JESÚS MOSTRABA SIMPATÍA

17 agosto, 2016

Comentario lección 8 – Tercer trimestre 2016

La lección de esta semana es muy rica en conceptos importantes acerca de la solidaridad social. Su introducción es muy conmovedora, y nos muestra, a través del ejemplo de ese pastor que tuvo la humildad y la sensatez de acompañar tan solo con su silencio y su simpatía a esa familia cuya hija de 17 años se suicidó, cuál debería ser nuestra actitud, en muchos casos, ante el “escándalo del dolor” (Badenas). Porque ¿qué se puede decir ante semejante tragedia? A veces, en nuestro afán de llevar consuelo, creemos que debemos ponernos a predicar a las personas que han experimentado una pérdida tan grande como esta, a emplear muchas palabras. Entonces –como diría cierto autor–, cuando no tenemos nada para decir, empezamos a decir cualquier cosa (cualquier insensatez).

Siguiendo con este desglose de la famosa cita de Elena de White que venimos considerando acerca del “método” de Cristo para alcanzar a las personas (el modo, la manera en que lo hacía, más que una estrategia proselitista), esta semana nos toca considerar la simpatía de Cristo por los hombres. En este sentido, quizá la lección de esta semana adolezca de cierta confusión conceptual. En realidad, los textos bíblicos elegidos y la mayoría de los comentarios realizados apuntan más bien a la compasión, que no es lo mismo que simpatía, aunque la implique. Porque compasión implica, por supuesto, simpatía, pero va un poco más allá, al incluir un sentimiento de misericordia, de dolor, por las desgracias o los infortunios ajenos. Es decir, siempre está implicado algún grado de dolor ajeno que nos conmueve, y nos impulsa a actuar en favor de quien lo padece, incluso de personas que no sean de nuestro agrado.

La simpatía, en realidad, no necesariamente está despertada exclusivamente por los padecimientos de los demás, sino que puede estar motivada incluso por sus alegrías, sus logros, su bienestar.

Tampoco es lo mismo simpatía que empatía. La empatía es esa capacidad de “ponerse en el lugar del otro”, de internarnos en el universo ajeno para entender a la persona desde sí misma y su situación, y no desde nuestro propio universo y sentimientos, e incluso principios. Es decir, tratar de entender al otro, incluso si no nos agrada demasiado o no coincidimos ideológicamente con él, lo cual puede ser un acto de generosidad humana, abnegación y compasión.

En cambio, la simpatía implica una cierta identificación con el otro, un gustar del otro y apreciar lo que hace o cómo es.

En este sentido, normalmente, como cristianos, en realidad solemos cultivar más (por lo menos como ideal) la compasión y, en algunos pocos casos, la empatía. Pero no tanto la simpatía, el gustar de la humanidad. Como solemos tener el pensamiento (sobre todo los religiosos más recalcitrantes) de que todo lo humano es malo, producto del pecado, y que lo bueno solo se encuentra en Dios y en sus hijos (los creyentes cristianos practicantes) y dentro de las paredes de la iglesia (especialmente, la nuestra), no solemos VALORAR las producciones humanas, lo que hacen los que nos rodean, sus actividades y realizaciones terrenales (arte, trabajo, cultura, recreaciones), sino solo su vida espiritual, religiosa.

Entonces, algunos de nosotros incurrimos en una cierta hipocresía que ya hemos señalado al principio de estas reflexiones sobre el “método” de Cristo: usamos la simpatía como estrategia, como una forma camuflada de alcanzar al otro con nuestro mensaje, y simulamos interesarnos en sus cosas, solo para poder hallar la llave de su corazón (quizá la expresión más acertada sería “manipular” su corazón) a fin de que reciba nuestro mensaje.

