JESÚS EN JERUSALÉN

GEB - Comentario - Leccion 10

31 mayo, 2016

Comentario lección 10 – Segundo trimestre 2016

 

“Cuando se cumplió el tiempo en que él había de ser recibido arriba, afirmó su rostro para ir a Jerusalén” (Luc. 9:51).

“De un bautismo tengo que ser bautizado; y ¡cómo me angustio hasta que se cumpla!” (Luc. 12:50).

Estos dos pasajes, si bien no pertenecen al Evangelio de Mateo, sino al de Lucas, nos dan una idea de lo que Jerusalén representaba para Jesús: su sacrificio en favor de nosotros. Jerusalén representaba el conflicto con los dirigentes religiosos y políticos de su nación; representaba su apresamiento, maltrato, golpes, burlas, tortura y finalmente muerte.

Sin embargo, Lucas nos dice que cuando llegó el momento señalado por Dios Jesús “afirmó su rostro para ir a Jerusalén”. Fue decididamente al encuentro de su sacrificio, valientemente.

También nos dice Lucas que mientras llegaba su hora fatídica, por la cual había especialmente venido a este mundo, su corazón se llenaba de angustia, sabiendo lo que le esperaba: no solo el terrible sufrimiento físico que representaba la cruz romana, sino sobre todo el misterioso, milagroso e inenarrable sufrimiento psíquico y físico que representaría para él la Sustitución, la Expiación.

Parece haber una tensión entre estos dos pasajes. Sin embargo, como alguien ha dicho, “la cobardía es el miedo consentido; la valentía es el miedo dominado”.

La Cruz no hubiese sido cruz para Jesús si no hubiese representado para él dolor hasta lo sumo. La Cruz fue cruz precisamente por toda la angustia que le significó a Jesús. Pero, aun así, él se encaminó decididamente hacia ella, porque solo así podía salvarnos. Y esa era su gran ambición en la vida.

Qué terrible debe ser para alguien ir creciendo con la conciencia clara de que su vida terminará de la manera más brutal y angustiosa, y en un tiempo específico; que en realidad ese es su propósito en la vida; que vive para eso. Así fue la vida de Jesús. Nunca entenderemos, en realidad, la carga que portó Jesús desde la eternidad por nosotros.

Jesús va a Jerusalén por última vez, y de alguna manera los episodios que suceden allí lo retratan a Jesús como un gran provocador. No que él quisiera proactivamente provocar la ira diabólica de sus enemigos. Sino que el bien siempre provoca al mal, porque lo denuncia implícitamente. La verdad y la sinceridad siempre provocan al engaño y la hipocresía: las desnudan delante de la conciencia de los hombres. La pureza siempre provoca a los corrompidos e impuros, porque revela su degradación y perversidad. Los hombres que preferían vivir en pecado, en orgullo, en comodidad egoísta, no podían soportar la presencia pura y santa de Jesús, su transparencia y sinceridad extremas, su amor generoso y desinteresado.

Y, en los episodios de esta semana, encontramos los conflictos a los que se vio sometido en su relación con los dirigentes religiosos de su nación, y la forma maravillosa en la que manejó cada uno de ellos.

 

LA ENTRADA TRIUNFAL EN JERUSALÉN (Mat. 21:1-11)

