ORACIÓN + ACCIÓN = GRAN BENDICIÓN

21 junio, 2016

Por Mireya Alaña Rivera:

El testimonio de una madre que luchó por los derechos de los estudiantes adventistas que debían rendir en sábado.

Son las 8 de la mañana del miércoles 14 de marzo de 2014. El autobús que abordamos mi esposo y yo para viajar al Perú salió hace media hora de la terminal de pasajeros de Guayaquil, República del Ecuador. Nuestros hijos, Joel y Samuel, han quedado en casa; y con ellos, la mitad de mi corazón. La otra mitad está deseosa de reencontrarse con nuestra hija mayor Daniela, quien gracias a la providencia divina ha iniciado ya el primer ciclo en la carrera de Medicina en la UPeU.

Mientras observo el verde paisaje ecuatoriano, recuerdo cómo empezó esta hermosa y colorida historia en la que Dios es el director, guionista y principal protagonista.

En el Ecuador aún no hay una universidad adventista. Por eso, los sueños de mi hija parecieron tambalearse debido a que la prueba obligatoria para el ingreso a universidades del Estado se tomaba (sin excepción) en día sábado por la mañana.

Ante esta difícil prueba de fe, como familia comenzamos a orar al Señor para que su mano librara a todos nuestros jóvenes de este gigante amenazador. En ese entonces, Daniela cursaba el último año del bachillerato, y su gran deseo era terminar la secundaria con excelentes calificaciones, postularse para Medicina y obtener alguna beca que le permitiera ampliar sus horizontes.

Como padres cristianos, en todo momento hemos tratado de apoyar e incentivar los sueños que Dios ha colocado en sus mentes, pero el panorama era desalentador. Fecha tras fecha, cada seis meses, la prueba de la Secretaría de Educación Superior, Ciencia y Tecnología (SENESCYT) continuaba tomándose en sábado.

Pasaba el tiempo y Daniela estaba terminando su bachillerato en una institución particular. Sus compañeros ya se habían presentado a la prueba, excepto ella. Nunca olvidaré la tarde en que sus palabras taladraron mis oídos: “Mamá, todos mis amigos del colegio ya están encaminados en la carrera que han elegido… todos menos yo. He decidido ser fiel, me he esforzado por tener buenas calificaciones y tengo muchas ganas de estudiar, pero me siento frustrada. ¿Por qué si somos obedientes nos va mal, mamá? ¡No es justo!” Lo único que se me ocurrió responderle fue mi promesa favorita, que se encuentra en Romanos 8:28: “A los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien”.

Ese lamento de mi hija mayor, que era muy parecido al de tantos jóvenes, tocó mi corazón y, estoy segura, también el de nuestro Padre celestial. Hablé con mi esposo e hicimos un esfuerzo para enviarla a estudiar a la UPeU (que recién había inaugurado la carrera de Medicina), pero no pudimos concretar ese sueño.

Desde pequeña me han enseñado que las más grandes batallas se pelean de rodillas; por lo tanto, empezamos a clamar al Señor para que él nos mostrara una salida. Recuerdo claramente que, en la Iglesia del Norte de Guayaquil, donde asistimos, también empezamos a orar por este tema. Incluimos en esta cadena de oración a nuestra familia en otros países del mundo. Y en el Ecuador, iglesias y Grupos pequeños oraron y clamaron, unidos por la esperanza y por la certeza de que tenemos de nuestro lado al Todopoderoso.

En algunas ocasiones visité la Misión Ecuatoriana del Sur (MES), para estar informada de lo que la iglesia (a través del departamento de Libertad Religiosa) estaba haciendo por la juventud adventista, pero la respuesta era siempre la misma: “Hemos hecho una solicitud a la SENESCYT, pero no obtenemos respuesta. Hay que seguir orando, y esperar que alguien de influencia nos ayude”.

Cierta mañana en que hacía mi devocional, estaba cantando Josué 1:9: “Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente […]”, y entonces supliqué: “Padre mío, no permitas que mi hija y todos estos jóvenes fieles se desanimen y el maligno los aparte de ti”.