Sin embargo, notemos la exquisita perspectiva de los siguientes textos ya citados de Elena de White y de un importante documento católico:

“La enseñanza de Cristo, lo mismo que su simpatía, abarcaba el mundo. Nunca podrá haber una circunstancia de la vida, una crisis de la experiencia humana que no haya sido prevista en su enseñanza, y para la cual no tengan una lección sus principios. […]

“No solo hablaba para toda la humanidad, sino también a ella misma. Su mensaje alcanzaba al niñito en la alegría de la mañana de su vida; al corazón ansioso e inquieto de la juventud; a los hombres, que en la plenitud de sus años llevaban la carga de la responsabilidad, a los ancianos en su debilidad y cansancio. Su mensaje era para todos; para todo ser humano, de todo país y toda época.

“Establecía la verdadera relación que existe entre las cosas de esta vida, como subordinadas a las de interés eterno, pero no ignoraba su importancia. […]

Para él, nada carecía de propósito. Los juegos del niño, los trabajos del hombre, los placeres, cuidados y dolores de la vida, eran medios que respondían a un fin: la revelación de Dios para la elevación de la humanidad” (La educación, capítulo “El Maestro enviado de Dios”; los énfasis son míos).

“[Jesús] manifestaba sincero interés en sus negocios temporales [de los hombres]” (MeM 192).

“El gozo y la esperanza, el dolor y la angustia de los hombres de este tiempo […] son también el dolor y la angustia de los discípulos de Cristo, y no existe nada verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón” (Constitución Gaudium et Spes, del Concilio Vaticano II, “Sobre la iglesia en el mundo de hoy”; el énfasis es mío).

“Los cristianos, lejos de pensar que las conquistas logradas por el hombre se oponen al poder de Dios y que la criatura racional pretende rivalizar con el Creador, están, por el contrario, persuadidos de que las victorias del hombre son signo de la grandeza de Dios y consecuencia de su inefable designio. […] De donde se sigue que el mensaje cristiano no aparta a los hombres de la edificación del mundo ni los lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino que, al contrario, les impone como deber el hacerlo” (ibíd.; el énfasis es mío).

En estos textos vemos que Jesús no despreciaba las cosas propiamente terrenales de aquellos con quienes trataba, “no ignoraba su importancia”, aun cuando supiera que lo más importante es lo que tiene que ver con la eternidad. Aun algo que nos puede parecer tan banal como los juegos de los niños y los placeres (sanos) terrenales despertaba la simpatía (el agrado) de Jesús. Y, como señala el documento católico mencionado arriba, los logros humanos (científicos, tecnológicos, artísticos, humanitarios, etc.) no atentan contra la fe en Dios sino que son evidencias de su grandeza, pues reflejan la imagen y semejanza de Dios que llevamos todos, aun a pesar de los estragos causados por el pecado, e indirectamente glorifican a Dios.

En otras palabras, Dios nos invita, a través de estos pensamientos, a cultivar un sano y legítimo “humanismo cristiano”, por el cual seamos capaces de respetar, valorar, aprovechar y gustar de todo lo que es legítimamente humano y que sea realizado sin oposición a los principios del Reino de los cielos.

Por ejemplo, alguien podría ser un gran cantante secular, pero cuyas canciones reflejen valores nobles, puros, rectos, aun cuando no esté usando su talento para interpretar canciones religiosas. ¿Deberemos despreciar por eso su arte o valorar lo que de él tenga de bueno y noble? ¿Deberá, si se convierte a Cristo, solamente dedicarse a entonar himnos religiosos o puede continuar usando su talento para transmitir valores correctos aun cuando sus motivos sean seculares? ¿Está mal cantar sobre la tierra de origen, el barrio, la novia o esposa, el amor, los hijos, los amigos, los que luchan en la vida, las distintas experiencias de la vida, por poner algunos ejemplos de temáticas humanas?

Si nos relacionamos con un gran arquitecto, creador de casas increíblemente hermosas y vanguardistas, ¿deberíamos valorar su capacitación y su sentido estético solamente si se dedicara a edificar iglesias o podemos valorar y disfrutar de sus logros, aun cuando mayormente se esté dedicando a construir moradas para la habitación terrenal de las personas?

