LA RESTAURACIÓN DE TODAS LAS COSAS

28 junio, 2016

Comentario lección 1 – Tercer trimestre 2016

La lección de este trimestre es una grata iniciativa de la comisión mundial responsable por los folletos de la Escuela Sabática de Adultos, Maestros y Jóvenes, liderada por Clifford Goldstein: dedicar todo un trimestre a tratar un tema que creo que es una asignatura pendiente que tenemos como iglesia, como lo es la acción social que tenemos que realizar como parte de nuestra misión evangélica.

Es cierto que desde hace mucho, como iglesia, contamos con ADRA Internacional, ese encomiable organismo que se dedica a atender a personas víctimas de desastres naturales o producto de las guerras. Pero hasta ahora, como cuerpo general eclesiástico, no hemos tomado demasiada conciencia de la importancia de la acción solidaria de la iglesia en lo cotidiano, en el llano (de hecho, es la primera vez, hasta donde recuerdo en mis 43 años de bautizado, que se dedica todo un trimestre de Escuela Sabática a tratar este tema). Hemos tenido por años el departamento, en las iglesias locales, de Dorcas (por lo menos, en la Argentina), ese entrañable pero tímido departamento atendido por hermanas devotas que se dedican a recolectar ropa y alimentos no perecederos para repartir lo mejor que pueden a las personas que se acercan a la iglesia con necesidades, o a hermanos de iglesia carenciados. Pero sin la suficiente fuerza, apoyo y promoción. Como si fuese un departamento escondido en un rincón de la iglesia.

Hace pocos años, en la División Sudamericana, se creó el departamento de ASA (Acción Solidaria Adventista), pero todavía no se lo observa con suficiente fuerza en las iglesias locales y muchos ni saben de su existencia.

Si tenemos que ser sinceros con nosotros mismos, como pueblo no tenemos todavía demasiada cultura solidaria. No es una prioridad dentro de la iglesia como lo puede ser dar estudios bíblicos, realizar campañas evangelizadoras, colportar, etc. Incluso, algunos parecen creer que poner énfasis en este aspecto de la misión sería mermar energías y recursos humanos y materiales a la obra prioritaria de la evangelización, de la predicación profética de los mensajes de los tres ángeles; que nos distraería de nuestra misión urgente y específica como pueblo adventista. Total –parecen razonar algunos–, este mundo pasa, nunca podremos solucionar todos los problemas socioeconómicos de la gente, y en definitiva Jesús arreglará todas las cosas en su Venida.

Es más, algunos miran con recelo esta obra solidaria, con temor a que caigamos en los extremos de ciertas corrientes cristianas que han hecho de la acción social y política la prioridad de la misión cristiana, al punto de creer que la misión fundamental de la iglesia es establecer el Reino de Dios en la Tierra aquí y ahora, al luchar por revolucionar las estructuras humanas injustas. En pos de esta idea, durante las décadas de 1960 y 1970, especialmente, muchos sacerdotes católicos y pastores protestantes –sobre todo, en Latinoamérica– no solo han sido capellanes de grupos guerrilleros durante la lucha armada, sino también ellos mismos han empuñado armas –a semejanza de los zelotes del tiempo de Cristo– para tratar de producir esta revolución liberadora. A mi juicio, esto es una desnaturalización de la esencia de la misión cristiana.

Sin caer en estos extremos, a lo largo del trimestre veremos cómo a través de la Biblia Dios se revela como un Dios de justicia, indignado por las acciones injustas, opresivas y abusivas del hombre contra su prójimo, y con un alto sentido de compasión por los pobres, los oprimidos, los sufrientes; sentido de justicia y de compasión que Dios espera de sus representantes sobre la Tierra, su rostro visible en el mundo –la iglesia–, y que nos invita amorosamente a adoptar.

Lamentablemente, a veces como iglesia realizamos las acciones solidarias no tanto por un genuino interés en el bienestar actual del prójimo (sus problemas económicos, de salud, de vivienda, psicológicos, etc.), sino más bien como un “gancho” o “cuña” para la evangelización; es decir, con fines proselitistas. Realizamos este tipo de acciones solidarias casi exclusivamente para producir un “impacto” que nos permita introducir nuestro mensaje en las personas a la cuales tratamos de beneficiar, o para impactar en la opinión de la sociedad de tal forma que luego les sea más fácil recibir nuestro mensaje. Sin embargo, la gente actual es muy perspicaz para darse cuenta de cuándo hay una intención solapada detrás de una acción solidaria. Esto, entonces, nos hace poco genuinos en nuestra relación con la comunidad que nos rodea, y así somos percibidos por muchos.

