CASTIGO RETRIBUTIVO

8 noviembre, 2016

Comentario lección 7 – Cuarto trimestre 2016

El pobre Job recibe un “palazo” tras otro. No bastó con que Elifaz –según vimos la semana pasada–, en su empeño por defender a Dios se olvidara de cuánto estaba sufriendo su amigo Job; ahora se suman Bildad y Zofar. Con distintas palabras y recursos argumentativos, los tres coinciden en querer afirmar la justicia de Dios a expensas del sufrimiento psicológico y espiritual de Job: que vivimos en un universo justo, que hay una recompensa inmediata y proactiva por parte de Dios para el que hace el bien, y que hay un castigo también, aquí y ahora, provocado por Dios para el que se comporta mal. La única conclusión posible, para ellos, es que Job está sufriendo bajo un castigo de Dios por causa de sus pecados, especialmente por sus pecados ocultos. Especialmente, los tres le pegan a Job “donde más duele”, con alusiones claras a que sus hijos fallecieron trágicamente por causa de sus propios pecados (los de ellos y los de Job mismo): nada más doloroso para un padre piadoso.

“Respondió Bildad suhita, y dijo: ¿Hasta cuándo hablarás tales cosas, y las palabras de tu boca serán como viento impetuoso? ¿Acaso torcerá Dios el derecho, o pervertirá el Todopoderoso la justicia? Si tus hijos pecaron contra él, él los echó en el lugar de su pecado. Si tú de mañana buscares a Dios, y rogares al Todopoderoso; si fueres limpio y recto, ciertamente luego se despertará por ti, y hará próspera la morada de tu justicia” (Job 8:1-6).

“¿Crece el junco sin lodo? ¿Crece el prado sin agua? Aun en su verdor, y sin haber sido cortado, con todo, se seca primero que toda hierba. Tales son los caminos de todos los que olvidan a Dios; y la esperanza del impío perecerá; porque su esperanza será cortada, y su confianza es tela de araña. Se apoyará él en su casa, mas no permanecerá ella en pie; se asirá de ella, mas no resistirá” (Job 8:11-15).

“Respondió Zofar naamatita, y dijo: ¿Las muchas palabras no han de tener respuesta? ¿Y el hombre que habla mucho será justificado? ¿Harán tus falacias callar a los hombres? ¿Harás escarnio y no habrá quien te avergüence? Tú dices: Mi doctrina es pura, y yo soy limpio delante de tus ojos” (Job 11:1-4).

“El hombre vano se hará entendido, cuando un pollino de asno montés nazca hombre. Si tú dispusieres tu corazón, y extendieres a él tus manos; si alguna iniquidad hubiere en tu mano, y la echares de ti, y no consintieres que more en tu casa la injusticia, entonces levantarás tu rostro limpio de mancha, y serás fuerte, y nada temerás; y olvidarás tu miseria, o te acordarás de ella como de aguas que pasaron. […] Pero los ojos de los malos se consumirán, y no tendrán refugio; y su esperanza será dar su último suspiro” (Job 11:12-16, 20).

En estas palabras de estos dos amigos, se acusa a Job, directa o indirectamente, de:

* Que sus hijos pecaron contra Dios, y por eso Dios los “echó [eliminó, mató] en el lugar de su pecado”.

* Que Job no es limpio ni recto, ni es un hombre que busque a Dios de verdad (todo lo contrario de lo que Dios mismo declaró a Satanás acerca de Job en el capítulo 1).

* Que Job es un hombre que se olvida de Dios, que es un impío.

* Que Job se apoyaba en su casa (bienes, familia), pero que por ser impío su casa no pudo mantenerse en pie.

* Que Job hablaba falacias y hacía escarnio de Dios.

* Que había iniquidad en su mano (y no la soltaba), y que había consentido que en su casa morara la injusticia.

* Que era, en definitiva, un hombre malo.

El gran dolor de Job era saber que él no merecía el dolor que estaba padeciendo, ni la pérdida de su familia. Y a ese dolor se le sumaba la acusación de sus amigos, que querían convencerlo de que estaba sufriendo “menos” de lo que su iniquidad merecía (Job 11:6).

