LA PERSONALIDAD DEL ESPÍRITU SANTO

23 enero, 2017

Lección 4 – Primer trimestre 2017

La lección de esta semana presenta una evidencia tan abrumadora sobre la personalidad del Espíritu Santo que escribir este comentario es casi una redundancia. Por eso, me voy a limitar a recapitular unos pocos de los conceptos que vimos en la Guía de Estudio de la Biblia de esta semana, transcribiendo los textos bíblicos correspondientes, y haciendo unas pocas reflexiones sobre la importancia de que entendamos que el Espíritu es una Persona divina, tal como el Padre y el Hijo, y cómo eso influye en nuestra relación con él.

¿Qué es lo que define que alguien sea una persona? Por lo menos tres aspectos: inteligencia, sentimientos y voluntad.

La inteligencia es una capacidad superior que nos diferencia en gran medida de los animales y, por lejos, de las cosas inanimadas. La inteligencia implica complejos procesos mentales que incluyen la percepción, la capacidad de razonamiento, de discriminación de conceptos (diferenciación de ellos), memoria, juicio, capacidad de análisis, síntesis y comunicación, etc. Todo esto, como veremos, lo posee el Espíritu Santo.

Los sentimientos y las emociones constituyen aquello que nos hace estar vivos, que nos permite alegrarnos, reírnos, amar, incluso sufrir. Una fuerza impersonal no goza de esta capacidad.

La voluntad es la capacidad de superar la inercia de los factores que influyen en nosotros, para no ser meramente seres reactivos (estímulo-respuesta) y que nos permite ejercer el don más sagrado que tenemos, que es la libertad. Implica la toma de decisiones y la fuerza de acción para llevarlas a cabo, que a su vez necesariamente está precedida por el uso de la inteligencia y de las emociones.

Todo esto se encuentra presente en la descripción bíblica acerca de la persona y la obra del Espíritu Santo (todos los énfasis señalados en los textos bíblicos son míos):

“Les soportaste por muchos años, y les testificaste con tu Espíritu por medio de tus profetas” (Neh. 9:30). “El Espíritu de Jehová ha hablado por mí, y su palabra ha estado en mi lengua” (2 Sam. 23:2). “Y vino sobre mí el Espíritu de Jehová, y me dijo: Di: Así ha dicho Jehová” (Eze. 11:5). “Porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo” (2 Ped. 1:21). “Porque no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros” (Mat. 10:20).

Aquí encontramos al Espíritu como autor del fenómeno supremo (cognitivamente hablando) de la Revelación: testifica, habla por medio del profeta, le habla a él (“me dijo”), e incluso le da órdenes (“di”). Habla por medio de los creyentes. Inspira a los profetas para que escriban la Biblia, todo un complejo fenómeno que implica la transmisión de datos, conocimientos, ideas, conceptos, razonamientos, etc. Todas actividades que solo puede realizar una persona inteligente y con voluntad.

“Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Juan 14:26). “Pero cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio acerca de mí” (Juan 15:26).

Enseñar todas las cosas (omnisapiencia) y hacer recordar las palabras de Cristo, y testificar acerca de él, son acciones muy personales, que requieren inteligencia (una gran capacidad de conocimiento y memoria de lo que Jesús dijo, y de didáctica y comunicación), y voluntad.

“Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio” (Juan 16:8).

¿Ha tratado usted alguna vez de convencer a alguien de algo? ¿No es un ejercicio, a veces, agotador para la inteligencia, y aun para las emociones y la voluntad (sobre todo cuando la persona a la que usted quiere convencer se manifiesta obtusa y terca)? Bien, el Espíritu Santo realiza esta tarea “agotadora” con todo ser humano, para convencerlo de su necesidad de salvación y de seguir el camino del bien.

“Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir. El me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber” (Juan 16:13, 14).

Guiar, hablar, hacer saber, tomar (seleccionar), son actividades propias de una Persona, no de una mera fuerza.

“Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen” (Hech. 2:4).

Aquí el Espíritu no solo les da contenidos para hablar, sino también tiene la capacidad de hacerlo en distintos idiomas.

“Y dijo Pedro: Ananías, ¿por qué llenó Satanás tu corazón para que mintieses al Espíritu Santo” (Hech. 5:3).

¿Se le puede mentir a una simple fuerza o se le miente a una persona?

“Cuando subieron del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe; y el eunuco no le vio más, y siguió gozoso su camino. Pero Felipe se encontró en Azoto; y pasando, anunciaba el evangelio en todas las ciudades, hasta que llegó a Cesarea” (Hech. 8:39, 40).

Aquí hay algo notable: el Espíritu no solo tiene la capacidad de ocuparse de las cuestiones “internas”, subjetivas de cada ser humano, sino también tiene la capacidad física de tomar a una persona “en sus brazos” (por decirlo de algún modo) y transportarla de un lugar a otro, como lo hizo con Felipe. Solo un Ser personal puede hacer esto.

