CRUCIFICADO Y RESUCITADO

GEB - Comentario - Leccion 13

21 junio, 2016

Comentario lección 13 – Segundo trimestre 2016

 

Llegamos al final de este trimestre, donde hemos contemplado a Jesús, y al momento cumbre de la historia: la muerte vicaria de Jesús en la Cruz, por todos nosotros. No hay nada más sublime en toda la Revelación: los extremos a los cuales llegó Jesús para vernos salvos.

En este comentario, vamos a extraer aquellos pasajes que nos parecen más significativos de la Pasión, así como comentaremos la importancia de la Resurrección y, finalmente, de la Gran Comisión evangélica que Jesús nos encargó antes de ascender al cielo.

 

EL SILENCIO DE JESÚS (Mat. 27:11-14)

Jesús, ya apresado, es llevado a Pilato. Allí, el procurador romano lo interroga, y le da la oportunidad de defenderse frente a las acusaciones de sus enemigos. Pero Jesús opta por el silencio. ¿Por qué? ¿Para provocar a Pilato? En ninguna manera. Pero Jesús sabía algo que muchos de nosotros necesitamos aprender: cuando hay gente irrazonable, que en realidad no busca comprendernos sino que tiene su voluntad encaminada hacia el mal, es inútil tratar de razonar, de argumentar. A veces, uno tiene la ilusión de que si logra razonar lo suficiente con personales tales, y mostrarles la realidad de las cosas y la justicia de nuestra posición, esas personas terminarán mansamente reconociendo la verdad. Pero el problema es que cuando hay mala voluntad, lo que impera en esas personas no es la razón ni la justicia, sino una voluntad decidida solamente a satisfacer sus deseos egoístas, su odio, su frustración. Entonces, lo único que queda es el silencio. No vale la pena estresarse ni enredarse en una discusión.

 

HAY QUE TOMAR POSICIÓN FRENTE A JESÚS (Mat. 27:15-26)

Pilato se siente presionado por los dirigentes judíos y el populacho soliviantado por aquellos. Sabe que Jesús es inocente. Sabe que Barrabás es un criminal. Sabe lo que tiene que hacer. Su conciencia le dicta cuál es su deber. Su propia esposa, mediante una revelación divina, le advierte que no tenga nada que ver con la condenación de Jesús. Pero prefiere cobardemente eludir su responsabilidad, para no comprometer sus intereses y su seguridad políticos. La transfiere a otros, y les hace una pregunta que en realidad debería habérsela hecho profundamente a sí mismo: “¿Qué, pues, haré de Jesús, llamado el Cristo?” (vers. 22).

Es la misma pregunta que cada uno de nosotros debe hacerse siempre, ante cualquier evento o disyuntiva de la vida, o crisis por la cual estemos atravesando. Es la que determinará nuestro destino aquí, y por la eternidad: ¿Qué voy a hacer con Jesús? Ante tal prueba o tentación, ¿me voy a aferrar a él o voy a tratar de seguir adelante basado en mis propias fuerzas? Ante tal decisión moral, ¿voy a confiar en mi juicio o en la opinión del consenso social o voy a dejarme guiar y regir por los sus principios revelados en su Palabra? Ante tantas alternativas religiosas o filosóficas que ofrece el mundo, ¿voy a optar por el camino más fácil y halagüeño para la naturaleza humana o voy a aceptar que soy pecador, que el diagnóstico que él hace de mi condición humana es el verdadero, y que lo necesito como mi Salvador? ¿Voy a elegir a Barrabás, que me promete falazmente un reino terrenal, el paraíso sobre la Tierra, o voy a aceptar la promesa de Jesús de un hogar en las moradas celestiales (Juan14:1-3)?

No es cuestión de seguir la inercia de la vida religiosa que alguna vez abrazamos. Cada día, a cada momento, en medio de nuestras actividades y relaciones, tenemos que tomar una posición frente a Jesús, con realismo, valentía y fe. No podemos, como Pilato, lavarnos las manos y desentendernos de nuestra responsabilidad personal frente a Jesús.

 

SE RECRUDECE LA PASIÓN (Mat. 27:27-31)

Pilato abandona ya los dictámenes de su conciencia, y entonces entrega a Jesús “en manos de pecadores” (Mat. 26:45). Jesús, el Santo, el Inocente, es entregado a la voluntad de hombres degradados, irrazonables, violentos, sádicos, indudablemente poseídos por Satanás tal como el mejor de los endemoniados.