Durante toda su vida y especialmente su ministerio público de poco más de tres años había intentado tener un “perfil bajo”, sin llamar ostensivamente la atención al hecho de que él era el Mesías venidero. Pero ahora ha llegado el momento de dar su vida en la Cruz por la humanidad, y era necesario que su sacrificio fuese notorio para toda la cantidad innumerable de personas, judías y gentiles, que estarían en Jerusalén con motivo de la celebración de la Pascua. La gente debía contemplar la maravilla de Dios sufriendo por el hombre, y la noticia debía correr como reguero de pólvora, contada por la gran cantidad de testigos que lo vieron sufrir y morir. Por eso, ahora no solo acepta el homenaje que una vez las multitudes quisieron darle y que él rechazó firmemente porque aún no había llegado su hora (Juan 6:15 y contexto), sino también voluntariamente organiza los eventos de su entrada triunfal a Jerusalén. Las indicaciones que les da a los discípulos están cargadas de discretos milagros divinos: en su omnisciencia les dice que sabe que en determinado lugar estará un asna atada con su potrillo; en su soberanía divina sabe con certeza que ante su orden de que los dueños de esos animales se los presten “porque el Señor los necesita”, estos sin vacilación se los entregarán para servir de cabalgadura humilde al Rey de reyes. Él maneja toda la situación. Entra, entonces, en Jerusalén, con la abierta pretensión de ser el Mesías prometido, el Rey de Israel esperado: una abierta y desafiante provocación para los dirigentes de la Nación, pero todo un símbolo de esperanza para los pobres y humildes, contentos porque las esperanzas acariciadas por siglos finalmente se cumplirían.

Sin embargo, qué triste es que la humanidad sea tan voluble y exitista, y que gran parte de esa multitud que entonces lo aclamaba a la semana siguiente estaría gritando: “¡Crucifícale! ¡Crucifícale!” Jesús sabía esto, pero aun así acepta el homenaje sincero pero falto de conciencia de la multitud. Así como acepta nuestra pobre alabanza, que tantas veces está manchada por motivos espurios, egoístas, que solo buscan beneficiarse terrenalmente de nuestra relación con él.

 

LA PURIFICACIÓN DEL TEMPLO (Mat. 21:12-17)

Si su entrada sonora en Jerusalén fue provocadora, el siguiente acto registrado de Jesús en Jerusalén debió de haber crispado los nervios de los dirigentes judíos. Este joven de apenas 33 años, vestido con ropa humilde y seguramente polvorienta, sin ningún título académico ni acreditación religiosa oficial, tiene la osadía de plantarse en el lugar sagrado por excelencia del judaísmo, el Templo. Y, como si fuese un señor en medio de su casa, con total autoridad, no tiene empacho en echar a los comerciantes oportunistas y a los cambistas inescrupulosos. Personajes que estaban contaminando la santidad del Templo no solo con su avaricia e interés egoísta sino sobre todo con su aprovechamiento de la buena voluntad de los adoradores, para explotarlos y estafarlos.

Jesús se indigna, se enoja, como pocas veces se registra en los evangelios. Y lo expresa con cierto grado de “violencia” física: “volcó las mesas de los cambistas y las sillas de los que vendían palomas” (21:12). Es imposible imaginarse a Jesús haciendo esto con aire flemático, medido, parsimonioso. Indudablemente este acto requirió que su voz se elevara con gran fuerza y autoridad por encima del murmullo de la multitud, y el uso de fuerza física para volcar estas mesas y sillas.

Esto nos habla de que aun el manso y humilde Jesús considera que hay situaciones que merecen medidas enérgicas, por desagradables que sean. A veces refrenar el mal requiere cierta fuerza en el trato que es imposible tener con una actitud suave y moderada. Esto no es excusa, en lo más mínimo, para que justifiquemos un carácter irascible, agresivo. Jesús nos llama a aprender de él, que es “manso y humilde de corazón” (Mat. 11:29); a ser suaves, considerados, bondadosos, en nuestro trato con el prójimo. Sin embargo, también nos demuestra que en la personalidad humana es legítimo que haya cierta polaridad, cuando la situación lo requiera. Y no debemos reprimirnos ni sentirnos culpables si en determinada ocasión debemos ser más firmes y enérgicos que lo habitual. Especialmente no tanto ante los atropellos de los cuales somos objeto en forma personal, sino sobre todo cuando vemos injusticias o violencia perpetradas hacia los pobres, los frágiles, los indefensos: “¡Levanta la voz por los que no tienen voz! ¡Defiende los derechos de los desposeídos!” (Prov. 31:8, NVI).

Quizá muchos cristianos y muchas iglesias hemos pecado por hacer la vista gorda ante las injusticias sociales y la violencia política, como si eso no hubiese sido asunto nuestro. Pero una iglesia y un cristiano son creíbles ante la sociedad cuando esta siente que, como representantes de Dios, nos sentimos consustanciados con su dolor y les tendemos una mano de ayuda ante las injusticias y los atropellos.

