándonos permanentemente con nuestros hermanos los hombres, para bendecirlos con nuestra vida, nuestra acción solidaria y nuestra predicación del evangelio.

En este pasaje del libro La educación, Elena de White lo dice con gran precisión:

“La enseñanza de Cristo, lo mismo que su simpatía, abarcaba el mundo. […]

“Para él, eran uno el presente y el futuro, lo cercano y lo lejano. Tenía en vista las necesidades de toda la humanidad. Ante su mente estaban desplegadas todas las escenas de esfuerzo y progreso humanos, de tentación y conflicto, de perplejidad y peligro. Conocía todos los corazones, todos los hogares, todos los placeres, los gozos y las aspiraciones.

“No solo hablaba para toda la humanidad, sino también a ella misma. Su mensaje alcanzaba al niñito en la alegría de la mañana de su vida; al corazón ansioso e inquieto de la juventud; a los hombres, que en la plenitud de sus años llevaban la carga de la responsabilidad, a los ancianos en su debilidad y cansancio. Su mensaje era para todos; para todo ser humano, de todo país y toda época.

“Su enseñanza abarcaba las cosas del tiempo y la eternidad; las cosas visibles en su relación con las invisibles; los incidentes pasajeros de la vida común, y los solemnes sucesos de la vida futura.

Establecía la verdadera relación que existe entre las cosas de esta vida, como subordinadas a las de interés eterno, pero no ignoraba su importancia. Enseñaba que el cielo y la tierra están ligados, y que el conocimiento de la verdad divina prepara mejor al hombre para desempeñar los deberes de la vida diaria” (pp. 81, 82; énfasis añadido).

En este sentido, la iglesia no debe sentir que “por desgracia” debe tolerar estar insertada en la sociedad, sino que forma parte de ella. Debe sentirse identificada con ella en aquello que es legítimamente humano: su necesidad y deseo legítimo de bienestar material, sus más nobles aspiraciones morales y comunitarias, lo más noble de su cultura y de su arte, y su lucha por proteger la vida y el mundo en que vivimos.

PREOCUPACIÓN ECOLÓGICA

A este respecto, la lección de esta semana nos llama la atención a un aspecto al que como pueblo no solemos prestar demasiada atención, no tenemos demasiada conciencia, como lo es el cuidado del medioambiente, la preocupación por lo ecológico. Quizá nuestra conciencia de la inminencia de la segunda venida de Jesús, en la que Jesús restaurará todas las cosas y nos llevará a ese mundo ideal, feliz, incorruptible, nos lleva a desestimar –aunque parezca una empresa utópica– la lucha ecologista.

Es cierto que el deterioro del planeta es inherente al sistema en que nos encontramos envueltos, y del cual todos participamos y nos beneficiamos. Desde los inicios de la Revolución Industrial (mediados del siglo XVIII) hasta el presente, hemos entrado en una carrera científico-tecnológica, con todos sus extraordinarios beneficios en términos de confort y recursos tecnológicos que incluso contribuyen a la salud del ser humano y a salvar vidas (electromedicina, por ejemplo), que lamentablemente ha conllevado inevitablemente la contaminación de los mares, de la atmósfera misma (reducción de la capa de ozono), debido a los desechos químicos de las fábricas, junto con la sobreexplotación del planeta y sus recursos (tala indiscriminada de árboles, industria minera, industria petrolera, aun sobreexplotación agrícola sin respetar los ritmos de recomposición de la tierra).

Y, si bien es cierto, hay organizaciones ambientalistas que luchan por frenar lo máximo posible esta destrucción del planeta provocada por nuestro estilo de vida tecnologizado, sabemos que la empresa es irrealizable. Estamos envueltos en una inercia, más bien en un tren a toda velocidad, del cual nadie se quiere bajar. ¿Estaríamos todos dispuestos a renunciar a nuestros teléfonos celulares, nuestros televisores, nuestros equipos de música, nuestros automóviles, etc., con tal de “salvar el planeta”?

Por otra parte –y sé que este es un tema urticante, incluso para nosotros, los adventistas–, no era el plan original de Dios que existiese la muerte de seres vivos, sensibles, con capacidad de sufrir, como lo son los animales, para satisfacer el apetito humano. La dieta original que Dios prescribió antes de la Caída e incluso antes del Diluvio no incluía en absoluto la muerte de animales como medio de alimentación humana (Gén. 1:29, 30; 3:18; cf. 9:1-3). El consumo humano de animales es parte de la alteración del plan de Dios producida por el pecado, de la tolerancia de Dios a ciertas condiciones no ideales (como, por ejemplo, la poligamia y la esclavitud) hasta que su pueblo fuera expandiendo su conciencia moral. Pero si entendemos –como lo venimos viendo desde el inicio del trimestre– que el plan de Dios es empezar aquí la restauración de su diseño ideal para el ser humano y para este planeta, sabemos que Dios quiere que empecemos a acostumbrarnos a vivir aquí en la Tierra como esperamos vivir en el cielo. Y, ciertamente, allí no habrá muerte de ningún ser vivo y sensible para que nos sirva de alimento. Solo habrá “asados vegetarianos”.

