EL ESPÍRITU SANTO: OBRANDO TRAS BAMBALINAS

10 enero, 2017

Lección 2 – Primer trimestre 2017

La lección de esta semana nos habla de algo precioso: la acción silenciosa, invisible, inconsciente para nosotros, pero universal, constante y salvadora del Espíritu Santo.

El autor de la lección parece tener una tendencia a reaccionar a ciertos extremos que existen hoy en el mundo cristiano –especialmente carismático– acerca de la preeminencia del Espíritu Santo, por lo que se esforzó en recalcar su idea de un papel “secundario” del Espíritu, haciendo referencia al hecho de que él no procura llamar la atención a sí mismo sino a Cristo y al Padre (Juan 15:26; 16:13-15). Sin embargo, del mismo modo podríamos dejar de poner la atención en Cristo, ya que él tampoco vino a glorificarse a sí mismo sino al Padre (Juan 5:19, 30; 6:38; 7:16-18; 8:28, 50). No obstante, creemos que debemos fijar nuestra mirada y adoración en Cristo.

Si entendemos –como veremos con fundamento bíblico en lecciones sucesivas– que el Espíritu Santo es una Persona divina, tan plenamente divina como el Padre y el Hijo, comprenderemos que no hay una preeminencia ontológica (en su naturaleza esencial) del Padre y el Hijo sobre el Espíritu Santo, sino solo una diferencia de funciones, así como la hay entre el Padre y el Hijo. Y así como Jesús ha adoptado una subordinación funcional al Padre, pero no ontológica, del mismo modo el Espíritu Santo también ha asumido una subordinación funcional al Padre y al Hijo, no ontológica, lo que en ninguna manera lo ubica en un plano inferior ni impide que podamos tener una comunión personal, íntima, con él, así como la tenemos con el Padre y el Hijo, y que incluso podamos orar a él tan naturalmente como lo hacemos con aquellos.

El argumento del silencio no es un argumento válido para impedir que demos al Espíritu Santo el papel importante que debe tener en nuestra vida y los privilegios espirituales que podemos tener por nuestra comunión con él. ¿A qué nos referimos cuando hablamos del “argumento del silencio”? Al hecho de que algunos teólogos parecen querer hacer teología basados en una contabilidad de menciones escriturísticas: como el Espíritu Santo no es mencionado tantas veces como el Padre y el Hijo en las Escrituras (aun cuando alguien ha contabilizado más de trescientas referencias a él en la Biblia, lo cual no es poca cosa), creen que esta diferencia “contable” de menciones es argumento suficiente para minimizar la importancia de la figura del Espíritu Santo en la vida del creyente, en comparación con el Padre y el Hijo.

Como tampoco ven que se haya registrado ninguna oración dirigida al Espíritu Santo (pero tampoco ninguna declaración que lo impida), consideran que es impropio orar directamente a él. Sin embargo, si entendemos que orar es, sencillamente, hablar con alguien, ¿qué impide que podamos orar al Espíritu Santo, quien es tan Dios y digno de nuestra adoración como el Padre y el Hijo?

Es cierto que, como dice el título de la lección de esta semana, el Espíritu Santo parece obrar “entre bambalinas”, detrás de escena, contrariamente al Padre y al Hijo, que se han manifestado de manera más visible en la historia bíblica. Es que parece ser que la función del Espíritu Santo tiene más que ver con el interior del hombre que con las cosas externas a él (liberación de situaciones, providencias, milagros de sanidad, etc.).

Es decir, lo que importa, a la hora de definir la importancia que el Espíritu Santo ocupa en nuestra vida, no es la cantidad de veces que es mencionado en la Biblia sino cuán significativas son las menciones a su persona y su obra en las Escrituras. Y en este sentido, el Espíritu Santo cumple algunas de las funciones salvadoras más imprescindibles en el ser humano, que tienen que ver precisamente con nuestra mayor necesidad, que es la de poder ver nuestra necesidad de salvación, nacer a la vida espiritual, que se opere un cambio radical en nuestro interior, la transformación total de nuestra vida, llenarnos de poder para ser buenos y para hacer el bien, y capacitarnos para realizar la obra de misericordia de Dios en el mundo, además de múltiples funciones más.