 

MALDICIÓN DE LA HIGUERA ESTÉRIL (Mat. 21:18-22)

Un hecho insólito dentro de la vida de Jesús. No es el Jesús al que estamos habituados, que siempre lo vemos llevando vida, salud, restauración. Aquí realiza un acto de destrucción. Pero no lo hace porque sea como un niño caprichoso e impaciente, que descargue su frustración contra ese árbol por no haber satisfecho su hambre. Este acto de maldecir la higuera es toda una parábola viviente acerca del pueblo de Israel (y de todo profeso creyente o iglesia a lo largo de la historia) y su relación con Dios.

Jesús tenía hambre, y al llegar a la higuera y verla llena de hojas deduce (como dicen los que saben del tema) que estará llena de frutos. Su abundante follaje es un anuncio de que ya hay frutos en ella. Sin embargo, cuando se acerca para tomar esos frutos, se decepciona, pues solo había follaje. Sí, un follaje muy abundante y estéticamente hermoso, pero que escondía la falta de lo realmente sustancioso: los frutos.

Todo un símbolo de los dirigentes y gran parte de la nación judía de aquellos días, y de muchos de nosotros y nuestras iglesias. Tenían el magnífico Templo, una de las maravillas del mundo antiguo. Tenían ritos impresionantes. Tenían grandes obras literarias religiosas (como el Talmud), que revelaban la sabiduría de ese pueblo. Pero nada de eso parecía ejercer una influencia en el carácter y la vida espiritual. Estaban llenos del follaje de las realizaciones materiales, edilicias, de conocimiento intelectual. Pero estaban desprovistos del verdadero fruto que alimenta la necesidad humana: el amor. Y nos puede también pasar a nosotros, como pueblo adventista o como individuos: tenemos grandes y maravillosas universidades y colegios, casas editoras, fábricas de alimentos, templos suntuosos. Muchos de nuestros ministros tienen títulos doctorales en Teología, y muchos de los que somos miembros “rasos” de la iglesia ostentamos cada vez más títulos universitarios, y un buen pasar económico (con casas ostentosas y autos último modelo incluidos). Muchos de nuestros ministros y miembros laicos deslumbran por su gran oratoria. La iglesia nos enseñó a hablar, a declamar. Pero de nada sirve todo eso si cuando alguien nos conoce o se acerca a la iglesia con sus angustias y su hambre del alma por algo superior no encuentra en nosotros la mirada cálida del amor, y una mano amiga no solo para apoyarse en su hombro brindando consuelo sino también una mano fuerte y solidaria para ayudarlo en sus necesidades reales acuciantes.

Jesús, sin embargo, no explica el significado de esta parábola viva, sino que aprovecha para dar una lección de fe: “De cierto os digo, que si tuviereis fe, y no dudareis, no sólo haréis esto de la higuera, sino que si a este monte dijereis: Quítate y échate en el mar, será hecho. Y todo lo que pidiereis en oración, creyendo, lo recibiréis” (Mat. 21:21, 22).

¡Qué confianza nos da Jesús en el poder de la oración! Y, si bien no tenemos derecho a pensar que a partir de estas expresiones de Jesús podemos creer que mediante la fe y la oración podemos hacer cualquier cosa que se nos dé la gana, sí debe servirnos para tener la plena certeza de que cualquier cosa que sea la voluntad sabia y soberana de Dios que suceda en nuestra vida será posible ante el sonido de nuestra oración humilde pero ferviente.

 

LOS LABRADORES MALVADOS (Mat. 21:33-46)

Cuando al día siguiente de la purificación del Templo Jesús regresa a ese lugar, los dirigentes religiosos, medio repuestos del miedo que les causó Jesús con su acción enérgica (no encontramos que en el momento nadie haya tenido las agallas para enfrentarlo), lo interpelan por su provocación y le preguntan con qué autoridad se atrevió a echar a los comerciantes del Templo.