Es un poco triste que, aun cuando desde hace más de cien años, como pueblo adventista, tenemos luz acerca del plan ideal de Dios para nuestra alimentación, lo que incluye la eliminación total del consumo de carne, todavía en general, como pueblo, estemos muy lejos de ese ideal. Lo irónico es que hay mucha gente afuera de nuestra iglesia que tiene una mayor conciencia de esta cuestión que muchos de nosotros. Hace poco visitó a la Argentina Paul McCartney, el famoso ex Beatle, un reconocido vegetariano desde hace décadas. En los tres recitales que llevó a cabo en este país, pidió amablemente a los organizadores locales que durante el concierto no se vendieran productos alimenticios sobre la base de carne, ni ningún tipo de indumentaria que implicara la muerte de animales (ropa de cuero). Es famosa su frase: “Si los mataderos tuvieran paredes de cristal, todo el mundo sería vegetariano”. Y es que el procedimiento que se lleva a cabo para matar a los animales para el consumo humano es sumamente cruel. Es notable que algunos de nosotros, que somos vegetarianos, a veces tenemos cierta timidez para declararnos como tales –incluso frente a otros adventistas, por no querer parecer legalistas o fanáticos– cuando hay gente que no comparte nuestra fe religiosa y sin embargo es muy decidida y valiente a la hora de defender sus convicciones en esta cuestión.

Es cierto que hay aspectos culturales de por medio. Por ejemplo, hace poco se festejó en la China el tradicional “Festival de la Carne de Perro”, en Yulin, en el que se matan miles de perros para el consumo humano. A quienes vivimos en Occidente nos horroriza tal práctica. Sin embargo, tomamos con total naturalidad la misma crueldad que se practica a las vacas, los cerdos, las liebres, los conejos, los pollos (por mencionar algunos animales que solemos consumir). Debemos estar dispuestos a revisar nuestros paradigmas culturales y tradicionales en este sentido.

Y esto no es una cuestión meramente de cuidar la salud personal, lo cual hasta podría ser una motivación en cierto sentido egoísta (se sabe que la dieta vegetariana es por lejos más saludable que la basada en el consumo de carne), sino que tiene que ver con la compasión por los animales, compasión que es parte de la imagen de Dios que Cristo quiere restaurar en nosotros.

“Pensemos en la crueldad hacia los animales que entraña la alimentación con carne, y en su efecto en quienes los matan o son testigos del trato que reciben. ¡Cuánto contribuye a destruir la ternura que deberíamos tener con esos seres creados por Dios!

“La inteligencia desplegada por muchos animales se aproxima tanto a la de los humanos que es un misterio. Los animales ven, oyen, aman, temen y sufren. Emplean sus órganos con muchísima más fidelidad que muchos hombres. Manifiestan simpatía y ternura para con sus compañeros que sufren. Muchos animales demuestran tener por quienes los cuidan un cariño muy superior al que manifiestan no pocos humanos. Experimentan un apego tal por el hombre que no desaparece sin gran dolor para ellos. ¿Qué hombre con corazón humano puede, después de haber cuidado animales domésticos, mirar en sus ojos, llenos de confianza y afecto, y luego entregarlos con gusto a la cuchilla del carnicero? ¿Cómo podrá devorar su carne como si fuese exquisito bocado?” (Elena de White, El ministerio de curación, p. 243).

Algunos de los personajes más venerados de la historia también tuvieron esta conciencia del amor que tenemos que tener por los inocentes seres del mundo animal que nos acompañan:

“Llegará un tiempo en que los seres humanos se contentarán con una alimentación vegetal y se considerará la matanza de un animal como un crimen, igual que el asesinato de un ser humano. Llegará un día en el que los hombres, como yo, verán el asesinato de un animal como ahora ven el de un hombre” (Leonardo Da Vinci).

“Yo soy, por principio, un ferviente seguidor del vegetarianismo. Sobre todo, por razones morales y éticas. Creo firmemente en un orden de vida vegetariano; aunque solo sea a nivel de efectos físicos, influirá sobre el temperamento del hombre” (Albert Einstein).

