PEDRO Y LA ROCA

GEB - Comentario - Leccion 8

17 mayo, 2016

Comentario lección 8 – Segundo trimestre 2016

El que seguramente es el pasaje central de la lección de esta semana (Mat. 16:13-28) presenta un punto crítico en la relación entre Jesús y los discípulos. Y, lo que es más importante, cuando lo analizamos con profundidad y honestidad, sin evadirnos de su carácter incisivo, puede marcar también para muchos de nosotros un punto crítico en nuestra relación con Jesús y nuestra experiencia cristiana.

¿Por qué decimos que es un punto crítico? Porque nos confronta a muchos de nosotros con la realidad de si vamos a seguir JUGANDO A SER CRISTIANOS o si vamos a decidirnos a SERLO DE VERDAD, si estamos realmente dispuestos a PAGAR EL PRECIO que se requiere para ser cristianos, o si nos evadiremos de pagar ese precio mediante mecanismos psicológicos de defensa (negación, minimización) o incluso abandonaremos a Jesús por no estar dispuestos a pagarlo. El pasaje más desafiante de la lección de esta semana es, sin duda, el de Mateo 16:24 y 25:

“Entonces Jesús dijo a sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará”.

En otras palabras, Jesús nos dice aquí que no solo hubo una cruz para él, hace dos mil años, cuando murió por nosotros, sino también hay una para cada uno de nosotros, si queremos de verdad ser cristianos.

Y, si somos sinceros con nosotros mismos, tenemos que admitir que ESTE NO ES UN PASAJE MUY GRATO DEL EVANGELIO, no es el tipo de pasajes que nos guste leer o escuchar. Nos agradan aquellos pasajes en los que Jesús nos promete su perdón, su comprensión, su gracia, su auxilio, su protección, su bendición, su salvación. Pero no nos gusta que Jesús nos diga que, si queremos de verdad ser sus discípulos –seguirlo–, debemos RENUNCIAR A NOSOTROS MISMOS, tomar nuestra cruz y estar dispuestos a perder nuestra vida por causa de él.

Sin embargo, por duro que nos parezca, cuando a continuación analicemos este llamado de Jesús a MORIR AL YO a fin de vivir para él y para bendecir a los demás, veremos que en realidad nos presenta EL VERDADERO CAMINO DE LA FELICIDAD, el secreto de la VERDADERA VIDA.

Pero empecemos por el contexto.

 

LA CONFESIÓN DE PEDRO (Mat. 16:13-20)

Si hay algo que siempre me impactó desde que conocí a Jesús en los evangelios es que él “no daba puntada sin hilo”. Detrás de cada acto había un plan para su vida, para la gente y para el pequeño grupo de discípulos que lo acompañaba diariamente.

Jesús se va, con los discípulos, a una región pagana, lejos del epicentro de la vida religiosa judía, a fin de tener tranquilidad para hablar con los discípulos de un tema muy delicado: por primera vez iba a anunciar claramente, explícitamente, que su destino en esta Tierra y su misión pasaban por la Cruz. No es lo que ellos esperaban del Mesías tan anhelado. Jesús, entonces, los lleva a una especie de “retiro espiritual”, donde va a hacer la revelación más dolorosa de todas las que había hecho hasta entonces: la de su muerte violenta, tortuosa, en la Cruz, por la salvación de todos nosotros.

Pero, antes de hacerlo, les hace algunas preguntas destinadas a que ellos puedan expresar su fe en él como el Mesías prometido. Porque expresar nuestras convicciones las fortalecen; obra como una especie de catarsis que saca afuera todo lo que tenemos dentro con respecto a nuestra fe en Dios. Tiene un efecto terapéutico y de gran fortalecimiento espiritual. Nosotros, como adventistas y protestantes, quizás a fin de distanciarnos de la religión mayoritaria y no caer en un ritualismo vacío y mecánico que a veces cunde en ella, no solemos recitar el famoso “Credo apostólico” (“Creo en Dios Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la Tierra, y en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor…”). Pero ciertamente no estaría mal que tuviéramos algún tipo de confesión de fe, en nuestra liturgia, en la cual pudiéramos expresar pensada y sentidamente como una especie de “manifiesto” de nuestra fe cristiana.