A tal punto es importante la persona y la obra del Espíritu en nosotros que cuando Jesús habló acerca del pecado contra el Espíritu Santo hasta llegó al punto de decir: “[…] Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres; mas la blasfemia contra el Espíritu no les será perdonada. A cualquiera que dijere alguna palabra contra el Hijo del Hombre, le será perdonado; pero al que hable contra el Espíritu Santo, no le será perdonado, ni en este siglo ni en el venidero” (Mat. 12:31, 32).

¿No pareciera colocarse Jesús en un plano inferior al Espíritu Santo? ¿No es Jesús plenamente divino y merecedor de toda nuestra adoración y entrega? ¿Cómo es, entonces, que llega a decir que si decimos algo en contra de Jesús podremos ser perdonados, pero no así si lo hacemos acerca del Espíritu?

Reconocemos que el pasaje tiene aspectos difíciles de entender, pero lo que queremos resaltar aquí es la importancia que Jesús mismo le adjudica a la persona y la obra del Espíritu Santo.

Lo hermoso del tema de esta semana es que el conocer esta obra invisible y universal del Espíritu nos llena de esperanza, tanto con respecto a nosotros mismos como con respecto a nuestros seres queridos que todavía no conocen a Cristo o no se han entregado a él, o con respecto a todas las personas de este mundo que deseamos que sean alcanzadas con la luz del evangelio. Lo sepan los seres humanos o no, lo busquen o no, lo quieran o no, el Espíritu Santo es el compañero incansable de la existencia, aquel que insistentemente está obrando sobre la conciencia y el corazón, para iluminar la mente, refrenar el mal de nuestra naturaleza, impulsarnos al bien, llenarnos de amor; e intentando atraernos a Cristo y a la salvación, purificar nuestra vida y transformarnos a la semejanza de Jesús, habilitándonos así para habitar en las mansiones celestiales, en ese clima de absoluta bondad y amor que viviremos en la eternidad.

La lección de esta semana nos muestra apenas unas pocas pero gloriosas vislumbres de su obra en nuestro mundo, tal como las presenta las Sagradas Escrituras. En nuestro comentario, vamos a variar un poco el orden de presentación con respecto a como se encuentra en la lección, para darle una secuencia que creemos más lógica:

1) El Espíritu Santo tuvo una parte activa en la CREACIÓN de nuestro mundo, y realiza una obra incesante de SUSTENTACIÓN, sin la cual ninguno de los seres que habitamos en este planeta estaríamos vivos:

“En el principio creó Dios los cielos y la tierra. Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas” (Gén. 1:1, 2).

“Escondes tu rostro, se turban; les quitas el hálito, dejan de ser, y vuelven al polvo. Envías tu Espíritu, son creados, y renuevas la faz de la tierra” (Sal. 104:29, 30).

Es indudable que para crear nuestro vastísimo universo, con todas sus criaturas vivientes, se necesita una energía extraordinaria, PODER. Estos pasajes nos muestran que es por el poder del Espíritu Santo (así como por la intervención del Padre y el Hijo, según consta en otros pasajes bíblicos) como se llenó de vida la Creación.

2) El Espíritu Santo tuvo un papel crucial en la REVELACIÓN:

“Les soportaste por muchos años, y les testificaste con tu Espíritu por medio de tus profetas, pero no escucharon; por lo cual los entregaste en mano de los pueblos de la tierra” (Neh. 9:30).

“Porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo” (2 Ped. 1:21).

Ya hemos visto, en la lección anterior, el papel central del Espíritu en la Revelación. Y la Revelación es uno de los recursos más importantes que Dios ha utilizado dentro del plan de redención. Esto significa que el Espíritu acompañó la historia del pueblo de Israel durante más de mil quinientos años, comunicando la voluntad de Dios a su pueblo y revelando así a Dios.

