EPÍSTOLA A LOS GÁLATAS – INTRODUCCIÓN GENERAL AL TRIMESTRE

24 junio, 2017

Lección 1 – Tercer trimestre 2017
Antes de comenzar con el estudio del capítulo 1 de Gálatas, nos pareció bien esta semana adelantarnos y presentar una introducción general al estudio del tercer trimestre, la Epístola a los Gálatas. ¿Por qué? Porque comprender bien el mensaje de Gálatas es vital para los adventistas modernos, así como lo fue para aquellos que nos precedieron, especialmente en torno al Congreso de Minneapolis, de 1888.

Por otra parte, como sabemos, en octubre de este año se festejan los 500 años del inicio de la Reforma de Martín Lutero, un hito histórico tan significativo para nosotros, del cual somos herederos espirituales. Y, en gran medida, Lutero fue inspirado, para realizar esta obra grandiosa de Reforma, en el estudio de dos epístolas paulinas: Gálatas y Romanos. Precisamente, y como una forma de conmemorar este hecho histórico tan trascendente, los editores mundiales de las lecciones de la Escuela Sabática han elegido ambas epístolas como los estudios de los dos últimos trimestres de este año.

Al estudiar esta epístola, podríamos centrarnos solamente en entender el conflicto espiritual histórico entre Pablo y los judaizantes, del siglo I de la Era Cristiana. O podríamos enfocarnos solamente en lo que sucedió en Minneapolis, hace poco más de un siglo. Pero, si tenemos la suficiente capacidad de introspección, autoanálisis, autocrítica, y de observación de la realidad espiritual de nosotros, como adventistas actuales, no podemos menos que percibir que aún no nos hemos desembarazado del todo de lo que podríamos denominar una “lógica legalista”. Todavía nos cuesta gozarnos realmente en la gracia de Dios; en el don gratuito de la salvación; en la libertad verdaderamente cristiana de la culpa y la condenación, y de intentos neuróticos –a partir de nuestra conducta– de agradar a Dios, ganarnos su favor y evitar la perdición, y “quedar bien” con la sociedad eclesiástica en la que nos desenvolvemos. Todavía nos cuesta liberarnos de cierta tendencia perfeccionista que nos caracteriza, para alegrarnos en la seguridad de salvación basados no en lo que somos o hacemos, sino en lo que Jesús es e hizo por nosotros.

En nuestra idiosincrasia espiritual, solemos comportarnos más bien como seres reactivos que movidos por profundas y gozosas convicciones espirituales. En nuestro afán de defender la perpetuidad del sábado, para lo cual –legítimamente– tenemos que defender la perpetuidad de la observancia de la Ley de Dios (los Diez Mandamientos), podemos estar más preocupados por “atajarnos” contra toda sospecha de que confundamos la gracia con libertinaje que por gozarnos en la abundante gracia de Dios y la suficiencia del sacrificio de Cristo para nuestra salvación. Podemos estar más focalizados en la obediencia que en la gracia.

Y, sin desmerecer la importancia que tiene la obediencia a la Ley para la experiencia cristiana (pero no para ganar nuestra salvación ni asegurarla), son muy significativas las palabras del apóstol Juan:

“Pues la ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo” (Juan 1:17).

Quizá no nos demos cuenta, pero el legalismo, bajo la pretensión de la obediencia y la fidelidad a Dios, es una forma refinada de pecado, porque es una forma refinada de egoísmo; está centrada en el yo: en mis logros, en mis esfuerzos, en mi fidelidad, en mis méritos, en mi perfección de carácter. En otras palabras, alimenta el ego, el narcicismo humano:

“Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano; ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano” (Luc. 18:11, 12).

Hoy, podríamos dar nuestra propia versión adventista de esta oración del fariseo:

“Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, que creen en los santos, en la Nueva Era, que guardan el domingo en vez del sábado, que consultan con los espíritus, que tienen una moral relativa y laxa propia de la Posmodernidad; guardo estrictamente el sábado, doy fielmente el diezmo, en mi casa siempre se hace el culto familiar, no falto un solo sábado a la iglesia, practico la reforma pro salud, participo en toda actividad de la iglesia, no miro televisión ni escucho música mundana, hago obra misionera… ¡eso es un cristiano! (como le escuché decir petulantemente a un predicador, al referirse a cierta persona de su familia)”.