Jesús les pregunta: “¿Quién dicen los hombres que soy yo?” (ver Mat. 16:13). Esta pregunta parece estar destinada a que los discípulos reflexionen sobre las distintas opiniones que había entre la gente sobre Jesús, y que ellos adopten una posición frente a ellas.

¿No nos ha sucedido que, al estar en alguna reunión social, o con compañeros de trabajo o de estudios, quizás haya surgido el tema de la religión, y específicamente de Jesús, y que cuando oímos algunas de las opiniones tan erróneas y nada fundadas pero negativas sobre la persona de Jesús nuestro corazón ardió con deseos de “defenderlo” delante de esa gente y anunciarles lo más enérgicamente posible la verdad acerca de quién es realmente Jesús? Sacudirlos y decirles enfáticamente que Jesús no fue apenas un gran maestro religioso más; un gran librepensador como tantos, rebelde a los paradigmas de su época; un gran revolucionario social como muchos, sino que fue nada menos que Dios hecho hombre, “el camino, la verdad y la vida” (Juan 14:6), la “luz del mundo” (Juan 8:12), “la resurrección y la vida” (Juan 11:25), que vino a la Tierra a iluminarla con su persona maravillosa para finalmente dar su vida en la Cruz por todos nosotros, a fin de salvarnos y darnos la esperanza bendita de la vida eterna.

Los discípulos contestan que algunas personas creen que él era Juan el Bautista o algunos de los grandes profetas resucitados, como Elías o Jeremías. Le adjudicaban un lugar importante dentro del judaísmo, dentro de la fe israelita, como lo fueron los profetas. Pero nada más que eso.

Y ahora, entonces, Jesús lanza la pregunta incisiva, que obliga a tomar posición frente a él: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” (16:15). No importa lo que piense tu pastor, tu padre o tu madre, tu hermano, tus amigos. Lo que importa es quién es, qué significa y qué lugar ocupa en tu vida Jesús; quién es Jesús para mí.

Pedro, entonces, en representación del grupo (es innegable su liderazgo dentro de él), lanza una respuesta que nosotros la tomamos muy naturalmente, como si fuese algo que él tendría que dar por sentado, pero que no es tan así: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (16:16).

¿Nos damos cuenta de la gravedad y trascendencia de lo que está diciendo? Pedro no es un cristiano con dos mil años de cristianismo a sus espaldas, acostumbrado a pensar que Jesús es el Mesías prometido. Para nosotros, esto ya forma parte de nuestra cultura, aunque muy pocas personas hoy piensen en lo que realmente significa esto. Es un judío, criado y formado en un fuerte monoteísmo. Decir que Jesús era el Cristo, el Hijo del Dios viviente, en aquel entonces, era reconocer en Jesús a un Ser divino, venido del cielo; el Salvador del mundo, el Rey de Israel. Pero, ante sí tenía tan solo a un hombre joven, de poco más de treinta años, sin títulos académicos, sin haberse criado en un palacio, sino vestido con ropa humilde, con las manos callosas por el trabajo duro de la carpintería, que comía, bebía y transitaba libremente con los más pobres y humildes del pueblo. Es cierto que Pedro ya había presenciado varios milagros, pero también los profetas del Antiguo Testamento habían hecho milagros en nombre de Dios. Sin embargo, la confesión de Pedro coloca a Jesús en una posición superior, en una posición divina, aun cuando en su vida cotidiana se contentaba con compartir la vida de los más sencillos, y tratar a todos con mansedumbre y humildad.

Jesús le dice, entonces, que puede agradecer a Dios, porque esta convicción no era producto de que Pedro fuera brillante, perspicaz, penetrante, sino que respondía a una revelación de Dios, sobrenatural.

 

JESÚS ANUNCIA SU MUERTE POR PRIMERA VEZ (Mat. 16:21-23)

Una vez que los discípulos pudieron reafirmar su fe en Jesús como el Cristo, una vez que la hubieron confesado, por primera vez, entonces, les anuncia claramente que había una cruz reservada para él en esta Tierra, y que su destino y su misión lo encaminaban inexorablemente hacia ella:

“Desde entonces comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que le era necesario ir a Jerusalén y padecer mucho de los ancianos, de los principales sacerdotes y de los escribas; y ser muerto, y resucitar al tercer día” (16:21).