La respuesta no tardó en llegar. A la mañana siguiente, conversando sobre este tema, mi esposo, Axel, me dijo: “Creo que no hemos hecho lo suficiente. Hay que realizar una demanda en la Defensoría del Pueblo”. Entonces, me acordé de mi profesor de Ética, que era abogado y que conocía a los adventistas. Ese mismo día me contacté con él y le conté de este caso. Me dijo que no perdiéramos más tiempo y que, en efecto, la única solución era presentar un “Amparo de Protección” para defender el derecho que nuestros jóvenes tienen de acceder a la educación superior.

El 13 de agosto de 2013, ante el funcionario de la Defensoría del Pueblo, Marco Pacheco, elevé un amparo (no solamente por mi hija, sino también por todos los jóvenes adventistas que mantuvieron su lealtad a Dios y lo honraron con sus decisiones).

Creo que este abogado que me atendió aquel día fue colocado allí por Dios, porque este buen hombre no solamente me escuchó mi reclamo, sino también me direccionó, me animó a no darme por vencida y tomó personalmente el caso, para llevarlo con integridad y profesionalismo.

Debido a que la Defensoría es una entidad del Estado, me tocó personalmente llevar la citación a las oficinas de la SENESCYT, para llamar a sus directivos a la Primera Audiencia. No quería mantener oculto el gran paso que habíamos dado, así que me dirigí nuevamente a la MES y le comenté al director del departamento de Libertad Religiosa lo que estaba pasando. También mencioné la fecha de la primera audiencia (5 de septiembre de 2013), donde tendríamos la oportunidad de tratar este delicado caso con las autoridades y los delegados del Ministerio de Educación de nuestro país. Esta era una gran responsabilidad, y oré pidiendo sabiduría.

Cuando llegó el día de la audiencia, me levanté, oré y me aferré de la mano de Dios para esta batalla. ¡Ese fue un día de gran regocijo! De manera increíble, el Espíritu Santo obró en el corazón de los directivos de la SENESCYT, y en forma amable, en aquella audiencia, ellos aceptaron algo que parecía imposible: tomar la prueba a nuestros jóvenes después de la puesta de sol del sábado.

Mientras escribo, me emociona pensar en todas las maravillas que Dios puede hacer si nos colocamos en sus manos. Cuando era una adolescente, me gustaba repetir la Ley del Conquistador, especialmente el punto que decía: “Cumplir fielmente con la parte que me toca”.

El 29 de marzo de 2014 fue una fecha histórica para el pueblo que guarda los mandamientos de Dios y tiene la fe de Jesús. Más de quinientos jóvenes acudieron masivamente al recinto señalado para rendir la prueba que los llevaría más cerca de sus sueños universitarios. Finalmente, mi hija no rindió la prueba y pudimos inscribirla en la UPeU. Pero el camino quedó abierto para que todos los jóvenes adventistas del Ecuador puedan rendir ese examen. Estamos convencidos de que el mismo Dios que obró un gran milagro en los jóvenes del Ecuador obrará para que mi hija pase a través del mar de dificultades, y pueda seguir estudiando y preparándose no solamente para esta vida sino también para la eternidad.

El tiempo pasa. Falta pocas horas para arribar a nuestro destino. Delante de mí hay algunos pasajeros con niños. Sus padres los calman, les dan algo de comer y les dicen que falta poco para llegar.

Los padres somos capaces de hacer cosas increíbles por los hijos. Nuestra hija mayor nos espera en Ñaña. Son casi treinta horas de largo y cansador viaje. Ella nos ha pedido que le llevemos guantes plásticos, un traje de baño para la clase de piscina, una camiseta que diga “Ecuador” y cuatro pesados tomos de anatomía. Para nosotros no es una carga; lo hacemos porque la amamos.

Y así, motivados por la preocupación de nuestra hija, fue que como padres caímos de rodillas delante del Trono de la gracia.


Mireya Alaña Rivera es directora del Ministerio de la Familia y del departamento de Comunicación de la Iglesia del Norte de la ciudad de Guayaquil, Rep. de Ecuador.

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