Por supuesto, esta actitud espiritual narcisista lleva inevitablemente a mirar de reojo a aquellos que no cumplen tan bien como él con lo que “se espera de un buen adventista”, lo que conduce también a una lengua crítica hacia los defectos ajenos, y fomenta discusiones y distanciamiento en las relaciones.

George Knight, el autor del Libro Complementario que acompaña a las lecciones de este trimestre sobre Gálatas, lo explica brillantemente:

Uno de los grandes problemas de los legalistas es que están esencialmente centrados en sí mismos, enfocados en sí mismos y sus logros y, por otro lado, en las faltas de los otros. Como resultado, sugiere Dieter Lührmann, están ‘en conflicto los unos con los otros y no muestran absolutamente nada del amor que demanda la Ley con la cual quieren comprometerse’ (Lührmann, Galatians, p. 104). El resultado final de una orientación hacia la obediencia a la Ley en vez de una orientación hacia la fe y la gracia, a lo largo de la historia de la iglesia, han sido los miembros de iglesia pendencieros y destructores. Así fue en Galacia, y así es hoy” (George R. Knight, Evangelios en conflicto [Libro Complementario 3er trimestre 2017] [Buenos Aires: ACES 2017], p. 98; énfasis agregado).

Esta es, quizás, una clave para entender el problema del legalismo, y que podría servirnos como un pensamiento guiador durante este trimestre: o nuestra vida cristiana está orientada hacia la obediencia o lo está hacia la fe y la gracia. No estamos minimizando la importancia del papel existencial y moral de la obediencia. Pero si mi foco está en ella, si mi vida cristiana está orientada hacia la obediencia en vez de hacia la gracia, no solo estaré reconcentrado en mi conducta, mis logros espirituales y morales, y por lo tanto me enorgulleceré de ellos, despreciando a lo que no parecen ser tan “fieles” como yo, sino además nunca tendré la seguridad de la aceptación de Dios y de la salvación.

Porque, si logro conocerme con suficiente honestidad a mí mismo, me daré cuenta de que nunca soy suficientemente obediente, suficientemente perfecto de carácter, suficientemente santo. Pero, si mi vida cristiana está orientada hacia la fe y la gracia, tendré mi foco en Cristo, en su amor, en su poder, en su obra redentora, en SUS MÉRITOS, y dejaré que él haga su obra en mí, y que YO ME CONVIERTA EN UNA OBRA DE CRISTO, como diría Francisco de Asís. Se eliminará todo orgullo, toda suficiencia propia, toda soberbia, todo narcicismo. Al comprender mi condición pecaminosa y que no hay en absoluto ningún mérito en mí, sino que soy acepto por Dios y salvo pura y exclusivamente por su misericordia y por el sacrificio de Cristo, ya no tendré ganas de juzgar a los demás y compararme con ellos. Tendré hacia los que me rodean la misma actitud misericordiosa que Dios tiene hacia mí. Ambos somos unos pobres pecadores, que dependen absolutamente de Cristo para ser salvos y vivir como cristianos. Ya no tendré ganas de criticar a nadie.

No obstante, es bueno, antes de iniciar nuestro estudio sistemático de Gálatas, repasar el contexto histórico-espiritual en el que Pablo escribió esta epístola, así como el contexto en el que Martín Lutero inició la Reforma, y el del Congreso de Minneapolis, de 1888.