Primero, y a fin de congraciarse con el pueblo, Pilato lo manda azotar. La arqueología y la historia nos dan cuenta de lo terribles que eran los azotes romanos. Muy probablemente Jesús fue castigado (tal como lo muestra muy acertadamente la película La Pasión, de Mel Gibson) con un azote hecho de varias tiras de cuero que en sus extremos tenían atadas unas chapas de hierro afiladas, que no solo se clavaban en la piel sino también se hundían en la carne de la persona que era así flagelada, y la desgarraba. ¿Cómo pudo Jesús resistir tanto dolor, siendo que tenía el poder más que suficiente para librarse de todo eso con tan solo un pensamiento, por ser plenamente divino? Solo hubo una fuerza capaz de sostenerlo ante tanta tortura indecible: su amor por nosotros. Hasta esos extremos nos amó. Sabía que la única manera de salvarnos era que él pasara por ese dolor. Y lo soportó para que nosotros fuésemos librados de la condenación. ¿Cómo podemos hoy nosotros dudar de su amor, aun cuando a veces nuestros estados anímicos no nos permitan “sentir” que él nos ama? No necesitamos un sentimiento subjetivo para tener la certeza de su amor. Son los hechos históricos de su Pasión los que nos tienen que servir como faro para vivir permanentemente con la convicción de que somos amados y salvados por él. Los sentimientos y los estados de ánimo pueden ser engañosos, y muy fluctuantes. Nuestra seguridad, en cambio, está en los hechos objetivos de la Pasión.

Luego de soportar el terrible flagelo, Jesús queda en manos de los sádicos soldados; un sadismo (placer en hacer sufrir a otros) indudablemente inspirado por Satanás:

“Entonces los soldados del gobernador llevaron a Jesús al pretorio, y reunieron alrededor de él a toda la compañía; y desnudándole, le echaron encima un manto de escarlata, y pusieron sobre su cabeza una corona tejida de espinas, y una caña en su mano derecha; e hincando la rodilla delante de él, le escarnecían, diciendo: ¡Salve, Rey de los judíos! Y escupiéndole, tomaban la caña y le golpeaban en la cabeza. Después de haberle escarnecido, le quitaron el manto, le pusieron sus vestidos, y le llevaron para crucificarle” (vers. 27-31).

Humillación tras humillación fueron soportadas por Jesús como parte del “soporte” físico de la Expiación, ese misterio de dolor que jamás llegaremos a comprender del todo (según comentamos la semana pasada), pero que fue necesario a fin de que podamos ser salvos.

 

LA CRUZ (Mat. 27:32-56)

Jesús es llevado finalmente a la Cruz, ese lugar que se ha convertido en símbolo y demostración máximos del amor de Dios, y de nuestra redención. Ese lugar que la mente carnal rechaza (“No puedo cantar, ni quiero, a ese Jesús del madero, sino al que anduvo en la mar”, cantaría Joan Manuel Serrat inspirado en los versos del poeta español Miguel Hernández), pero que es nuestro santo y seña máximo como cristianos, nuestra luz, nuestra filosofía de vida, nuestra esperanza, nuestra salvación.

La última tentación: Toda la vida Jesús sufrió el acoso diabólico, que en su esencia consistía (como consiste también el nuestro) en que abandonara la Cruz (léase, el amor abnegado) y optara por el camino fácil: el del egoísmo, el de la satisfacción del yo, el de la comodidad egoísta, el de la autoprotección y la autopreservación. Pero ahora el enemigo se juega su última carta. Jesús está padeciendo lo indecible. Terribles dolores físicos, fruto de su espalda y todo su cuerpo “en carne viva”, como producto de la tremenda reciente flagelación. Los dolores indecibles de los gruesos clavos que atravesaron despiadadamente sus muñecas y sus talones. Los calambres en sus piernas encogidas (no semiestiradas, como suelen presentar las representaciones artísticas). La asfixia que estaba soportando por su posición incómoda en la cruz. La deshidratación como producto de la tremenda pérdida de sangre. Y, sobre todo, estar soportando la separación del Padre, la sensación del abandono total de Dios y de estar siendo condenado por causa de nuestros pecados, de estar cargando sobre sí mismo misteriosa y milagrosamente las culpas y las miserias de todos los seres humanos que hemos vivido sobre el planeta. Jesús está realmente en un estado altamente vulnerable, propicio para que Satanás despliegue toda su artillería diabólica para vencerlo y apartarlo de su misión. Y, para eso, utiliza a cuanta persona puede, para dirigirle el último desafío y tentación:

“Y los que pasaban le injuriaban, meneando la cabeza, y diciendo: Tú que derribas el templo, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz. De esta manera también los principales sacerdotes, escarneciéndole con los escribas y los fariseos y los ancianos, decían: A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar; si es el Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, y creeremos en él. Confió en Dios; líbrele ahora si le quiere; porque ha dicho: Soy Hijo de Dios. Lo mismo le injuriaban también los ladrones que estaban crucificados con él” (vers. 39-44).