Sin embargo, aun cuando tanto la teología de estos hombres como su “psicología” estaban equivocadas, sus conceptos nos obligan a plantearnos seriamente la pregunta acerca de la justicia de Dios en este mundo, en esta vida terrenal. ¿Vivimos en un mundo justo, en el que Dios recompensa el bien y la bondad, y castiga el mal? ¿No exigimos a Dios, en nuestro fuero íntimo, que haga justicia? Cuando vemos a tanta gente malvada que se aprovecha de su prójimo, lo hiere, lo violenta, lo explota, abusa de él, ¿no sentimos una gran indignación y deseamos ardientemente que Dios haga algo, que haga justicia? Alguien ha dicho, mediante un juego de palabras (Mariano Grondona), que lo que nos hace dignos como seres humanos es nuestra capacidad de indignarnos; es lo que nos hace seres morales. Si frente a la maldad, la injusticia, la violencia, el crimen que un ser humano perpetra contra otro, somos espectadores impasibles, flemáticos, indiferentes, a quienes les da lo mismo el bien que el mal, en realidad algo está fallando en nuestra esencia moral, somos seres moralmente indignos. Por el contrario, es el rechazo del mal y el amor al bien lo que nos constituye en personas morales, dignas.

Dios no puede ser diferente. Por el contrario, la Biblia, desde Génesis hasta Apocalipsis, nos muestra que Dios es un ser eminentemente moral, que ama el bien y odia el mal. Por encima de sus atributos “físicos” (por decirlo de algún modo) como la omnipotencia, la omnipresencia, la eternidad, etc., lo que define a Dios es su santidad, que es el atributo divino que compendia todos sus atributos morales (amor, pureza, rectitud, justicia, misericordia, bondad, compasión, etc.).

A muchos nos disgustan aquellos pasajes bíblicos en los que se muestra a un Dios airado contra el mal y los malos, en los que lanza advertencias amenazantes contra los impíos (incluyendo a su pueblo cuando está en apostasía), y en los que anuncia sus juicios retributivos contra el mal y quienes se aferran a él. Quisiéramos que en la Biblia solo existieran aquellos pasajes que nos hablan de un Dios dulce y tierno, misericordioso, perdonador, que pasa por alto nuestros pecados, y que nos promete su auxilio en esta Tierra y una eternidad feliz.

Pero, si tenemos que ser honestos e íntegros intelectual, teológica y espiritualmente, debemos reconocer que la Revelación bíblica también incluye pasajes muy duros de digerir en cuanto al trato de Dios con el pecado y los pecadores, incluso en el Nuevo Testamento (no podemos pasar por alto, por ejemplo, el caso de Ananías y Safira).

¿Existe o no un castigo retributivo, como insisten los amigos de Job? ¿Castiga o no, Dios, la maldad de los hombres?

Últimamente, en nuestra teología, solemos decir que en realidad el “castigo” de Dios contra el mal consiste en que Dios, simplemente, deja que funcionen las leyes de causa y efecto que rigen el universo que él ha creado; es decir, las consecuencias de las acciones. Y eso, en gran medida, es cierto. Si yo, por ejemplo, soy un fumador o un bebedor empedernido –a pesar de las advertencias de Dios y de la gente que me quiere bien–, seguramente contraeré un cáncer terminal producto del consumo de tabaco, o una cirrosis en el hígado producto del consumo de alcohol, amén de las posibilidades de accidentes cerebrovasculares o accidentes en la vía pública producto de la falta de reflejos debido a los efectos del alcohol. Lo mismo podría decirse respecto del consumo de drogas (que queman tantas neuronas en el cerebro, afectando las funciones cognitivas y volitivas del individuo), así como de la promiscuidad, que no solo es una inmoralidad sino también un gran factor de riesgo en cuanto a contagiarse ETS (Enfermedades de Transmisión Sexual), como sida, sífilis, etc.

De igual modo, el cultivo de un mal carácter (agresividad, impaciencia, despotismo, violencia) así como de un carácter flojo (desidia, negligencia, abulia, vagancia) suele producir graves problemas sociales (familiares, laborales, etc.), arruinando hogares, relaciones humanas; provocando pérdida de empleo, de oportunidades de progreso, etc.

Así que, es cierto que, hasta cierto punto, en esta vida terrenal se cumple la ley de la siembra y la cosecha (Gál. 6:7): muchas veces cosechamos lo que nosotros mismos hemos sembrado, y somos arquitectos de nuestro propio destino.

Pero no es cierto –y en esto el caso de Job es paradigmático, así como el de Jesús, por excelencia– que en esta vida siempre lo que cosechamos es producto de nuestra siembra. Ni Job ni Jesús sufrieron por causa de errores propios, inconductas o pecados. Sufrieron inocentemente los embates de factores totalmente ajenos a su conducta y su voluntad. Y así como ellos, millones de personas buenas, a lo largo de la historia, han sido víctimas inocentes de la maldad ajena o de accidentes “fortuitos” (por ejemplo, alguien que transita correctamente por la calle, pero es atropellado por un conductor ebrio), o de descalabros de la naturaleza (tsunamis, terremotos, etc.).