¿Lograremos solucionar los problemas de todos los pobres y sufrientes de este mundo, si nos abocamos como iglesia a esta obra? Desde ya que no. Ya existen, aparte de nosotros, muchas ONG (Organizaciones No Gubernamentales), iniciativas particulares y también organismos del Estado, e incluso otras organizaciones religiosas encomiables (Cáritas, de la Iglesia Católica, o el Ejército de Salvación), que están haciendo algo para ayudar a los necesitados, y aun así siempre se quedan cortos en solucionar los problemas de todos los carenciados. No somos nosotros los que vamos a “salvar” a todos los pobres y sufrientes, en cuanto a sus necesidades terrenales. Tampoco podemos pensar que la misión principal de la iglesia sea revolucionar las estructuras humanas injustas y establecer el Reino de Dios material sobre la Tierra, y mucho menos plegarnos a una lucha armada.

¿Por qué, entonces, deberíamos abocarnos a realizar esta acción solidaria en la comunidad, como parte fundamental de la misión? Sencillamente, porque esto forma parte esencial del SER CRISTIANO. Es parte de la naturaleza del verdadero cristianismo: el amor compasivo por el prójimo sufriente, en cualquiera de sus formas (económica, material, de salud, familiar, psicológica, etc.). Donde solo hay una preocupación por la corrección doctrinal y teológica (fría ortodoxia), o por la corrección y prolijidad ética (asegurarse de no quebrantar ningún mandamiento de Dios o norma de la iglesia, de no “estar en falta”), pero no hay un genuino amor por el prójimo que nos lleve a querer hacer algo por ayudarlo, en realidad estamos frente a una religión teórica, legalista, cómoda, aburguesada.

“Solamente con un generoso desinterés por quienes necesitan ayuda podremos dar una demostración práctica de las verdades del evangelio. ‘Si un hermano o una hermana están desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y saciaos, pero no les dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué aprovecha? Así también la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma’ [Sant. 2:15-17]. ‘Ahora permanecen la fe, la esperanza, y la caridad, estas tres: empero la mayor de ellas es la caridad’ (1 Cor. 13:13, Reina- Valera 1909).

“Mucho más que un mero sermón está incluido en la predicación del evangelio. Los ignorantes han de ser instruidos; los desanimados han de ser reanimados; los enfermos han de ser restaurados. La voz humana debe tomar parte en la obra de Dios. Palabras de ternura, simpatía y amor han de testificar de la verdad. Oraciones cordiales y sinceras han de acercar a los ángeles.[…] El Señor les dará el éxito en esta labor […] cuando ella esté entretejida con la vida diaria, cuando se viva y se practique. La verdadera interpretación del evangelio es la unión de la obra en favor del cuerpo y del alma, tal como Cristo la realizó (RH, 4-3-1902)” (Elena de White, El ministerio de la bondad, p. 36).

Es cierto que, en último análisis, el mayor bien que le podamos hacer a cualquier persona es llevarla a los pies de Jesús para que se encuentre con su Salvador, y reciba la salvación eterna de su alma, y cuando Jesús regrese a buscarnos se encuentre entre los redimidos. En definitiva, aun cuando podamos solucionar todos los problemas materiales y de salud de la gente, todos terminarán en una tumba fría, si Jesús no viene antes. Por eso, la proclamación del evangelio siempre será la obra fundamental y prioritaria de la iglesia. Pero, si solo nos dedicamos a predicar un evangelio teórico, de forma oral, y como sucedió con el sacerdote y el levita de la parábola del buen samaritano, nuestro prójimo puede estar cerca de nosotros sufriendo, y nosotros no hacemos nada para ayudarlo, nuestra predicación oral del evangelio carecerá de autoridad moral, no será creíble para los que nos rodean. Solo pareceremos una secta preocupada por captar tantos adeptos como pueda. En este sentido, es muy significativo y orientador el siguiente pensamiento de Elena de White:

“La obra especificada en estas palabras [Isa. 58] es el trabajo que Dios pide a su pueblo que realice. Es la obra señalada por el mismo Dios. Con la labor de defender los mandamientos de Dios y reparar las brechas que se han hecho en la Ley de Dios, debemos mezclar la compasión por la humanidad doliente. […] Y con esto hemos de manifestar misericordia, benevolencia y la más tierna piedad por la raza caída. ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’ [Sant. 2:8]. Como un pueblo, debemos realizar esta labor. El amor revelado hacia la humanidad doliente da significado y poder a la verdad (SpT ‘A’, Nº 10, pp. 3, 4)” (ibíd., pp. 35, 36; el énfasis es mío).