CONTEXTO ESPIRITUAL DE LA EPÍSTOLA A LOS GÁLATAS

Si bien es cierto, el legalismo es una tendencia natural del ser humano, ya desde el Edén, cuando Adán quiso arreglar su problema de desnudez física (y espiritual) cosiéndose hojas de higuera, el pueblo de Israel de los días de Cristo y de Pablo llegó a caracterizarse por un legalismo agudo debido a todo un proceso histórico y psicoespiritual. La historia de Israel y Judá es una historia cíclica, de fidelidad y apostasía, con una mayor prevalencia de esto último. Dios enviaba una y otra vez amonestaciones a través de sus profetas, para evitar salvar a su pueblo de la degradación del pecado y de sus terribles consecuencias. Sin embargo, su pueblo fue “duro de cerviz”, obstinado, y Dios tuvo que permitir su invasión y conquista ya sea por parte de algunos pueblos vecinos como, especialmente, de las grandes superpotencias de la época (Asiria, Babilonia). La última de estas invasiones fue la de Babilonia, y la más destructiva. El pueblo de Judá estuvo cautivo setenta años, y la ciudad de Jerusalén y el Templo fueron arrasados. Al regresar del Exilio gracias, en gran medida, a la actitud políticamente conciliatoria y tolerante del Imperio Medopersa, en lo que se conoce como el Período Intertestamentario (c. 450 a.C.-siglo I de la Era Cristiana), el pueblo de Judá razonó de la causa al efecto, y llegó a entender que todas esas desgracias les habían sobrevenido por su falta de obediencia a Dios. Entonces, en su afán de asegurarse de que nunca volviera a sucederles eso, razonaron que el camino para su seguridad nacional era lograr una obediencia estricta a la voluntad de Dios, para evitar el castigo. Se formó, entonces, durante ese período, el “rabinismo”: ministros religiosos estudiosos profundos de las Escrituras crearon todo un corpus de leyes y explicaciones de la Torah (el Pentateuco, especialmente todo lo relacionado con la legislación mosaica), asentados en una especie de enciclopedia legal-espiritual de varios tomos llamada “el Talmud”. En él, hay estipulaciones para cada aspecto, aun mínimo, de la conducta que se espera de quienes pertenecen al pueblo de Dios. Por ejemplo, hay todo un tomo denominado “Shabbath”, destinado a presentar, mediante la “casuística” (casos prácticos, concretos), en qué circunstancias alguien podría estar transgrediendo el sábado (por ejemplo, llevar un pañuelo en el bolsillo era transgredir el sábado, porque eso significaría llevar una carga; no así si el pañuelo estaba cosido al vestido, por lo cual se consideraba que ya formaba parte de él).

Había, así, una serie interminable de reglas para asegurarse de estar obedeciendo la voluntad de Dios, reglas no solo imposibles de memorizar (sobre todo, para el pueblo común) sino incluso de cumplir. Por eso, Jesús llegó a decir de los escribas y los fariseos:

“Porque atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los hombres” (Mat. 23:4).

Y Pedro llegó a decir, en su intervención en el Concilio de Jerusalén:

“Ahora, pues, ¿por qué tentáis a Dios, poniendo sobre la cerviz de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar?” (Hech. 15:10).

Sobre todo, estas reglas estaban referidas a aspectos ceremoniales, pero también tenían que ver con la conducta moral. Pero, más allá de la cantidad innumerable de reglas, el problema de fondo era la idea de que nuestra posición delante de Dios, nuestra aceptación por parte de él, su bendición y favor en esta vida, y sobre todo la salvación eterna, dependían de la obediencia estricta a la voluntad de Dios, manifestada en el acatamiento a esas reglas, que supuestamente se desprendían de los Diez Mandamientos y el resto de leyes dadas por Dios a Moisés. La motivación básica para esa obediencia no era el amor y la confianza en Dios, sino el temor al desamparo de Dios en esta vida, al castigo divino y a la perdición eterna. A su vez, como Jesús lo describe muy bien en sus famosos “ayes” sobre los escribas y los fariseos, ellos (sobre todo, los dirigentes religiosos) “hacen todas sus obras para ser vistos por los hombres” (Mat. 23:5). En otras palabras, sus “buenas obras”, su obediencia y su “fidelidad” tenían como propósito impresionar a Dios y a los hombres, para recibir su aprobación, aceptación y aun aplauso, y asegurarse la salvación.

El gran escritor y erudito adventista Roberto Badenas describe de manera magistral esta lógica legalista:

“Vemos, pues, que entre el retorno del exilio y la época de Jesús, sobre todo bajo la influencia farisaica, la tradición oral sacraliza y da fuerza legal a un acervo de tradiciones religiosas, llenas de preceptos añadidos, acumulando cláusulas y excepciones a una casuística cuya complicada observancia acaba oscureciendo la noción de salvación con trascendentales consecuencias en la percepción de la religión. En primer lugar, se comienza a considerar la revelación de las Sagradas Escrituras más como un código que como un ideario. Esforzándose más por ‘guardar’ la ley que por ‘andar’ en ella, los fariseos fomentan, sin quererlo, el paso del nomismo al legalismo. Bajo esa óptica incluso las normas más liberadoras acaban siendo percibidas como imposiciones (Éxo. 23: 19; 34: 26).