No era lo que esperaban. Para ellos, Jesús era la garantía de que todos sus problemas terrenales serían resueltos, que él les solucionaría el acuciante AQUÍ Y AHORA. Pedro, creyendo que debe haber una confusión, pero seguramente a fin de no desacreditar a su maestro en público, lo toma aparte, y como si Jesús necesitara consejo, le dice muy condescendientemente, pero con sinceridad y verdadero afecto:

“Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca” (16:22). Es la tentación con la que, desde que Jesús tuvo uso de razón, y hasta su último suspiro en la Cruz, Satanás, de manera directa o sutil, lo acosó permanentemente. Y es, en realidad, lo que está en la base de toda tentación que padeció no solo Jesús sino también todos nosotros: “Tú eres lo más importante en este mundo. Tienes que defender tu yo. Tienes que pensar en ti, ante todo, y caiga quien caiga. Tú eres el centro del universo”. Nos lo dice por diversos medios: a través de la música (“A mi manera”, cantaría Frank Sinatra esa hermosísima canción, pero que encierra una filosofía de vida egocéntrica; o “Soy lo que soy, no tengo que dar excusas por eso… tenemos una sola vida sin retorno, ¿por qué no vivir como de verdad somos?”, como cantaría una intérprete argentina a principios de los ‘80), a través de la psicología humanística (“lo que importa es que usted se sienta bien con usted mismo, realizado; porque si usted está bien, su entorno va a estar bien. Así que, si usted se siente bien, pleno, con esa nueva mujer, no tenga problemas en abandonar a su esposa, porque ante todo usted tiene que ser fiel a sí mismo, a sus sentimientos, ser congruente con su self; si sus hijos lo ven bien y contento, ellos van a estar contentos, aunque eso signifique destrozar su hogar”). Y de tantos otros modos.

Jesús, entonces, ve que debe tomar una medida enérgica para romper el ensalmo de una falsa concepción no solo de su carácter mesiánico, sino también DE LA VIDA RELIGIOSA e incluso de lo que significa el verdadero sentido de LA VIDA MISMA, y reprende duramente a Pedro:

“¡Quítate de delante de mí, Satanás!; me eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres” (vers. 23).

En otras palabras: tu perspectiva de la vida y tus valores, tu forma de sentir la realidad, es diametralmente opuesta a la de Dios, y representa la filosofía diabólica que se gestó en Lucifer en el cielo y con la cual ha logrado impregnar el corazón de los hombres desde la Caída: VIVIR PARA EL YO. Procurar, ante todo, salvarse uno mismo, no en el sentido teológico, religioso, sino salvar el pellejo en esta vida, salvaguardar la propia felicidad (tal como la entendemos normalmente) haciendo de uno mismo lo más importante, y haciendo todas las cosas con referencia a uno mismo.

 

EL PRECIO DEL DISCIPULADO (Mat. 16:24-28)

Jesús aprovecha la ocasión para aclarar de una vez por todas, ante los discípulos y otras personas allí presentes, lo que significa realmente ser cristiano, lo que implica ser un discípulo y seguirlo. Hay un precio que pagar, no para conseguir la salvación, que ya fue pagada al precio de la sangre de Cristo (nivel soteriológico), sino para SER cristiano (nivel existencial). Y, como él no es demagógico ni proselitista, ni le importa tener adeptos ni números como si fuese un fin en sí mismo, sino que lo que le interesa es la transformación y la salvación espiritual de cada alma, lanza el tremendo desafío, ante el cual uno se apabulla, pero sabe, en su fuero íntimo, que encierra algo glorioso, digno de ser experimentado:

“Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará” (16:24, 25).

¿Qué significan estas palabras? ¿Es que a Jesús no le interesa nuestra felicidad? ¿Que se goza en vernos sufrir y mutilar nuestras vidas, nuestros sueños, nuestros deseos más legítimos? ¿Es una invitación al masoquismo, a una especie de suicidio espiritual y psicológico? Este tipo de forma de interpretar este pasaje cumbre de Evangelio ha dado lugar, a través de la historia del cristianismo, no solo al más riguroso ascetismo monástico, sino también a prácticas como la autoflagelación física, pero especialmente psicológica. Miles de cristianos han vivido (y muchos lo hacen aún hoy) vidas miserables, negándose a todo sano placer y al disfrute de la vida, pensando que de esa manera estaban agradando a Dios y, de paso, consiguiendo méritos para su salvación.