¿Cómo es esto? ¿No es que la verdad tiene significado y poder en sí misma, y no necesita de ninguna validación externa? Por supuesto, pero cuando la presentación de la verdad es solo una teoría, y no viene respaldada por acciones concretas que la encarnen, pierde su significado y poder. Es que el amor real, concreto, práctico, es LA VERDAD fundamental de toda la Escritura, la gran verdad acerca de Dios y de lo que significa ser cristiano, y lo que le da su verdadero sentido al resto de verdades bíblicas que se desprenden de ella (Mat. 22:34-40).

En este sentido, la primera obra misionera que cada uno de nosotros debe hacer es vivir el evangelio, sobre todo en aquello que es su esencia: la práctica del amor abnegado. Cuando consideramos que ser cristiano es, ante todo, preocuparse por la ortodoxia doctrinal o por cumplir con las normas de la iglesia, estamos perdiendo de vista lo que en realidad significa ser cristiano: un imitador de Cristo, un pequeño cristo sobre la Tierra para el que sufre, un representante del amor de Dios entre los hombres, y un signo de la existencia y la presencia activa de Dios en el mundo, para bendecir y amar a la humanidad doliente.

El “escándalo del dolor” (como diría el eximio escritor adventista Roberto Badenas) es, quizá, el mayor obstáculo que tiene el hombre moderno para creer en Dios. Es el gran muro que se yergue ante él, que le impide ver el rostro de Dios, y le hace sentir que Dios no existe, o que está ausente del mundo y no se preocupa por él. Cuando los cristianos –supuestos representantes de Dios– somos indiferentes al dolor humano, estamos reforzando esta sensación en el corazón de los que nos rodean. Por el contrario, cuando la iglesia (cada uno de nosotros, y como cuerpo eclesiástico) se muestra genuinamente preocupada por el dolor humano, y realiza acciones concretas y desinteresadas para tender una mano, es percibida por la sociedad como el rostro de Dios, las manos de Dios que acarician y ayudan.

Como vimos en la lección de esta semana, desde la Caída, vivimos en un mundo quebrantado. No es el mundo que Dios soñó para nosotros, ni tiene las condiciones ecológicas, económicas, sociales, de salud, de bienestar mental y espiritual que Dios quisiera para nosotros y los seres sensibles que nos rodean (animales inocentes que también sufren por causa del pecado). Y es el plan de Dios restaurar la felicidad perdida en el Edén. Y si bien esta restauración solo será completa cuando Jesús regrese a buscarnos (“Porque sabemos que toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora; y no sólo ella, sino que también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo” [Rom. 8:22, 23]), la gran y hermosa tarea que tenemos como iglesia, el “evangelio completo”, como dice el autor de la lección, es ser instrumentos en las manos de Dios para empezar el proceso de restauración en la vida de la gente. Una restauración no solo espiritual y moral, sino también de su salud y de condiciones de vida dignas.

Esta es una serie de lecciones que nos desafían no solo a una toma de conciencia espiritual y moral, sino también a idear medidas prácticas de cómo podemos llevar adelante esta acción solidaria en nuestra vida particular y como iglesia local o administración eclesiástica más amplia. Para ello, en el Libro Complementario se presentan ejemplos absolutamente inspiradores y aleccionadores de iglesias solidarias que están haciendo una obra efectiva en favor de las necesidades de las comunidades que las rodean.

Y, de paso –y aunque esto no debería ser la motivación primaria–, creo que todos sabemos por experiencia cuánta satisfacción da el haber podido ayudar a una persona a ser más feliz, cuánto placer y energía moral y psíquica nos proporciona este servicio. Aun la psicología moderna nos habla de los beneficios psicológicos y aun físicos que conlleva la práctica del “altruismo egoísta”; es decir, la ayuda al prójimo incluso para el propio bienestar personal.

Que el Espíritu Santo derrame el amor de Dios en nuestros corazones (Rom. 5:5), para que seamos sensibles a las necesidades genuinas de los que nos rodean y, como Jesús, no pasemos de largo frente a nuestro prójimo herido, sino que nos acerquemos con misericordia e inteligencia, para sanar las heridas que el pecado produjo en él, ponerlo a salvo en un lugar seguro (el mesón de la parábola) y, sobre todo, que podamos conducirlo a los pies del gran Salvador y Restaurador de todas las cosas.

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