“En segundo lugar, la observancia de las tradiciones relacionadas con la ley adquiere un aspecto cada vez más jurídico. La teología farisaica daría a entender que la salvación depende de un supuesto auditor divino encargado del registro personal de cada ser humano que suma en el ‘haber’ las acciones correctas según la Ley y en el ‘debe’ las transgresiones, contabilizando sacrificios y obras de misericordia para compensar y expiar faltas o para proporcionar recompensas adicionales. Como consecuencia de lo anterior, en la vivencia de la religión se introduce progresivamente la noción de mérito, basada en el principio de que Dios, por ser justo, debe necesariamente gratificar todas las acciones buenas y castigar las malas. Hasta el punto de que se concluye que la Ley ha sido confiada a Israel con el fin principal de ayudarle a ganar méritos. Esta concepción de la justicia divina genera, sin proponérselo, una mentalidad religiosa que mercantiliza de un modo casi mecánico las relaciones del hombre con Dios, de modo que la observancia en sí de un precepto termina siendo más importante que la motivación o la actitud con que se realiza. Como consecuencia lógica, los fariseos deducen que para poder observar la Ley impecablemente hay que empezar por conocerla a la perfección y así ‘establecer un vallado’ en torno a ella a fin de estar seguros de no transgredirla. Como esto resulta prácticamente imposible para la mayoría, que apenas sabe leer ni tiene medios para estudiar los innumerables añadidos de la tradición, los fariseos acaban despreciando al pueblo ignorante de la Ley como gente irremisiblemente pecadora” (Roberto Badenas, Cristo y la Ley [Libro Complementario, 2º trimestre de 2014] [Buenos Aires: ACES, 2104], pp. 33, 34; énfasis agregado).

Pablo, entonces, luego de haber predicado el evangelio puro en Galacia, y al enterarse de que los creyentes de esa iglesia se estaban dejando arrastrar por la influencia de los maestros judaizantes (cristianos conversos al cristianismo pero que todavía no habían entendido el evangelio y persistían en su “lógica” legalista e incluso pretendían continuar con prácticas rituales como la circuncisión, que ya llegaron a ser obsoletas porque eran solo una sombra, un símbolo, del sacrificio de Cristo), reacciona vehementemente al ver el retroceso en la fe de los creyentes gálatas. Y, movido por ese amor a esos creyentes, y al verlos en peligro espiritual, escribe la Epístola a los Gálatas.

CONTEXTO ESPIRITUAL DE LA REFORMA DE MARTÍN LUTERO

Cuando Lutero se rebeló contra el Catolicismo de sus días, cundía en la teología y la práctica de aquella iglesia la idea de que las obras del creyente son meritorias, incluso su propio sufrimiento, que es ofrecido como mérito ante Dios, y como reparación de pecados propios y ajenos (de allí las famosas autoflagelaciones y la mortificación propia de los conventos). Incluso, y a los fines de recaudar fondos para la restauración de la basílica de San Pedro, en Roma, se llegó a vender el perdón de los pecados, y los creyentes tenían que comprar indulgencias para poder tener la seguridad de su perdón, de la aceptación de Dios y de su salvación, y la de sus seres queridos difuntos.

De manera teológicamente más sutil que estas prácticas groseramente erróneas que acabamos de mencionar, se consideraba (y hasta hoy) que el hombre en realidad es salvo por la “gracia santificante”, o “infusa”, o “infundida” del Espíritu Santo, que remueve del alma la culpa del pecado original que recibimos de Adán (en la teología católica se considera que no solo recibimos una naturaleza caída, con tendencia al mal, sino también heredamos la propia culpa de Adán). Esta gracia santificante se recibe a través de los sacramentos (bautismo, confirmación, eucaristía, penitencia, o confesión, unción de los enfermos, orden y matrimonio), que operan como “vehículos” de la gracia, y sin los cuales esta no se puede recibir. Por eso es que era tan dramático, para la mentalidad de la época, que un reino fuera puesto en “entredicho”; es decir, que se le negara la administración de los sacramentos, porque entonces todo ese reino (o las personas que no recibieran los sacramentos) estaba fuera de la gracia de Dios; no estaba en “estado de gracia”.

En términos más sencillos, la idea era que Dios primero debe “hacer” al hombre justo mediante la gracia infundida o santificante, y una vez que el hombre “es” justo Dios lo “declara” justo. Lutero, posteriormente, descubrió que Dios primero “declara” justo al hombre, y desde ese lugar de aceptación y seguridad, entonces lo va “haciendo” justo.