En otras palabras, es cierto que todo pecado o error en el saber vivir trae consecuencias, sufrimiento. Lo que no es cierto es que todo infortunio se debe a algún pecado o error de las personas en el saber vivir.

Pero, el mensaje bíblico no solamente presenta el dolor como una consecuencia natural del pecado y de la operación de las leyes de causa y efecto. También la Revelación nos presenta a Dios castigando proactivamente el mal, mediante actos divinos que no tienen ninguna explicación natural, aun cuando Dios utilice como sus instrumentos leyes y recursos naturales. Por ejemplo, el Diluvio universal no fue meramente un “accidente” de la naturaleza. Allí hubo una obra proactiva de parte de Dios para castigar el mal. Lo mismo podría decirse de las plagas de Egipto, en tiempos de Moisés. Y, especialmente, el Juicio Final, al final del milenio, es la mayor demostración de que sí existe tal cosa como un castigo retributivo final contra el mal y los malos. La primera muerte, de la cual participamos todos los seres humanos, es una consecuencia natural del pecado general de la humanidad. Es una cuestión de causa y efecto. Pero la Biblia nos revela que luego del milenio (Apoc. 20) Dios resucitará a los impíos que habrán experimentado la primera muerte (consecuencia del pecado), para ejecutar luego sobre ellos la sentencia del Juicio Final, que es la condenación y la muerte eternas (castigo por el pecado), que es lo que conocemos como la muerte segunda. En este caso, este dolor no tiene una función correctora, disciplinaria, como muchos de los sufrimientos que Dios permite en esta vida. Este dolor final (de corta duración, pero eterno en sus efectos) no enmienda a nadie, no corrige a nadie, no edifica el carácter de nadie (es decir, de los perdidos). Es la DESAPROBACIÓN ABSOLUTA de Dios sobre el mal. Es su DECLARACIÓN MORAL más categórica sobre –valga la redundancia– LO MALO QUE ES EL MAL, lo aborrecible que es, lo absolutamente reprobable que es. Ya no simplemente por las consecuencias que trae en términos de enfermedad, desorden social, etc., sino por EL CARÁCTER MALVADO, PERVERSO EN SÍ MISMO, DEGRADANTE, que tiene el pecado.

Decíamos pocas líneas arribas que este dolor, este castigo, no es permitido para producir un efecto moral en los perdidos. Pero sí tiene su efecto en los salvados. Pero no como la lógica de muchos supone, aun subconscientemente. No es para provocar temor en los salvados, para que “nunca se les ocurra” volver a rebelarse, no sea cosa que corran la misma suerte de los perdidos. El sentido es otro: es, a aquellos que libre y voluntariamente han elegido el camino del bien en vez del mal, reafirmarlos en su apego al bien, al demostrar Dios, con su fuerte desaprobación del mal, que los redimidos no estuvieron errados en su juicio moral que los hacía rechazar la maldad y amar el bien. Es como si Dios, con este juicio final retributivo, les dijera: “Quédate tranquilo. Coincido contigo en tu indignación, en tu rechazo y desaprobación del mal que ha habido en esta Tierra. Tenías razón cuando te dolía el corazón ante el odio, la envidia, el egoísmo, la malicia, la degradación moral sexual, la deshonestidad, la explotación, el abuso. Y mediante este juicio estoy vindicando tus más hondos y legítimos sentimientos morales. El bien y el mal no son realidades complementarias y necesarias a fin de que exista un equilibrio en el universo (como propone la filosofía New Age y hasta cierto punto el humanismo secularista occidental); son opuestos irreductibles, antagónicos, irreconciliables. Acabo de eliminar para siempre el mal, para que goces de aquí en más de un universo libre de su mancha y dolor, en donde solo existirán el bien, la buena voluntad y la felicidad; ‘cielos nuevos y tierra nueva, donde mora la justicia’ (2 Ped. 3:13)”.

Sin embargo, lo que no entendían bien los amigos de Job (y aun Job mismo) es que –salvo excepciones históricas como las que mencionamos más arriba– TODAVÍA NO ES EL TIEMPO del juicio retributivo de Dios. Ese juicio es un JUICIO ESCATOLÓGICO; está reservado para el final de la historia, como Jesús bien lo explica en la parábola del trigo y la cizaña (Mat. 13:24-30, 36-43). Porque si ese juicio sucediera aquí y ahora, por cada falta que cometemos los seres humanos no solamente que no quedaría nadie vivo sobre la Tierra, sino también quienes estuviéramos vivos serviríamos a Dios por miedo, con un sentido de esclavitud, antes que por amor y en un clima de libertad.