Podríamos seguir con los ejemplos, pero creo que esto nos basta para entender que hay una sana y legítima actividad secular humana (que no es lo mismo que secularista), que debe ser valorada por los hijos de Dios. Cuando entendamos esto, no solo no dejaremos de disfrutar de los logros humanos con la conciencia limpia (muchos de nosotros los disfrutamos, pero en el fondo con la conciencia intranquila, como si fuesen tendencias “mundanas” nuestras), sino también tendremos una verdadera simpatía (gusto) por las personas que nos rodean y sus actividades, nos interesaremos verdaderamente en sus “asuntos seculares”, y disfrutaremos de aquellos puntos que tenemos en común y que se encuadran dentro de los principios morales divinos (aun en cosas temporales).

¿Se imaginan ustedes a un padre terrenal que cuando su hijito de cinco años viene a él contentísimo diciéndole que aprendió a andar en bicicleta le conteste: “Eso no es importante, quiero saber si aprendiste la lección de la Escuela Sabática”? Sería algo horrible, y de paso transmitiría una imagen horrible de lo que significa ser religioso, cristiano. En cambio, un padre cristiano sensato, con verdadera simpatía, aun cuando lo que más le importe sea que su hijo conozca a Jesús y llegue a ser salvo en su venida, abrazará a su hijito, y hará “una fiesta” de alegría por el logro de su hijo, tan importante a esa edad. ¿Puede ser salvo ese chico sepa o no andar en bicicleta? Por supuesto, pero saber andar en ese vehículo es algo importante para la vida terrenal de ese chico, y sobre todo en esa etapa de su vida. Y ese es el tipo de cosas acerca de las cuales Jesús “no ignoraba su importancia”.

Si esta simpatía (gusto por la humanidad, por lo bueno de ella) se convierte en un “modo de ser”, como el que tenía Jesús (según vimos en lecciones anteriores), y no en una mera y falsa estrategia proselitista, la gente sentirá que no nos creemos seres de otro planeta, superiores a ellos, sino que sentimos que formamos parte de la humanidad, y que nos gustan e interesan las mismas cosas legítimas que a ellos les gustan e interesan. Habrá nexos de unión entre nosotros y ellos que, como consecuencia natural, abrirá sus corazones al evangelio; sobre todo, porque se darán cuenta de que la religión “ni por un momento […] los hará tristes y sombríos y les cerrará el camino del éxito. La religión de Cristo no borra, ni siquiera debilita, una sola facultad. No incapacita al individuo para gozar de la verdadera felicidad; no ha sido designada para disminuir nuestro interés en la vida o para hacernos indiferentes a las demandas de los amigos y la sociedad. No cubre la vida de cilicio; no se la expresa en profundos suspiros y gemidos. No, no; aquellos para quienes Dios es lo primero, lo último y lo mejor son las personas más felices del mundo” (Elena de White, Mensajes para los jóvenes, pp. 33, 34).

Para tener y manifestar esta genuina simpatía, evidentemente hay que compartir la vida con las personas. Tenemos que mezclarnos con ellas, como vimos anteriormente que hacía Jesús. Si sabemos quiénes somos y para qué estamos en el mundo, podremos discernir claramente qué podemos compartir y qué no, qué actividades humanas podemos valorar y cuáles rechazar, y seremos luz del mundo y sal de la Tierra.

Que el Espíritu de Dios nos colme de su luz, de su sabiduría y de su amor, para saber amar a todos los que nos rodean, pertenezcan o no a nuestra fe religiosa, para valorar aquellas cosas buenas de su personalidad y de su quehacer, para interesarnos genuinamente en ello, y para transmitirles con nuestro trato, nuestra valoración y simpatía, el amor y la simpatía del Dios al que representamos.

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