Y tenían razón: si nos quería salvar, no se podía salvar a sí mismo. Podía hacerlo físicamente. Tenía suficiente poder para bajarse de la Cruz y demostrarle a toda esa gente malvada quién era él realmente (como siempre queremos hacer los seres humanos: demostrarles a otros quiénes somos, cuánto valemos). Pero no podía hacerlo moralmente, si deseaba realmente salvarnos. Y realmente lo deseaba, porque realmente nos amaba, y lo demostró de manera inequívoca al no aceptar el reto y quedarse en la Cruz, aguantando su tortura, por amor a usted y por amor a mí. ¡Qué inmenso amor! Su esperanza de salvación y la mía consisten en que en ese momento Jesús realizara el mayor milagro que pudiera hacer: quedarse en la Cruz. Y lo hizo.

Un grito que nos da consuelo: Nunca llegaremos a entender plenamente lo que Jesús sufrió en la Cruz, ser el Sustituto y Garante del hombre, el Portador del pecado, el gran Expiador de nuestras culpas y condenación. Pero no es que Jesús pasó por la Cruz haciendo un guiño a la humanidad y a Dios el Padre, como diciendo: “No se preocupen. Solo estoy siguiendo el libreto, representando un papel. Esto es fácil para mí. Muero, y después de mi resurrección nos encontramos. Con la Cruz, no pasa nada. Es pan comido”. No, la Cruz fue muy real para Jesús, demasiado real. Y él realmente se sintió totalmente abandonado por Dios el Padre, condenado por él, entregado totalmente a la voluntad diabólica. Y lo expresó de la manera más sincera, haciendo suyas las palabras de un Salmo mesiánico profético que él mismo había inspirado muchos siglos antes: “Cerca de la hora novena, Jesús clamó a gran voz, diciendo: Elí, Elí, ¿lama sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (vers. 46).

¿No nos da esto consuelo y esperanza a cada uno de nosotros, a la humanidad toda? ¿O frente a tanto dolor inenarrable que padece la humanidad y quizás algunos de nosotros, no tenemos el sentimiento que a veces no nos atrevemos a expresar de que Dios está ausente del mundo, que en definitiva estamos solos en el universo para hacer frente a nuestros dolores, que estamos abandonados por Dios? ¿No es esta una de las mayores razones por las cuales mucha gente opta por el ateísmo y muchos creyentes abandonan la fe o viven una vida espiritual insegura, falta de convicción, falta de confianza en Dios?

A veces, los creyentes hemos sido enseñados a reprimir nuestras dudas, a no darles expresión, a tragarnos nuestra incomodidad frente a la aparente ausencia de Dios y a nuestro sentimiento íntimo de abandono. Pero Jesús parece ser mucho más capaz de ponerse en contacto con sus verdaderos sentimientos que nosotros. Él se siente, subjetivamente, abandonado por Dios, y siente la necesidad de expresarlo. Y lo hace con la primera pregunta que siempre nos hacemos frente al dolor: “¿Por qué?” Con lo que nos dice que él se identifica con nuestro dolor, que sabe y comprende lo que sentimos frente al sufrimiento, que es legítimo que nos sintamos así, porque el dolor “no es pavada”.

Pero también sabe que “lo contrario de creer no es dudar, sino rechazar” (Roberto Badenas, en Encuentros [Buenos Aires: ACES, 1997], p. 91). Jesús manifiesta su duda, su incomprensión (aunque sabía racionalmente por qué estaba sufriendo, en ese momento estaba ofuscado por sus emociones), pero no lo hace en un vacío, sino que, en última instancia, lo hace al Padre, se remite a él: “Dios mío, Dios mío”. El Padre sigue siendo su Dios. Sigue reconociéndolo como Dios. No lo rechaza ni lo desprecia, como hace el ateo, el incrédulo, el antirreligioso. Eso no eliminaba la duda y la angustia, pero Jesús sabía que, en última instancia, Dios existía y tendría la última palabra sobre su dolor. Como es lo que debemos saber y creer nosotros, aun cuando a veces nuestros estados emotivos sean como esas nubes que nos ocultan la luz del sol y nos hacen sentir que el sol no existe, aun cuando siempre está.