Jesús, entonces, les contesta denunciando implícitamente el rechazo de Juan el Bautista por parte de los dirigentes, y les cuenta tres parábolas, dos de las cuales aparecen en nuestra lección de esta semana. Parábolas que los representan crudamente, y no solo su condición sino también su fatal destino, fruto de sus propias decisiones.

La primera es la de los labradores malvados, que representan demasiado fielmente la actitud contumaz del pueblo de Israel a lo largo de su historia. Si bien hubo períodos gloriosos de fidelidad a Dios, la historia de este pueblo, en el Antiguo Testamento, está marcada mayormente por una tendencia fuertísima a la idolatría y la apostasía. Dios, una y otra vez envió a sus mensajeros para llamar al arrepentimiento a su pueblo, pero una y otra vez ellos se ensañaron con aquellos fieles hombres que les señalaban sus pecados, el peligro que corrían, y que los exhortaban al arrepentimiento. Sin embargo, la historia de Israel está manchada con la sangre de los profetas. Por último, Dios envió a su Hijo, como última oportunidad para que Israel siguiera siendo el pueblo elegido a través del cual Dios realizaría sus propósitos en el mundo. Pero, tal como lo indicaba la profecía de Daniel 9, ya concluían las 70 semanas “determinadas” sobre el pueblo de Israel, su tiempo de oportunidad. Con su rechazo de Cristo y su muerte en la cruz, y su posterior persecución de los discípulos, se acabó su tiempo privilegiado. Y, sin que esto justifique el antisemitismo del cual ha sido objeto el pueblo judío a lo largo de la historia, Jesús mismo hace la conclusión de la parábola: “Por tanto os digo, que el reino de Dios será quitado de vosotros, y será dado a gente que produzca los frutos de él” (Mat. 21:43).

Por otra parte, la historia del cristianismo no ha estado exenta tampoco de esta actitud de rechazo a los mensajeros de Dios. Pensemos en los horrores de la Inquisición perpetrados contra los “herejes”, y el precio que tuvieron que pagar reformadores como Wicleff, Huss, Jerónimo, Lutero.

Que no nos suceda a nosotros, como Iglesia Adventista, que rechacemos la luz que nos revela nuestros errores y pecados, nuestro legalismo y fariseísmo, o nuestro liberalismo, cuando esta nos llegue, no sea cosa que corramos la misma suerte que el pueblo elegido de aquel entonces. Recordemos que el zarandeo será provocado por el rechazo directo del mensaje del Testigo fiel a la iglesia de Laodicea. Necesitamos estar siempre dispuestos a revisar nuestros paradigmas espirituales, nuestras tradiciones, nuestras costumbres y hábitos, y estar dispuestos al cambio. Que no hagamos de nuestras nociones preconcebidas sobre Dios y la vida espiritual un ídolo, como le sucedió al pueblo judío, sino que estemos siempre abiertos a la experiencia espiritual que Cristo quiere producir en nosotros. Que Cristo no tenga que vomitarnos de su boca, sino que pueda entra a cenar con nosotros, en casa.

 

PARÁBOLA DE LA FIESTA DE BODAS (Mat. 22:1-15)

Esta parábola, la última de las tres que Jesús dirigiera a los dirigentes judíos para advertirles acerca de su condición y su destino si no se arrepentían y aceptaban el don de la salvación, nos muestra algunas cosas claras, que están sintetizadas en la conclusión que Jesús mismo hace de la parábola: “Porque muchos son llamados, y pocos escogidos” (vers. 14).

Como la mayoría de ustedes sabe, cunden dentro del cristianismo distintas posiciones acerca de quiénes y cuántos serán salvos. Por un lado, está el universalismo radical, que considera que Dios es tan bueno que, en definitiva, todos los hombres serán salvos, independientemente de cómo se hayan comportado en esta Tierra. Por otra parte, está la doctrina de la predestinación calvinista, o de la “doble elección”, que considera que Dios, en sus decretos “arbitrarios” y eternos, ha elegido a algunos para ser salvos (los elegidos), y a otros para que se pierdan (los réprobos). Nada de lo que hagan ambos grupos (ni para salvarse ni para perderse) puede cambiar el destino que Dios fijó para ellos en su soberanía absoluta.