“Y el Espíritu me dijo que fuese con ellos sin dudar” (Hech. 11:12).

“Ministrando éstos al Señor, y ayunando, dijo el Espíritu Santo: Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado” (Hech. 13:2).

“Ellos, entonces, enviados por el Espíritu Santo” (Hech. 13:4).

Nuevamente, el Espíritu no solo “inspira” a los profetas, sino también habla claramente, con voz audible, y da órdenes, apartando a determinadas personas para ciertas actividades, las envía a determinados lugares; acciones propias de una persona.

“Porque ha parecido bien al Espíritu Santo, y a nosotros, no imponeros ninguna carga más que estas cosas necesarias” (Hech. 15:28).

El Espíritu Santo tiene la capacidad de opinar.

“Y atravesando Frigia y la provincia de Galacia, les fue prohibido por el Espíritu Santo hablar la palabra en Asia; y cuando llegaron a Misia, intentaron ir a Bitinia, pero el Espíritu no se lo permitió” (Hech. 16:6, 7).

Este es un texto notable: el Espíritu Santo prohíbe a Pablo ir a determinado lugar, no le permite ir a otro lugar, porque tenía un plan mejor para su misión. Parece tener una inteligencia y una voluntad bastante fuertes y decididas.

“Y de igual manera el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles” (Rom. 8:26).

Aquí están involucradas tanto la inteligencia como los sentimientos y la voluntad del Espíritu Santo: intercede por nosotros (actividad cognitiva, inteligente, que incluye la persuasión), y lo hace con un fuerte compromiso y experiencia emocionales: con gemidos indecibles. De igual manera, Pablo va a decir que nosotros podemos entristecer al Espíritu Santo, lo que implica que el Espíritu es un ser cargado de emociones:

Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención” (Efe. 4:30).

“Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios” (1 Cor. 2:10).

¿Qué capacidad intelectual debe tener alguien para poder escudriñar “aun lo profundo de Dios”? Nada menos que la omnisapiencia. Este texto no solo nos habla de la personalidad del Espíritu Santo, al señalar su inteligencia y sus actividades cognitivas, sino también es una evidencia indirecta de la divinidad plena del Espíritu Santo. ¿Quién sino alguien que sea igual a Dios puede penetrar en forma absoluta en la mente de Dios?

Podríamos abundar en muchísimos textos más que nos muestran en forma contundente que el Espíritu no es meramente una fuerza impersonal, la energía de Dios, sino que es una Persona divina, distinguible y diferenciada del Padre y del Hijo, como señalamos la semana pasada, con todas las características propias de una personalidad: inteligencia, sentimientos y voluntad.

¿Por qué es importante esto para nuestra vida espiritual? Porque nos ayuda a entender el privilegio de relacionarnos con él como una Persona divina, y no simplemente como una fuerza que podemos usar o desechar a nuestro antojo y conveniencia. No podemos –como hacen algunos predicadores cristianos actuales– ponernos frenéticos y ordenarle vehementemente (por no decir groseramente) al Espíritu Santo que descienda sobre nosotros (haciéndonos hacer toda suerte de “locuras” como las que se presencian en ciertos cultos cristianos modernos), como si pudiéramos mandar sobre su vida y sus decisiones. Entender que es una Persona divina nos tiene que llevar a tener una mayor reverencia y respeto por su guía y su voluntad, a un mayor sometimiento a su obra interna en nosotros y a sus designios. Y, por qué no, a una mayor comunión con él a través de la oración; es decir, a poder hablar con él así como hablamos con el Padre y con el Hijo.

Como decíamos la semana pasada, el “argumento del silencio” no es un argumento válido para impedir que hablemos con el Espíritu Santo. Que no haya ningún antecedente de prescripciones o descripciones bíblicas en el que se indique o se describa que se puede hablar con el Espíritu Santo (orar) no significa que necesariamente haya un impedimento para hacerlo (no hay ninguna prescripción bíblica que lo impida). Solo algún prejuicio nuestro, fruto de una reacción a tantas desviaciones o excesos en relación con la Persona y la obra del Espíritu que observamos en cierto sector del cristianismo actual, puede inhibirnos de relacionarnos realmente con esta Persona divina a quien Jesús encargó el cuidado de la iglesia hasta su regreso (Juan 14-16).

Que Dios nos bendiga a todos para que permitamos a esta Persona maravillosa llenar nuestra vida con su presencia, su sabiduría, su luz, su amor, su ternura y su poder. Para ser realmente cristianos vivos, y no meramente letrados fríos en la Escritura y la Ley, llenos de amor, de misericordia y de bondad divinos, para vivir realmente como Cristo y para realizar sus obras de amor en el mundo.

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