Pero, cuánto bien nos hace saber que Jesús pasó por la misma experiencia que nosotros, que nos comprende y que es capaz incluso de identificarse con nuestras dudas. Y, en realidad, solo una fe que es puesta a prueba por las dudas y aun así se manifiesta inclaudicable es verdadera fe. Lo otro –creer sin permitirse dudar cuando la situación parece exigirlo– quizá no sea fe sino un cobarde autoconvencimiento, una evasiva autosugestión, que no se atreve a cuestionar a Dios porque teme perder su bendición. El verdadero creyente es capaz de encararlo a Dios con su dolor, con su angustia, con sus disgustos por tanto sufrimiento terrenal, con sus dudas, aun sabiendo que hasta la eternidad hay cosas que no podrá entender y que nunca estará satisfecho con las distintas teodiceas (defensas argumentativas en favor de Dios en su trato con el mal y el sufrimiento). Porque el “escándalo del dolor” (Badenas) es demasiado lacerante para que podamos aceptarlo. Pero sabe que, en última instancia, la respuesta no está en la filosofía, en la psicología, en ninguna ciencia humana, sino en Dios, quien se hizo uno con nuestro dolor en la Cruz y quien le dará un cierre definitivo cuando se cumpla la gran esperanza del retorno de Jesús a la Tierra.

 

LA RESURRECCIÓN: GARANTÍA DE NUESTRA ESPERANZA (Mat. 28:1-10)

Jesús finalmente muere en la Cruz: “Mas Jesús, habiendo otra vez clamado a gran voz, entregó el espíritu” (Mat. 27:50).

Ahora ya descansa de tanto dolor. Y reposa –coincidentemente– en sábado, de su obra de redención, así como en el principio de la historia de la Tierra reposó en sábado de la obra de la Creación. Y así el sábado siempre es un momento propicio para la reflexión. Es su gran propósito: dar un paso atrás, y luego de las actividades divinas poder reflexionar sobre el sentido, la belleza y la grandeza de las obras de Dios. La belleza y la grandeza de la Creación y de la Redención.

Pero la tumba no lo pudo retener, por dos motivos, por lo menos: porque el que murió era, en sí mismo, inocente, y la muerte y su autor (Satanás) no tenían ningún derecho de retenerlo en la tumba, máxime habiendo cumplido con éxito su misión de Expiación, de Redención. Y, en segundo lugar, porque el que yacía en esa tumba era nada menos que la Vida misma, la Fuente y el Autor de la vida (Juan 1:1-4; 11:25; 14:6; Hech. 2:24; 3:15). Su resurrección es garantía de nuestra propia resurrección de los muertos, y de los que amamos. Es el fundamento de nuestra bendita esperanza.

Ante la mirada atónita de las mujeres que fueron al sepulcro el domingo de mañana, los ángeles les transmiten el siguiente mensaje glorioso:

“No temáis vosotras; porque yo sé que buscáis a Jesús, el que fue crucificado. No está aquí, pues ha resucitado, como dijo” (Mat. 28:5, 6).

Jesús sigue siendo el mismo cariñoso Amigo y Salvador: Los discípulos estaban llenos de dolor, tristeza, miedo y vergüenza. Su mejor Amigo había muerto, y ellos ni siquiera (excepto Juan) tuvieron la valentía de acompañarlo cuando más los necesitaba. Pero Jesús, a través de las mujeres piadosas que fueron a la tumba, les transmite enfáticamente el mensaje de su amor reconciliador, primero por medio de los ángeles, y luego él mismo en persona:

“Id pronto y decid a sus discípulos que ha resucitado de los muertos, y he aquí va delante de vosotros a Galilea; allí le veréis. He aquí, os lo he dicho” (vers. 7).

“He aquí, Jesús les salió al encuentro, diciendo: ¡Salve! […] Y ellas, acercándose, abrazaron sus pies, y le adoraron. Entonces Jesús les dijo: No temáis; id, dad las nuevas a mis hermanos, para que vayan a Galilea, y allí me verán” (vers. 9, 10).

Todavía, para Jesús, sus cobardes discípulos son “mis hermanos”. Y les propone un encuentro. Quiere verse con ellos en Galilea. Están perdonados. Los sigue amando. Quiere volver a estar con ellos. Como siempre Jesús quiere volver a estar con nosotros, y en nuestro corazón, a pesar de nuestras caídas en el pecado, de nuestros defectos de carácter, de nuestras claudicaciones, de nuestras cobardías para manifestarlo a los que nos rodean y que no creen en él. Seguimos siendo sus “hermanos”, queridos para su corazón, y con quienes desea vivir en íntima comunión y, finalmente, compartir la eternidad, porque nos ha ido a preparar moradas celestiales, “para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Juan 14:3).