3) El Espíritu Santo jugó una función esencial en el gran milagro de la ENCARNACIÓN de Cristo:

“Respondiendo el ángel, le dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios” (Luc. 1:35).

Este hecho portentoso, que Dios el Hijo se hiciera hombre –misterio y milagro supremo de aspectos incomprensibles para nosotros– fue realizado por Jesús en conjunción con la obra del Espíritu Santo en María. El Espíritu está inextricablemente unido a Jesús en la obra de la Redención.

4) El Espíritu Santo fue quien dotó a Jesús del PODER necesario para CUMPLIR SU MISIÓN en la Tierra antes de la Cruz y durante ella, y guio su experiencia:

“Cómo Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret, y cómo éste anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hech. 10:38).

Jesús, aunque plenamente divino, durante su estadía en esta Tierra decidió no utilizar sus poderes divinos en beneficio propio, sino depender del poder que proviene de Dios, así como podemos hacerlo cada uno de nosotros. Y fue el Espíritu de Dios quien lo dotó de ese poder que hizo que Jesús pudiera llevar esa vida única, maravillosa, y hacer las obras extraordinarias de amor, misericordia y poder, que lo señalaban como Mesías y Salvador del mundo.

“Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán, y fue llevado por el Espíritu al desierto” (Luc. 4:1).

El Espíritu Santo guiaba cada paso de la senda terrenal de Jesús, incluso acompañándolo en los momentos más duros de tentación.

“¿Cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?” (Heb. 9:14).

Ese misterio y milagro de dolor y redención que significó la Expiación para Jesús fue realizado por la acción y el poder del Espíritu Santo en él. No podría haberlo hecho solo, como hombre.

5) El Espíritu Santo es el autor, originador y sustentador de la CONVERSIÓN: Nada menos que de aquella experiencia que es la que nos saca de la muerte espiritual a la vida, que nos da un nuevo corazón y que nos inicia en el camino de la santidad.

“Respondió Jesús y le dijo: De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios. Nicodemo le dijo: ¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre, y nacer? Respondió Jesús: De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo. El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu” (Juan 3:3-8).

Con la figura del viento, Jesús nos muestra que no podemos controlar la obra del Espíritu ni predecir sus movimientos. Él se mueve con total libertad sobre las almas, procurando su conversión. No es por una decisión arbitraria de él que las personas no se convierten instantáneamente a pesar de su obra incesante. Sino que tanto daño ha hecho el pecado en el corazón humano que al Espíritu le “cuesta” lograr la conversión de las personas, y tiene que sostener una lucha con el corazón humano para lograr que se produzca el nuevo nacimiento, porque debe luchar con ese factor sagrado pero a la vez esquivo y riesgoso de nuestra libertad.

6) El Espíritu Santo es el agente celestial encargado de TRANSFORMARNOS A LA SEMEJANZA DE CRISTO; es decir, de RESTAURAR la imagen de Dios en nosotros:

“Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Cor. 3:18).

Ese es el fin último de la Redención: la transformación a la semejanza de Jesús. Y eso lo realiza el Espíritu Santo mientras mantenemos el amor y el ejemplo de Jesús como nuestro modelo espiritual y moral para imitar.

7) El Espíritu Santo es el encargado de CAPACITAR y acompañar a la iglesia en el cumplimiento de su MISIÓN:

“Pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hech. 1:8).

La realización de la misión cristiana es una obra tan vasta y portentosa, y de resultados tan trascendentes y dramáticos, que el solo poder humano nunca podría realizarla. Para eso, Dios envía a su Espíritu Santo, para llenarnos de sabiduría, amor y poder a fin de que podamos alcanzar los corazones de la gente con las buenas noticias de la salvación comprada por Jesús, a la vez que las ministramos en sus necesidades terrenales y procuramos aliviar todo sufrimiento en este mundo.

Que podamos gozarnos en la persona y la obra del Espíritu de Dios, rogándole humildemente que nos posea totalmente y haga en nosotros los milagros que realizó en lo pasado, para hacer de nuestra vida una verdadera obra maestra del amor de Dios y un motivo de bendición para otros.

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