Pero, sí, Dios permite, para que veamos por nosotros mismos lo malo que es el mal, los terribles efectos del “experimento de la rebelión” (Elena de White), como lo son todo el dolor que existe en el mundo, especialmente aquel provocado evidentemente por la maldad humana.

De todas maneras, ¿realmente puede sentirse libre alguien sabiendo que al final de la historia Dios, en última instancia, castigará el mal? Creo que sí, y hay un ejemplo muy humano, de nuestra estructura social, que nos puede ayudar a comprender esto:

Todos sabemos que en la sociedad en que vivimos hay leyes para regular la conducta social y controlar la criminalidad; hay fuerzas de seguridad (policías, y a veces la colaboración de fuerzas militarizadas) encargadas de aprender a quienes violan esas leyes y, de esa manera, ponen en peligro al resto de la sociedad; y hay jueces encargados de juzgar a quienes han violado esas leyes y aplicarles un castigo correspondiente a sus faltas, a fin de proteger a la sociedad de quienes atentan contra ella.

Salvo los criminales empedernidos, la mayoría de nosotros no solamente no vivimos con temor al castigo de los jueces humanos, aun sabiendo que ellos están cumpliendo continuamente esa función, sino incluso AGRADECEMOS SU EXISTENCIA, porque sentimos que nos dan (idealmente hablando) un grado razonable de confianza en que podemos vivir seguros en medio de nuestra sociedad. Hacemos el bien y evitamos el mal no porque estemos pensando continuamente en que si hacemos algo malo iremos a parar a la cárcel y seremos juzgados por los jueces, sino porque tenemos imperativos morales propios, queremos hacer el bien y aborrecemos el mal. No lo hacemos por temor al castigo sino por AMOR AL BIEN.

De igual modo, el ser humano de bien y buena voluntad hace el bien y evita el mal no porque tenga siempre presente que algún día Dios hará un juicio retributivo sobre la Tierra, sino porque ama el bien. Y está, incluso, contento de saber que algún día Dios hará justicia, aun cuando es consciente de que él mismo no es un ser perfecto, sino pecador, pero confía en el amor salvador de Dios.

¿Por qué Dios debe hacer un juicio retributivo? Porque, en su relación con sus criaturas inteligentes, no solo cumple el rol de Padre amoroso, tierno y protector, sino también el rol de GOBERNANTE DEL UNIVERSO y, por lo tanto, quien tiene la RESPONSABILIDAD de asegurar el bienestar del universo y su paz. Por eso, no puede permitir indefinidamente el mal y el dolor; debe darles una solución definitiva (en realidad, todos demandamos eso de él). Sin embargo, Dios se encuentra permanentemente “tensionado” (por decirlo en lenguaje humano) por dos polos: por un lado, respetar nuestra libertad, para que no seamos esclavos, ni títeres ni autómatas; por el otro, cuidar del bienestar del universo, poniéndole un punto final al origen de todas nuestras desgracias, que es el pecado y la rebelión. Nos da esta vida para que tengamos la oportunidad de elegir, a lo largo de ella, qué uso haremos de nuestra libertad, por qué optaremos: el bien o el mal.

Todavía no vivimos en un mundo justo. Pero estamos encaminados a él; es nuestro destino final. Que mientras tanto, mientras estamos a la espera de ese mundo justo que es nuestro verdadero hogar, podamos confiar en que Dios sabe lo que está haciendo. Que, aunque no entendamos algunas de sus sombrías providencias, podamos tener la certeza de que está encaminando la historia –y también nuestra propia microhistoria personal– hacia un destino de redención y eterna felicidad. Esta es la bendita promesa de justicia escatológica, final, que nos presenta la Palabra de Dios, fruto del gran plan de redención llevado a cabo por los sufrimientos de nuestro Señor Jesucristo en la Cruz:

“[en] el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios, [Dios] pagará a cada uno conforme a sus obras: vida eterna a los que, perseverando en bien hacer, buscan gloria y honra e inmortalidad, pero ira y enojo a los que son contenciosos y no obedecen a la verdad, sino que obedecen a la injusticia; tribulación y angustia sobre todo ser humano que hace lo malo, el judío primeramente y también el griego, pero gloria y honra y paz a todo el que hace lo bueno, al judío primeramente y también al griego” (Rom. 2:5-10).

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1 Comentario

  1. Anam

    Es muy interesante! El autor desglosa lo bueno y lo malo, crimen y castigo. Los diferentes modos de enfoque del pecado etc. Pero se extiende mucho. Entiendo que está muy preparado y que quiere dejar bien expuesta su respuesta, pero por favor se mas conciso, no se moleste, gracias!

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