 

LA GRAN COMISIÓN: HACER DISCÍPULOS (Mat. 28:16-20)

Efectivamente, Jesús se encuentra con los discípulos en Galilea. Y allí, antes de partir al cielo, les hace (y nos hace) el mayor encargo, el fin último de la misión cristiana: hacer discípulos.

Algunos parecen creer que el fin último de la misión es bautizar a cuantas personas puedan, y con este propósito, a veces se cree que porque algunas personas aceptan ciertas creencias fundamentales ya están preparadas para el Reino de los cielos y para formar parte de la iglesia. Incluso, en su afán –muchas veces legítimo– de lograr que esas personas sean salvas, recurren a ciertas manipulaciones psicológicas propias más bien de algún vendedor (apelar al miedo a la condenación o al desamparo de Dios en esta vida; a que no se sabe cuándo uno puede morirse; al qué dirán del grupo social al que pertenece, si este es creyente; a que tal o cual amigo se va a bautizar [sobre todo si son niños o adolescentes]; etc.). Pero todas estas no son las motivaciones genuinas para ser cristianos.

Ante todo, la misión es hacer discípulos. ¿Qué es un discípulo? Es alguien que admira tanto las enseñanzas y el ejemplo de su maestro, que está tan consustanciado con lo que enseña y vive su maestro, que desea convertirse en un seguidor e imitador de ese maestro. No por coerción. No por amenaza. No por obligación. Sino por admiración e identificación. Ser discípulo tiene que ver con las más genuinas y elevadas aspiraciones espirituales y morales, y no simplemente con “salvar el pellejo”.

Desde el punto de vista lingüístico, hacer discípulos es la única construcción en modo imperativo que aparece en este texto. La palabra “ir”, en realidad no está en modo imperativo, sino que la mejor traducción sería “yendo”. Lo mismo sucede con bautizar. No está en modo imperativo. En otras palabras, la única orden que Jesús da en Mateo es que hagamos discípulos, y el modo de lograrlo es “yendo” (mientras vamos por la vida, en nuestras actividades cotidianas), predicando (Mar. 16:15) y, como consecuencia, bautizando a aquellos que libre, voluntaria y gozosamente han decidido convertirse en seguidores e imitadores de Jesús, en un acto simbólico del compromiso y la entrega que la persona hace en relación con Jesús.

Tampoco ser discípulo se reduce a hacer obra misionera, a dar estudios bíblicos y golpear puertas. Este es un aspecto (muy importante, por cierto) de ser discípulo. Pero, ante todo, tiene que ver con nuestra vida personal, nuestra relación con Jesús, nuestra imitación de su carácter y nuestro apego a su voluntad, a sus enseñanzas. Porque alguien podría confundirse pensando que ser discípulo consiste en un despliegue de actividad “misionera”, mientras que en su vida personal y familiar vive como si no fuera cristiano. Muchos son “activistas” cristianos, pero no parecen haber sido tocados por el amor de Jesús en su vida, su carácter y la forma en que tratan al prójimo, sobre todo a los más allegados.

La gran promesa mientras dure el tiempo: Junto con la Gran Comisión, Jesús nos da dos grandes seguridades: en primer lugar, que tiene todo el poder del universo en sus manos, y que ese poder es suficiente garantía de que hay Alguien superior que nos puede ayudar a resolver, hacer frente o solucionar nuestros problemas personales, y capacitarnos para llevar adelante la misión de hacer discípulos: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra” (Mat. 28:18).

Y, en segundo lugar, que nunca estaremos solos: “He aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (vers. 20).

Todos los días. Durante los días de bonanza y durante los días de tormentas. En medio de las persecuciones que soportaron los cristianos durante su historia y en medio del actual clima de calma para el cristianismo en la mayor parte de las regiones de la Tierra. En tus días personales de triunfo, de éxitos, pero también en medio de tus fracasos, frustraciones y depresión.

Jesús no nos ha prometido que todas las cosas nos irán bien en esta vida, antes de la eternidad. Pero una cosa sí es segura: su presencia permanente con nosotros. Es lo que nos puede sostener en todo momento hasta ese día glorioso en que lo veremos regresar en las nubes de los cielos.

Que, mientras tanto, nunca nos soltemos de su mano, sino que sigamos con paso firme en este camino, sabiendo que es el único verdadero, el único que le da un verdadero significado a nuestra vida, una poderosa razón para vivir, una poderosa esperanza. Porque “el que persevere hasta el fin, este será salvo” (Mat. 24:13).

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2 Comentarios

  1. ana e. suarez

    excelente comentario bendiciones

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