Sin embargo, esta parábola nos muestra que el OFRECIMIENTO de la salvación es para TODOS, pero su CONCRECIÓN es solo para los que cumplen con las condiciones; es decir, los que aceptan el regalo de la salvación y sus provisiones (el vestido de bodas).

El primer grupo de la parábola representa al pueblo judío (vers. 1-6), que fue convidado a las bodas del hijo del Rey. No es casual que se hable del “hijo” del Rey. Jesús es el Hijo de Dios con mayúscula. Y Dios el Padre siempre invitó a su pueblo, a lo largo de su historia, a participar de la alegría de las bodas de su Hijo. Pero la parábola nos dice que “estos no quisieron venir” a las bodas (vers. 3). Dios el Padre, sin embargo, no se conformó con su respuesta negativa, y una y otra vez a lo largo de su historia, a través de sus profetas, los siguió llamando a participar de esa alegría espiritual. Pero otras cosas ocupaban la atención, el interés y el corazón de su pueblo; y en casos extremos, no fue solo una cuestión de distracción sino de abierto rechazo e incluso rebelión y odio homicida hacia Dios, a través de crímenes contra sus mensajeros.

En la parábola Jesús es muy duro acerca del final de esos hombres malvados: “Al oírlo el rey, se enojó; y enviando sus ejércitos, destruyó a aquellos homicidas, y quemó su ciudad” (vers. 7).

El Rey, entonces, manda a sus siervos a que inviten a TODOS: “Id, pues, a las salidas de los caminos, y llamad a las bodas a cuantos halléis” (vers. 9; énfasis añadido). Nadie se excluye de la invitación. La oferta de salvación es UNIVERSAL, e incluye a todo tipo de personas, de toda condición moral y espiritual: “Y saliendo los siervos por los caminos, juntaron a todos los que hallaron, juntamente malos y buenos” (vers. 10; énfasis añadido).

Nadie tiene que hacerse mejor para aceptar el llamado de Dios a la salvación. Estamos invitados a ir a Cristo tal y como somos. Pero, según la parábola, hay un vestido de bodas que ponerse para permanecer en la fiesta. Hay que aceptar el vestido de bodas. Hay que aceptar las condiciones y las provisiones de la salvación. La muerte de Cristo en la Cruz proveyó nuestro absoluto perdón y aceptación delante del Padre, nuestra JUSTIFICACIÓN. La obra del Espíritu Santo provee continuamente nuestra preparación espiritual y moral para morar en la atmósfera pura de bondad y amor que respiraremos en el cielo; es decir, nuestra SANTIFICACIÓN. Pero, lamentablemente hay gente a la que solo le interesa poder gozar del bienestar del cielo, de una vida de duración eterna, de la ausencia de dolor (sus beneficios temporales), pero que no siente la necesidad imperiosa de ser perdonados por Dios, limpiados interiormente de sus pecados y ser transformados a la semejanza de Cristo. No le interesa vestirse para las bodas; es decir, prepararse espiritualmente y moralmente para el cielo. Son solo mercenarios espirituales.

Jesús nos demuestra, entonces, que aun cuando SU VOLUNTAD es que todos sean salvos, SU DECISIÓN dependerá de las condiciones que cumplan quienes han recibido el llamado a la salvación: sus propias decisiones y su aceptación de que Cristo haga su obra salvadora en ellos.

 

Que, por la gracia de Dios, todos podamos valorar la magnífica provisión hecha para nuestra salvación, y por la obra subyugadora del Espíritu Santo estemos dispuestos al arrepentimiento, al cambio, a entregarle nuestra vida a Dios en una amistad transformadora que se prolongue por la eternidad, donde podamos gozarnos en las bodas del Cordero con su pueblo para siempre, porque nos hemos preparado para ellas (Apoc. 19:7).

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