Lutero, como fiel monje católico, al desear tener la seguridad de ser aceptado por Dios, y luego de haber recibido fielmente los sacramentos, rebuscaba en su interior para encontrar signos de una total purificación interior que, se supone, se producía mediante la gracia santificante por medio de los sacramentos. Pero al hacer esta introspección sincera, solo podía encontrar más y más pecado en su interior, por lo cual nunca podía tener seguridad de salvación delante de Dios. Sentía que nunca había suficiente gracia en su interior como para, por su condición interna, poder tener la seguridad de su salvación. Estuvo así, en este estado de angustia espiritual, hasta que descubrió la bendita verdad de la justificación por la fe: “El justo por la fe vivirá” (Gál. 3:11), que desarrollaremos a lo largo de nuestro estudio de la Epístola a los Gálatas, mediante la cual, en palabras de Lutero, somos justificados por una “justicia foránea” y una “gracia extrínseca”, y nunca por una justicia interna.

CONTEXTO ESPIRITUAL DE MINNEÁPOLIS

El Congreso de la Asociación General de Minneapolis, de 1888, marcó un hito muy importante, un punto de inflexión, en la historia del Adventismo. Representó toda una crisis para nuestra iglesia, sobre todo para la dirigencia de ella. En él, el gran tema de debate fue precisamente la doctrina de la salvación, aun cuando los temas emergentes inmediatos tuvieron que ver con cierta interpretación profética sobre qué reinos bárbaros representaban los diez dedos de los pies de la estatua de Nabucodonosor (Dan. 2); y a qué ley se refería Pablo en Gálatas, cuando decía que es “nuestro ayo” (Gál. 3:24) para llevarnos a Cristo (¿la Ley Moral o la ceremonial?).

Dos jóvenes predicadores (Ellet J. Waggner y Alonzo T. Jones) presentaron una serie de temas acerca de la justificación por la fe que exaltaban la gracia gratuita de Dios y la absoluta suficiencia del sacrifico de Cristo, en contra de la idea de que alguna de nuestras obras o nuestra obediencia a la Ley pueden asegurarnos la salvación. Ellos fueron apoyados por Elena de White en estos temas presentados (aun cuando posteriormente estos dos predicadores se alejaron de la iglesia, y tuvieron que ser amonestados por Elena de White). Estos temas parecían revolucionarios, y especialmente los grandes defensores de la ortodoxia adventista, representados nada menos que por el presidente de la Asociación General mismo (George I. Butler) y el mayor teólogo y redactor de la época (Urías Smith), consideraban que atentaban contra la “identidad adventista”, contra las doctrinas distintivas que nos dan nuestra razón de ser específica como iglesia.

¿Por qué sucedió esto? Cuando se formó la Iglesia Adventista, ese “rebaño pequeño” estaba conformado por creyentes que provenían de distintas confesiones religiosas cristianas. Todos amaban a Cristo y confiaban en él como su Salvador. Eso se daba por sentado. Pero, al emerger del Gran Chasco de 1844, y al ir redescubriendo la serie de verdades distintivas que habían sido descuidadas por siglos por la cristiandad (la doctrina del sábado, el Santuario, el estado de los muertos, la Segunda Venida en gloria y majestad, la reforma pro salud, etc.), y sentir que su misión especial y específica como pueblo era anunciar al resto de la cristiandad estas verdades, fueron inconscientemente cambiando el foco y el énfasis de su interés cristiano, de Cristo y su salvación, al sostenimiento, la defensa y la proclamación de las doctrinas distintivas.

Especialmente, frente al abandono del sábado por parte de la cristiandad, basados muchos cristianos en que la Ley fue abolida en la Cruz, y con ella el sábado (interpretando mal pasajes de Pablo), los adventistas se abroquelaron en una posición férrea en cuanto a la obediencia a la Ley de Dios, y pusieron su foco en su vigencia y obligatoriedad en vez de ponerla en Cristo. Como decía George Knight en el comentario que citamos arriba, tuvieron una religiosidad orientada hacia la obediencia a la Ley en vez de estar orientada hacia la fe y la gracia. El discurso de Waggoner y Jones (y la defensa de ellos que hizo Elena de White) les pareció peligroso para la fe adventista, liberal, que tendería a la laxitud moral, y la desobediencia a Dios y a su Ley. Tan fuerte fue la crisis que el presidente de la Asociación General terminó renunciando a su cargo, y “amablemente” le cursaron a Elena de White un llamado para que fuera a abrir obra misionera en Australia. Sin embargo, la onda expansiva de la exaltación de Cristo como Salvador y nuestra única Justicia llegó a la hermandad de aquel entonces, volviéndola más “evangélica”, e incluso redundó en que durante los casi diez años que Elena de White estuviera en Australia (década de 1890) ella escribiera sus libros más “evangélicos”, o cristocéntricos (El camino a Cristo, El Deseado de todas las gentes, El discurso maestro de Jesucristo, Palabras de vida del gran Maestro).