Sin embargo, la Biblia nos habla de un Dios que quiere que seamos felices:

“[…] te alegrarás delante de Jehová tu Dios de toda la obra de tus manos” (Deut. 12:18; énfasis añadido).

“[…] y comerás allí delante de Jehová tu Dios, y te alegrarás tú y tu familia” (Deut. 14:26; énfasis añadido).

Y te alegrarás delante de Jehová tu Dios, tú, tu hijo, tu hija, tu siervo, tu sierva, el levita que habitare en tus ciudades, y el extranjero, el huérfano y la viuda que estuvieren en medio de ti, en el lugar que Jehová tu Dios hubiere escogido para poner allí su nombre” (Deut. 16:11; énfasis añadido).

Y te alegrarás en todo el bien que Jehová tu Dios te haya dado a ti y a tu casa, así tú como el levita y el extranjero que está en medio de ti” (Deut. 26:11; énfasis añadido).

“Me mostrarás la senda de la vida; en tu presencia hay plenitud de gozo; delicias a tu diestra para siempre” (Sal. 16:11; énfasis añadido).

Alégrate, joven, en tu juventud, y tome placer tu corazón en los días de tu adolescencia; y anda en los caminos de tu corazón y en la vista de tus ojos” (Ecl. 11:9; énfasis añadido).

“Si bien no se dejó a sí mismo sin testimonio, haciendo bien, dándonos lluvias del cielo y tiempos fructíferos, llenando de sustento y de alegría nuestros corazones” (Hech. 14:17; énfasis añadido).

“A los ricos de este siglo manda que no sean altivos, ni pongan la esperanza en las riquezas, las cuales son inciertas, sino en el Dios vivo, que nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos” (1 Tim. 6:17; énfasis añadido).

Y, por si esto fuera poco, Jesús mismo nos habla de su deseo de que vivamos vidas plenas:

“Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Juan 10:10; énfasis añadido).

¿Qué significa, entonces, negarse a sí mismo, tomar la cruz, perder la vida?

Ya en otra ocasión he hecho alusión a la siguiente cita del gran Viktor Frankl, pero creo que es muy iluminadora para entender el sentido de este llamamiento de Jesús:

“Nos sale aquí, al paso, un fenómeno humano que yo considero fundamental desde el punto de vista antropológico: la autotrascendencia de la existencia humana. Quiero describir con esta expresión el hecho de que en todo momento el ser humano apunta, por encima de sí mismo, hacia algo que no es él mismo, hacia algo o hacia un sentido que hay que cumplir, o hacia otro ser humano, a cuyo encuentro vamos con amor.

En el servicio a una causa o en el amor a una persona, se realiza el hombre a sí mismo. Cuanto más sale al encuentro de su tarea, cuanto más se entrega a su compañero, tanto más es él mismo hombre, y tanto más es sí mismo. Así pues, propiamente hablando, solo puede realizarse a sí mismo en la medida en que se olvida de sí mismo, en que se pasa por alto a sí mismo” (Viktor E. Frankl, Ante el vacío existencial [Barcelona: Herder, 1986], p. 17; el énfasis es mío).

Frankl, gran psiquiatra, neurólogo y psicólogo fundador de la corriente de psicología denominada logoterapia era, también, creyente judío. Si bien no era cristiano, ¿no suenan las palabras de estos dos párrafos muy parecidas a lo que Jesús dice en estos versículos, especialmente la última línea: “solo puede realizarse a sí mismo en la medida en que se olvida de sí mismo, en que se pasa por alto a sí mismo”?

En otras palabras, lo que le da verdadero sentido a la vida es EL AMOR. Pero esta palabra está tan manoseada y bastardeada, tan vacía de verdadero contenido, que se nos hace necesario agregarle el adjetivo ABNEGADO: el AMOR ABNEGADO, que es el único amor verdadero, y que le da sentido verdadero a la vida y a todo lo que hacemos. La abnegación por sí misma puede derivar en masoquismo, en mutilación de la personalidad, cuando el negarse a uno mismo se convierte en un fin en sí. Pero, cuando la abnegación se realiza POR CAUSA DEL AMOR, entonces adquiere su verdadero sentido y encierra, en sí misma, la verdadera satisfacción de la vida: “A los pies del Crucificado es donde comprenderemos que en este mundo no es posible amar sin sacrificio, pero el sacrificio es dulce al que ama” (A. Tanquerey, La divinización del sufrimiento).