Y el gran Mahatma Gandhi opinaba lo siguiente:

“Siento que el progreso espiritual nos demanda el que dejemos de matar y comer a nuestros hermanos, criaturas de Dios, y solo para satisfacer nuestros pervertidos y sensuales apetitos (¿No es la misma fraseología de Elena de White al respecto?). La supremacía del hombre sobre el animal debería demostrarse no solo avergonzándonos de la bárbara costumbre de matarlos y devorarlos sino cuidándolos, protegiéndolos y amándolos. No comer carne constituye sin la menor duda una gran ayuda para la evolución y la paz de nuestro espíritu”.

“La grandeza y el progreso moral de una nación se mide por cómo trata esta a los animales”.

“En tanto comemos carne, todos somos cómplices de las crueldades que se cometen contra los animales, y quién sabe si esa carne torturada que comemos no nos hace ser capaces de cometer nuevas brutalidades y crueldades”. (Elena de White habla de que el consumo de carne fortalece las “propensiones animales” en el hombre; gran coincidencia en el pensamiento de Elena de White y de Gandhi.)

Lamentablemente, a lo largo de los siglos, se han interpretado las famosas expresiones del Génesis que analizamos esta semana (Gén. 1:26, 28) como que el hombre fue creado con el derecho, la autoridad, de explotar a mansalva el planeta, incluyendo a los seres vivos, y valerse egoístamente de ellos para su propio bienestar y placer. Pero, como vimos en el análisis del autor de la Guía de Estudio, este dominio no tiene que ver con un ejercicio de autoritarismo egoísta sino con responsabilidad por el cuidado del planeta que Dios tan generosamente puso en nuestras manos para que habitáramos en él. En realidad, Dios nos puso como “cuidadores” del planeta, y no como sus explotadores y abusadores.

Y no podría ser de otra forma, porque antes de indicarle esta autoridad al hombre, lo más importante es que Dios dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza” (1:26). Y, por definición, “Dios es amor” (1 Juan 4:8), y el amor “no busca lo suyo” (1 Cor. 13:5). Si somos imagen de Dios, y Dios quiere restaurar su imagen en nosotros, entonces también iremos creciendo cada vez más en una visión llena de amor sobre el mundo en que vivimos y sobre los animales que habitan en él. Ese amor conmoverá nuestro corazón, nos hará tiernos, sensibles, solidarios, llenos de compasión por los seres que sufren, incluyendo a los sensibles y tiernos animales que nos acompañan en este planeta. Es que tener amor no tiene que ver meramente con el objeto sobre el cual se deposita (selectivamente, sobre otro ser humano, por ejemplo), sino que es una actitud que impregna la conciencia y los sentimientos, y nos lleva a tener esa mirada amorosa de Cristo sobre todas las cosas, incluyendo a los animales.

Es cierto, por más esfuerzos ecológicos que hagamos, no podremos salvar este planeta. Ya es demasiado tarde (y, de paso, es uno de los factores que exigen que Jesús intervenga pronto con su segunda venida, porque ya no le queda mucho tiempo de vida a esta Tierra, según nos dicen, por ejemplo, los científicos creadores del “Reloj del Apocalipsis”). Tampoco podremos, si adoptamos el vegetarianismo como estilo de alimentación, salvar las matanzas de miles de animales a diario para el consumo humano (aun cuando algo se puede hacer para proteger a los animales, como lo han hecho las recientes iniciativas que han producido el cierre de zoológicos, para convertirlos en ecoparques, con las condiciones deplorables en que vivían muchos animales). Pero ¿no les parece que sería bueno no querer formar parte de esto, del maltrato del planeta y de la crueldad contra los animales, adhiriendo a un estilo de vida lo más “ecológico” posible, y negándonos a consumir productos alimenticios y de otro tipo (indumentaria, por ejemplo) que hayan implicado la matanza indiscriminada y/o la explotación de los inocentes animales?

Y, aun cuando no compartimos algunas bases filosóficas que mueven a ciertas organizaciones ambientalistas y de protección de la vida animal (de extracción panteísta), ¿no les parece que haríamos bien en apoyarlas con nuestras firmas por Internet o incluso nuestro apoyo económico para sus proyectos solidarios con el planeta y los animales?

Que Dios nos bendiga, por su Espíritu Santo, para que cada vez crezcamos más en conciencia moral, que cada vez seamos más sensibles, tiernos, compasivos y solidarios. En otras palabras, que cada vez seamos más parecidos a Jesús, aun en nuestra relación con el medioambiente y con el mundo animal.

 

 

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