CONTEXTO ADVENTISTA ACTUAL

Hoy, los adventistas seguimos luchando contra distintas tendencias en relación con el tema y la experiencia de la salvación. Es innegable que la influencia de la cultura dominante, ya sea de la Posmodernidad como de la Nueva Era, ha creado un clima ideológico y moral laxo, libre de compromiso, con una “ética indolora”, y que privilegia el sentimiento por sobre la razón, que no deja de tener su mella en nuestras ideas y forma de vivir la vida cristiana. Ya muchos no consideran importante ni el conocimiento doctrinal ni vivir de acuerdo con el “estilo de vida adventista”, y propician una fe más “light”, y una mayor ponderación de una experiencia religiosa emocional, más que racional y ética. Lo que importa es que mi religión “me haga sentir bien”; voy a la iglesia para sentirme bien y no principalmente para obtener fuerza espiritual para vivir la vida cristiana comprometida en medio de la sociedad secular en la que me desenvuelvo. De allí que se privilegie más un culto “artístico”, que apele a las emociones mediante un despliegue musical o el relato de historias conmovedoras, más que uno en el que se profundice en el mensaje bíblico y se estimule al compromiso cristiano de vivir el evangelio hasta sus últimas consecuencias.

Por otro lado, y quizá precisamente como reacción a este “liberalismo” adventista y social, y a esta pérdida de identidad, muchos caemos en una rigidez espiritual, poniendo nuestro foco en el conocimiento doctrinal teórico y en una obediencia estricta a lo que consideramos que es el estilo de vida que debe tener un adventista.

Además, es innegable que, debido a una interpretación errónea de algunas declaraciones de Elena de White y a un sobreénfasis de algunas de ellas, algunos tenemos una idea teológica perfeccionista en cuanto a la salvación, pensando que a menos que tengamos un carácter perfecto, libre de toda mancha, y a menos que estemos logrando la victoria absoluta sobre todo pecado y defecto de carácter, no podremos ir al cielo.

Por otra parte, un sobreénfasis en el estudio de las profecías escatológicas y una obsesión con detectar cada mínimo movimiento que hagan los Estados Unidos o el Papa como un cumplimiento del escenario profético ha llevado a muchos a poner su foco más en la interpretación profética y el estar informados –como si esa fuera la preparación imprescindible para enfrentar la crisis final– que en nuestra relación con Cristo y la fe en el plan de redención, y una vida de solidaridad humana hacia el necesitado.

Por todos estos motivos históricos y actuales, es importantísimo que, como lo hizo Lutero, rescatemos el mensaje de esas dos grandes epístolas de la salvación como lo son Gálatas y Romanos. Esta última será motivo de estudio del cuarto trimestre del presente año. Mientras tanto, embarquémonos y gocémonos en el estudio de la Epístola a los Gálatas, pidiéndole a Dios, en ferviente oración, que el Espíritu Santo nos dé el discernimiento espiritual necesario para entender el mensaje de Dios para nosotros en relación con nuestra salvación.

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3 Comentarios

  1. Pablo Paz

    Buenas tardes
    Realmente este comentario estuvo muy pero muy bueno, bendiciones hermano
    Dios lo siga bendiciendo y si algún dia escribe un libro ojala llegue por Peru, estare gustoso de leerlo

    Responder
    • Pablo M. Claverie

      Muchas gracias, Pablo! Si te interesa, escribí el libro de meditaciones matinales para jóvenes de 2015, titulado «El tesoro escondido». Quizá todavía puedas adquirirlo, si es que queda algún ejemplar por allí. Dios te bendiga mucho!!

      Responder
      • Pablo Paz

        Muchas gracias, ojala lo pueda conseguir, solo quisiera que pueda orar por mi y mi familia creo que tenemos necesidad de Dios pues hay problemas con mis padres y mis hermanos, nada marcha bien como debería ser una familia cristiana. mi familia no es adventista y debido a que Cristo no reina en nuestro hogar pues resulta en peleas o cosas que no son buenas, muchas gracias por responder.
        Dios lo bendiga grandemente

        Saludos

        Responder

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