Por eso es que en la Epístola a los Hebreos se nos dice de Jesús que “por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio” (Heb. 12:2). El gozo de vernos a nosotros, amados por él desde la eternidad, eternamente seguros y salvos en su Reino, en la casa de su Padre (Juan 14:2). Fue el amor a nosotros el que hizo que a Jesús le fuera “necesario ir a Jerusalén y padecer mucho de los ancianos, de los principales sacerdotes y de los escribas; y ser muerto, y resucitar al tercer día” (Mat. 16:21).

Entonces, a lo que nos invita Jesús es a aprender a vivir como se vive en el cielo, como vive Dios; a aprender a amar, a vivir en amor (el verdadero), lo que inevitablemente nos llevará a no estar concentrados en nosotros mismos y nuestras propias necesidades o apetencias, sino en las necesidades genuinas de los demás, en su bienestar, su felicidad y, sobre todo, su salvación. Sentiremos que nuestro tiempo, nuestros bienes, nuestros talentos, no nos pertenecen, sino que se nos han dado para que podamos bendecir continuamente a los que nos rodean, especialmente los más necesitados.

¿Es fácil esto? De ninguna manera. Es como pedirle a un león que le guste comer pasto. Esto va en contra de nuestra naturaleza pecaminosa y de los valores sustentados por la sociedad en la que vivimos, caracterizada por el utilitarismo y el hedonismo. Por eso es que este amor abnegado está representado por una cruz. Y la cruz era precisamente un instrumento de tortura, un instrumento de sufrimiento. Y es que para nuestra naturaleza egoísta representa un sufrimiento mental el renunciar a sus reclamos y sustituirlos por las necesidades de otros. Nos frustra. Nos impacienta. Nos angustia. Nos deprime. Pero es el verdadero camino de la felicidad y la salvación, y de un genuino cristianismo.

Pero, como bien ha señalado hace muchos años un autor adventista, nadie puede crucificarse a sí mismo. Si he de ser crucificado, necesito que alguien ME crucifique, porque yo no puedo hacerlo solo (Morris Venden). Esto solamente es posible por la obra sobrenatural del Espíritu Santo, que trabaja en lo más profundo del corazón humano para transformarlo de raíz. No lo hace sin nuestro consentimiento y cooperación (Elena de White), por lo cual incluye una lucha psicológica, pero ciertamente es una obra que él puede realizar en nosotros, si se lo permitimos, y que implica un aprendizaje diario en la ciencia de llevar la cruz (Ramón Cué, en El vía crucis de todos los hombres, Editorial Guadalupe). Y, como diría este profundísimo autor católico, en realidad uno nunca se acostumbra a llevar la cruz. Por eso la cruz es cruz, porque siempre nos rebelamos contra ella. Aun Jesús, en Getsemaní, oró al Padre para ver si podía librarlo de la Cruz. Pero, finalmente, se sometió mansamente al designio del Padre de que por amor a nosotros entregara su vida a lograr la Expiación, misterio de dolor cuyas profundidades jamás llegaremos a entender ni apreciar en su justa medida.

Del mismo modo, aun cuando nosotros podemos reconocer, con sinceridad, que nos disgusta la cruz, por la obra del Espíritu Santo podemos entregarnos en manos de Dios para que aprendamos a llevarla cada vez con mayor amor e incluso con un gozo secreto, escondido, cuando vemos que nuestro amor y nuestra renuncia a nuestro egoísmo logra contribuir al bienestar y la salvación de los que nos necesitan.

Que Dios nos bendiga a todos para que decidamos dejar de jugar al cristianismo para entregarnos de tal modo en sus manos que empecemos a ser verdaderos discípulos –seguidores e imitadores de Jesús– que vivan para amar y bendecir a todos; pequeños cristos sobre la Tierra a través de los cuales Dios pueda mostrar los signos de su presencia en el mundo.

 

 

 

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